Francia invertebrada
«Hoy cuesta ver a Francia como lo que fue hace pocos años, un ejemplo para la generación de nuestros padres»
España invertebrada, el libro publicado por José Ortega y Gasset en 1921, es un verdadero prodigio, un libro que de haber sido escrito por cualquier británico formaría parte de los planes de estudio de todas las universidades del mundo.
En sus proteicas páginas, el filósofo bucea en las causas del secular atraso hispano y lo contrapone con la excelente salud de nuestros vecinos europeos, especialmente Francia, un país al que según Ortega el feudalismo dotó de suficiente estructura, fortaleza y vitalidad como para asentar su futuro desarrollo.
Lo que no sabemos es lo que opinaría el bueno de Don José si hoy pudiera observar cómo esa Francia que en su época ejemplificaba las más altas cotas de ejemplaridad pública hoy sucumbe ante dos de los pecados que él consideraba nítidamente hispanos: el «particularismo» y lo que él llamaba «el odio a los mejores». De hecho si leemos algunos pasajes de su obra parece que nacieron para describir la situación actual del país vecino con -primero- la aparición de una ultraderecha particularista, disgregadora y disolvente del espíritu republicano y -segundo- con la rebelión sentimental de unas masas en las que su sentimiento de fracaso personal ante la globalización mediatiza sus decisiones de voto llevándolas a elegir a la peor opción política tanto para su país como para ellos mismos. Verbi gratia:
«La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás».
«La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de estos: he ahí la razón verdadera del gran fracaso hispánico».
Hoy cuesta ver a Francia como lo que fue hace pocos años, un ejemplo para la generación de nuestros padres, aquellos sufridos españolitos que mientras salían a duras penas de una dictadura cruel y sangrienta, buscaban referentes a los que parecerse tras padecer cuarenta años de tristeza, represión y autarquía.
Una Francia que frente a nuestro erial político en blanco y negro se les aparecía libre, viva, radiante y sobre todo, orgullosa de si misma.
Una Francia estructurada, abierta y exuberantemente poblada de partidos, sindicatos y organizaciones sociales y culturales que llenaban la vida pública frente a nuestro pobre monocultivo político de secano compuesto por un partido que no era un partido, un sindicato que no era un sindicato y del que también formaba parte la patronal y un parlamento mudo y lleno de clérigos y militares que estaban allí sin haber tenido que pasar por el mal trago de presentarse a unas elecciones.
Una Francia a la que, uno a uno, se le han ido anquilosando sus miembros gracias a la inacción culpable de unas élites que nunca comprendieron que su ataque permanente a los sindicatos de clase iba a suponer la aparición de un espacio que más temprano que tarde iba a ser llenado por movimientos populistas reaccionarios como los llamados chalecos amarillos; un establishment que no supo anticipar que la desaparición de los partidos tradicionales, aquellos que habían servido de columna vertebral de todos los gobiernos desde la II Guerra Mundial iba a suponer la eclosión de movimientos políticos personalistas en torno a unos césares de nuevo cuño que ya no tendrían que rendir cuentas ni ante sus propios correligionarios ni -por supuesto- ante la nación; una nomenklatura social y cultural que no supo comprender que la desaparición de la incómoda sociedad civil ideologizada no iba sino a suponer la aparición de otra en la que los supremos intereses personales sustituirían a los siempre sospechosos intereses colectivos.
Una Francia que, en fin, el próximo domingo se enfrentará desnuda e invertebrada a unas elecciones que pueden suponer la efectiva desaparición de aquel país al tanto querían parecerse nuestros padres.