Recordamos las guerras, no las pandemias
«¿Cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar –los gobiernos, la sociedad– por el apoyo a Ucrania?»
Resulta interesante lo que dice Ivan Krastev en una entrevista concedida a la revista Le Grand Continent: «Los humanos recuerdan las guerras, no las pandemias». En número de muertos, la gripe española superó todo lo imaginable y, sin embargo, es la I Guerra Mundial la que recordamos como inicio del siglo XX y como exponente de un largo fratricidio. La guerra enaltece un sentido patriótico que levanta y destruye naciones, las reúne en imperios o las disgrega. La pandemia, en cambio, nos recoge y aísla, cerca nuestros hogares y debilita el sentimiento de hermandad. La pandemia no muestra el odio del hombre contra el hombre, aunque sí un miedo que nos lleva a la distancia social, al uso de mascarillas y al egoísmo inmediato de las vacunas, que luego ha resultado no ser tal. No del todo, quiero decir.
La teoría de Krastev es curiosa, quizás imprecisa si miramos en toda su extensión el tiempo que va de ayer a hoy, pero sí punzante y atrevida. En la antigüedad, las pandemias, como los volcanes, los diluvios o los seísmos, reflejaban la ira de los dioses, ya fuera causada por su capricho o por la maldad de los hombres. Ahora, en un mundo desprovisto de esos referentes, el miedo adquiere otras categorías. También el horror.
De tener razón el pensador búlgaro, la guerra tendrá un efecto opuesto a la desintegración inicial causada por la pandemia, cuando cada país miraba únicamente por sus intereses. En parte, lo estamos comprobando ya: la Alianza Atlántica parece cobrar nueva vida, a la vez que Suecia y Finlandia meditan su ingreso –algo impensable hace apenas unos meses–. Los países que forman la Unión han decidido rearmarse de forma acelerada, mientras no dudan en venderle a Ucrania el armamento que necesita. En lugar de dejarla en la estacada y mirar hacia otro lado –un modus operandi del que hay abundantes precedentes en Europa–, la Unión parece haber adquirido conciencia de su creciente fragilidad en un mundo hobbesiano. Y, aún así, se impone una pregunta, que es la cuestión fundamental de nuestro tiempo: ¿cuál es el precio a pagar? O mejor, ¿cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar –los gobiernos, la sociedad– por el apoyo a Ucrania?
No lo sabemos. Porque una cosa es el precio a abonar hoy y otra es el que nos espera mañana y pasado. Una cosa es la reacción inmediata frente a una invasión injustificada y otra son las capas de inflación que se acumulan en forma de pobreza social y desempleo crónico. Una cosa es rearmarse –algo con lo que de entrada estoy de acuerdo– y otra muy distinta es comprobar sus efectos sobre la sociedad en forma de previsibles recortes o subidas de impuestos. No lo sabemos, porque la historia, al final, resulta siempre imprevisible.
Por eso mismo, después de tres calamidades –el crash financiero del 2008-2011, la pandemia y la guerra–, quizás se acerque el momento decisorio para Europa, ese momento ciceroniano que ha sido teorizado por Pierre Manent, en el cual se decidió el tránsito de la República al Imperio y que, en clave actual, sería el paso de los Estados-Nación a un nuevo gran Estado Europeo o a la definitiva marcha atrás del proyecto europeo, como anhelan algunos. Rusia lo sabe, como lo saben también Bruselas, las distintas cancillerías y por supuesto China, que parece será la gran beneficiaria del conflicto europeo. O no, claro está. Krastev termina su diálogo con Tony Nikolov y Adam Michnik recordando al que fue héroe y presidente checo: «Hável decía que los pesimistas y los optimistas se comportan como si supieran de antemano lo que va a pasar. Por lo tanto, es más sabio actuar pensando que todo irá bien que al revés». La tragedia llama a la tragedia. La inteligencia, el coraje y el valor a la esperanza.