Casado y Feijóo: alegrías del fracaso
«Dejar a un lado la ideología para volver a presentarse como un partido al que puede votar cualquiera: tal es el objetivo de Feijóo»
Cuando nos ocupamos de la política, la especulación acerca del futuro inmediato consume gran parte de nuestras energías. Maniáticos del porvenir, hacemos nuestra la inquietud de líderes y partidos por sus perspectivas electorales, participando de manera vicaria en sus juegos de poder. De ahí que con frecuencia discutamos menos el valor intrínseco de las decisiones del gobierno que su posible impacto en las encuestas. El periodismo nos empuja también en esa dirección, claro, aficionado como es a preguntarse qué pasará en lugar de contarnos lo que ha pasado. Es comprensible: las elecciones constituyen un horizonte ineludible que ningún analista puede desatender. Y en esa clave hablamos de la llegada de Alberto Feijóo al liderazgo del principal partido de la oposición.
Pero lo más interesante de este relevo se encuentra en el pasado. Y es que si nos limitamos a considerar que Pablo Casado es un accidente provocado por las primarias en el momento de conmoción interna que sigue a la exitosa moción de censura de Pedro Sánchez, pasamos por alto que el de Casado ha sido un fiasco oportuno para el PP. El argumento es contraintuitivo: ¿qué hay de ventajoso en haber tenido un líder que no despegaba en las encuestas y era incapaz de exhibir un proyecto político inteligible? Pero la respuesta es obvia: la ventaja reside justamente en la posibilidad de cambiarlo a mitad de carrera, lo que proporciona la oportunidad de ensayar una estrategia diferente contra el gobierno. Es verdad que fue el propio Casado quien dio a su partido el pretexto para que lo defenestrase; de otro modo, habría perdido las siguientes elecciones generales y solo entonces hubieran afrontado los suyos la renovación pendiente. Su abrupta salida de escena, acompañada por la rápida comparecencia del gallego providencial, permite en cambio romper una inercia que parecía conducir indefectiblemente a otra victoria de Sánchez. Pudiera ser que Pablo Casado, sin saberlo ni quererlo, haya soportado el peso de la travesía del desierto a la que se condenó el PP tras la chocante salida de Rajoy por la puerta de atrás.
Asunto distinto es lo que Feijóo consiga hacer ahora con el poder orgánico que ha atesorado a gran velocidad. Su principal desafío, como se viene repitiendo, es neutralizar a Vox: una fuerza política pujante que tratará de aprovechar el malestar ciudadano causado por el deterioro de la situación económica. No es un deterioro cualquiera; sufrimos el tipo de tensiones inflacionarias que suelen llevarse a los gobiernos por delante. Ante semejante panorama, la estrategia de Feijóo es elemental: si cada partido está asociado a una mitología electoral, como nos enseñó Giovanni Sartori, ningún momento parece más propicio que este para enfatizar la seriedad gestora del PP y la necesidad de recurrir a ella en momentos de crisis. Dejar a un lado los debates ideológicos para volver a presentarse como un partido al que puede votar cualquiera: tal es el objetivo de la nueva dirección conservadora, que tiene su principal escollo en la inquietud que genera en no pocos ciudadanos la posibilidad de una futura coalición con la extrema derecha. Para disiparla, Feijóo se moverá al centro y tratará de poner en evidencia al Sánchez que habla de pactos sin pactarlos nunca. Está por ver que lo consiga, pero conviene recordar que no lidiamos con realidades sino con percepciones. Y en eso, también, cumple Casado una función póstuma: el relato dominante acerca de su sustitución compara al líder aficionado con el profesional, al perdedor con el ganador, al adolescente con el adulto. Así que Casado bien podía haber merecido una más larga ovación de despedida: cualquier éxito de su partido se basará en su fracaso.