Juan Carlos I: ¿salvar a la persona para proteger la época?
«Falló el rey, pero también la Corte. Cuanto antes se asuma que fue así, antes se superará esta crisis institucional»
El departamento de comunicación de la Alta Corte de Justicia de Reino Unido emitió este jueves un comunicado en el que anunciaba que los tribunales británicos habían negado la inmunidad a Juan Carlos I en el caso que investiga si el rey emérito participó en una estrategia de acoso contra Corinna Larsen, su expareja y denunciante. Más allá de la credibilidad o la oportunidad de Larsen, el hecho de que la denuncia vaya a seguir adelante ilumina aspectos bien interesantes de nuestra relación con la historia y nuestras biografías.
Los tribunales británicos vienen a señalar algo de sentido común que en España aún debaten algunos: el ex jefe de Estado no puede tener una inmunidad total, pues eso implicaría que podría ir por Londres entrando a las joyerías y llevarse sin pagar las piezas que quisiera, sin que la Policía pudiera hacer nada por evitarlo. La inmunidad se entiende –o debe entenderse– para aquellos hechos y decisiones relativas al ejercicio de su cargo. ¿Por qué una interpretación tan razonable aún encuentra resistencias en nuestro país?
Por un lado, porque muchos entienden que disminuir al rey emérito, convertido en símbolo de una época, conlleva una condena, siquiera parcial, de las biografías de quienes la protagonizaron: muchos de los que hoy pretenden salvar al rey, en realidad se procuran la salvación propia a través de la del emérito. Solo así se entiende que gente razonable argumente que criticar comportamientos intolerables –y, seguramente, ilegales en cualquier ciudadano sin inmunidad– sea un ataque soterrado contra «el edificio constitucional», o «hacerle el juego» a los que buscan el final de España. Que haya quienes así lo pretendan no resta un ápice la gravedad de los hechos cometidos y el deber de explicaciones y, en su caso, de resarcimiento y compensación. La actitud de quien disculpa casi todo cumple la ley de hierro que dice que quien comienza a actuar en función de su legado comienza a derribarlo.
En segundo lugar, porque uno no vive la historia de su propio país con la misma frialdad y racionalidad con la que lo hace un observador externo –en este caso un tribunal británico–. Desde dentro se es más débil, más apasionado, y más consciente de las implicaciones de un fallo de este tipo. Si en el primer caso había razones personales, en este segundo son colectivas: un juicio condenatorio al tótem de una época es, en gran medida, una revisión muy crítica de la época. Es comprensible que haya resistencias a derribar el mito, más aún en unos años de crisis territorial en los que se ha visto –con razón– a su hijo y heredero, como un digno jefe de Estado.
Es difícil de entender qué llevó a alguien como Juan Carlos I a dilapidar su prestigio y su legado de una manera no solo tan rápida, sino tan cutre –en un país tan poco puritano como España, lo de menos son las amantes y los líos de faldas–. El diagnóstico de que alguien «está mal asesorado/a» –casi siempre dicho como lamento– muestra tanta decepción con los hechos como cierta esperanza respecto de quién los comete. Una creencia final en que alguien admirado no ha sido, en el fondo, responsable de su hundimiento. Todos hemos caído en eso: nuestro amigo de la infancia que acabó descarriado y haciendo el mal era bueno, pero tenía malas «junteras» –así se decía, al menos, en mi Fuengirola natal–. Y están aquellos que, como en Pascual Duarte, de Cela, no son malos pero han tenido todas las razones para terminar siéndolo: «Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte».
Pero nada de eso disculpa lo que el Rey hizo y lo que se le dejó hacer. Falló el Rey, pero también la Corte. Cuanto antes se asuma que fue así y menos culpables externos se busquen, antes se superará esta crisis institucional.