De Francia a Ucrania: notas al vuelo
«Cuando en 2017, el duelo Macron-Le Pen logró idénticos resultados a los de ahora, en España nadie se tomó la molestia de establecer comparaciones»
1. Las modificaciones del lenguaje forman parte de su vida particular. La del lenguaje, quiero decir. Y los grandes acontecimientos suelen influir en sus metamorfosis desde una, digamos, voluntad de mutación social. Pero vivimos unos tiempos en los que la modulación o torsión del lenguaje acostumbra a ser una herramienta política. Desde que empezó la guerra de Ucrania han cambiado algunas cosas en el territorio de la lengua. Por ejemplo: existe una rara voluntad –al menos yo la encuentro rara– de dejar de llamar a los ucranianos como los hemos llamado toda la vida: ucranianos. Ahora los hay que los llaman ucranios e insisten una vez y otra a ver si cambiamos. Ya ocurrió en catalán hace años, donde Ucrània pasó a llamarse Ucraïna y los ucranianos, ucraïnesos. Me refiero al catalán de Cataluña porque en catalán de Mallorca, o mallorquín, toda la vida se ha llamado Ucrània a Ucrania y ucranians a los ucranianos y así seguimos. Al menos hasta que llegó TV3. Pero es sabido que el catalán de Pompeu Fabra siempre acentuó la diferencia con el castellano y más aún si esa diferencia era muy escasa o nula.
Pues bien: ahora El País se empeña en que a los ucranianos se les llame ucranios, como otros medios se empeñan en llamar Kyiv o Kiyv, al Kiev de toda la vida –una Kiev, palabra y ciudad, que los franceses siguen usando y alerta a las tonterías que allí la Academia no pasa ni una–. A este paso, además de los horrores de la guerra, cuando esto acabe vamos a comprobar, una vez más, que el lenguaje es una víctima de la idolatría de los cambios súbitos. Si es que no lo es ya.
2. Ha ocurrido en las elecciones de Francia lo mismo que ocurrió hace cinco años con una salvedad importante: entonces Macron era un experimento político y ahora es el poder, aunque su formación siga teniendo un fuerte componente experimental, como, siendo muy distintas, la tuvo la formación de Berlusconi en Italia años atrás.
Cuando en 2017, el duelo Macron-Le Pen logró idénticos resultados a los de ahora, en España nadie se tomó la molestia de establecer comparaciones con nuestro país. En estas elecciones, antes de conocer los resultados definitivos ya hemos empezado. ¿Es Macron equivalente a Sánchez? Nadie que no sufra un agudo ataque de voluntarismo distorsionador puede afirmarlo en serio por muchos abrazos se den, pero… ¿Y Abascal a Le Pen? Los hay –y no pocos– que consideran que sí, cuando uno tiene su origen en el PP y la otra en la ultraderecha pura y dura, Juana de Arco y toda la pesca. Y es curioso porque entre los que los identifican también se cuentan aquellos que tuvieron apoyo de los servicios rusos durante el estallido del Procés en el 17 –como los tuvo, se dijo, Le Pen en las elecciones pasadas, también del 17– y ahora disimulan o lo ocultan. Detrás, casi toda la izquierda, aparente o estratégicamente convencida de que el fascismo es una hidra que está llamando a las puertas de toda Europa.
Aunque ganas no le falten, aún no sabemos si llama o no llama, o si, por citar al viejo Marx, un fantasma recorre las calles de Europa. Lo que sí sabemos es que el fascismo nunca viene solo y que, en Occidente, su pareja de baile ha sido el comunismo. Pero se practica tan insistentemente el cuento del lobo que si viene el lobo de verdad no lo veremos llegar. De momento roguemos para que lo de Ucrania no suponga para Europa lo mismo que supuso la guerra civil española en los años 30 y lo que vino después.
Y 3. Cuando se cumplió el aniversario del tiempo de Blade Runner –que Philip K. Dick situó en 2019– caímos en la cuenta de que en película y novela no aparecía ni un solo teléfono móvil. Había coches que flotaban en el aire –ahora los tenemos que circulan sin conductor al volante– pero no móviles, cosa que al visionario Philip K. Dick no se le pasó por la cabeza. Pero aunque no vivamos en un escenario idéntico, novela y adaptación cinematográfica funcionan en nuestro imaginario y éste se proyecta en la realidad cotidiana. Piensen en el covid 19, que fue la letal celebración de aquella distopía. La televisión nos ha acostumbrado a meter en casa el espanto a la hora de cenar y hay un espanto, tamizado o no, cuya estética le debemos a Philip K. Dick como se la debemos, también, a J.G. Ballard. La otra noche se emitieron unas escenas nocturnas de Shanghai, cuyos habitantes –más de 25 millones– permanecen confinados en sus casas por mandato de la autoridad gubernamental, agotando sus reservas de comida y bebida. Aparecían en esas escenas los fastuosos rascacielos de la ciudad iluminada, en unas vistas tomadas, supongo, por un dron. El efecto era parecido al que le causó Nueva York de noche al poeta Lorca, con una modernidad añadida, pariente de la ciencia ficción y por tanto del Angst contemporáneo. Lo espeluznante es que esa ciudad nocturna, posmoderna e iluminada, gritaba. Repito: gritaba. Todos sus habitantes gritaban desde ventanas, balcones y terrazas y el efecto era, ya digo, espeluznante. Apenas costaba imaginar a Philip K. Dick fumando sonriente en uno de esos balcones y ventanas aullantes.