La represión que viene: nuevos palos y zanahorias
«Basta que te opongas a una mayoría de gobierno, para que esta sea capaz de excluirte de la vida pública sin disparar ni un solo tiro»
Imagine que acaba de escribir un libro que se convertirá pronto en clásico. Que devendrá la novela más prestada de la Biblioteca pública de Nueva York. Uno de sus personajes dará incluso nombre a un programa televisivo de éxito: Gran hermano. Y protagonizará el que muchos consideran el mejor anuncio televisivo emitido jamás. Por añadidura, los lectores del New York Times lo acabarán eligiendo, allá por 2021, como la tercera mejor novela de los últimos 125 años.
Pero esa obra suya no acaba de convencer a su antiguo profesor de Francés.
Para más inri, ese maestro suyo ha publicado, la década anterior, otra de las grandes novelas de este siglo. Porque su nombre es Aldous Huxley y usted, naturalmente, se llama Eric Blair. Aunque todos le conozcan por su seudónimo: George Orwell.
Es habitual comparar las distopías que debemos a estos dos autores: Un mundo feliz y 1984. Neil Postman lo planteó sin ambages en su texto Divertirse hasta morir: ¿qué nos espera? ¿Un mundo donde se nos suministren tantas diversiones, tantos placeres, que nadie esté dispuesto a rebelarse, mientras todo lo controlan los dueños del gran parque de atracciones que nos rodeará por doquier? ¿Un «mundo feliz»?
¿O nos aguarda más bien un estado represivo, que nos controle cada movimiento? ¿Una sociedad donde se calumnie a cualquier disidente, donde nos engañen sobre nuestro pasado y presente? ¿Un sistema que nos haga contemplar a nuestros semejantes como enemigos de los que conviene desconfiar? ¿Anticipó más bien Orwell nuestro porvenir?
Esas mismas interrogantes figuran en la carta que Aldous Huxley escribiría a su exalumno cuando este acababa de publicar 1984. De manera previsible, Huxley prefiere su propia distopía, como ya hemos avanzado; pero en un momento dado concede que, quizá, el futuro que nos espera sea aún más temible que el pergeñado tanto por uno como por otro escritor.
Porque acaso venga a ser una mezcla de ambos.
Puesto que ya habitamos ese futuro, no vendrá mal echar una ojeada a cuáles son los nuevos mecanismos represivos que empiezan a perfilarse a nuestro derredor. Siguiendo el uso tradicional, llamaremos «palos» a los métodos que recuerden a Orwell. Y denominaremos «zanahorias» a los de estilo más huxleyriano. Dividiremos los palos en dos tipos: palos más contundentes, palitos más suaves. Las zanahorias las abordaremos todas por igual.
Nuevos palos contundentes: el modelo canadiense
Seguramente no resulte casual que tengamos que comenzar hablando del país donde la alianza liberal-progresista, capitalista-estatista, está alcanzando hoy frutos más granados: el Canadá de Justin Trudeau.
Los hechos son conocidos. A principios de este año 2022, miles de camioneros ocuparon el centro de su capital, Ottawa. Protestaban de modo pacífico por las nuevas regulaciones del Gobierno para los cruces fronterizos, así como por sus exageradas medidas anticovidianas (a menudo entre las más severas del mundo). El denominado Convoy de la Libertad, al que pronto se sumaron ciudadanos de allende el sector transportista, representaría pronto una enmienda a la totalidad del primer ministro Trudeau. Este hubo de escaparse con su familia hacia un destino confidencial.
La reacción policial ante estas manifestaciones (y las contramanifestaciones de los ottawenses, molestos por tanto alboroto en una de las capitales más aburridas del mundo) resultó al inicio convencional: declaración del estado de emergencia en la ciudad. Y multas a cuantos cometiesen infracciones de tráfico o vandalismo.
Ahora bien, a medida que el conflicto se caldeaba, el régimen canadiense ideó un nuevo mecanismo represivo que es el que aquí nos interesa. Pues constituye un magnífico ejemplo de las nuevas técnicas que nuestras actuales élites, esa peculiar alianza entre poderes económicos y políticos que nos domina, aspiran a implantar.
Recordemos: ¿en qué consistía hasta ahora la típica represión «democrática» cuando unos manifestantes se pasaban de la raya? Bien la conocemos: las ya citadas multas; en casos de mayor urgencia, unos cuantos cachiporrazos a los revoltosos; a veces incluso chorros de agua, pelotas de goma, unas pocas balas al aire (a alguna de las cuales se les interponía algún cuerpo humano, bien es verdad). Todos estos métodos, empero, resultan violentos y, por tanto, poco televisivos. A menudo desprestigian al gobernante que los ordena. Así, lejos de atemperar el ímpetu de las protestas, puede relegitimarlas .
De modo que en la escena canadiense hemos asistido a un nuevo sistema represivo mucho menos arriesgado para nuestra élite política. Y en el que esta acude, en vez de a la fuerza bruta o militar, a su nueva aliada: la élite empresarial.
En lugar de emprenderla a porrazos con los camioneros, Trudeau decidió atacarles por otro frente: sus cuentas corrientes y seguros. Sin mandato judicial alguno, merced a la alianza entre el Gobierno y el sistema bancario, se congelaron las cuentas de todo aquel que la élite política reputó responsable de la manifestación. También sin mandato judicial, y en connivencia con las aseguradoras, sus camiones se quedaron sin seguro. La intromisión llegó incluso hasta las plataformas de recaudación (que habían recibido millones de dólares en apoyo a la protesta) o criptomonedas.
Como expuso en Twitter el director ejecutivo de Kraken, Jesse Powell, «el poder crea Derecho en Canadá. Si alguien disiente, simplemente confiscas su riqueza, revocas sus licencias, los excluyes del sistema financiero y matas a sus mascotas. No hay necesidad de debatir la ley, la política o incluso los derechos cuando posees el monopolio de la violencia» .
Este es el nuevo mundo orwelliano en que nos adentramos: basta que te opongas a una mayoría de gobierno, para que esta sea capaz de excluirte de la vida pública sin disparar ni un solo tiro, sin encerrarte en calabozo alguno. Y sin contrapeso alguno del poder judicial. Hoy puedes verte reducido a un donnadie con solo que nuestras élites, nuevo Gran Hermano, decidan sacarte del sistema. Y sin capacidad de apelación.
Y este es solo el principio. Una vez iniciada tal pendiente, ¿qué impide, en vez de congelar tus cuentas corrientes, disminuir su importe a cero? ¿O vetarte el acceso a cualquier servicio público o privado (sanidad, viajes, ocio) por hallarte en la «lista negra» de indeseables que se portan mal? Estas hipótesis, que tan solo hace dos años nos habrían parecido paranoicas, resultaría extraño que no cobrasen, tras los «pasaportes covid» de la reciente pandemia, mayor verosimilitud.
Nuevos palos suaves: Hobbes redivivo
El «método del palo» recién descrito adolece aún de un fallo: resulta todavía demasiado vistoso, aunque ande ya lejos de unas aparatosas porras policiales. Por ello se vuelve recomendable conjugarlo con otro modo, más refinado, de represión. Es ahí donde entra en juego un palo más sutil. Y también durante la reciente plaga coronavírica hemos tenido ocasión de comprobar su funcionamiento.
Recordemos el lema con que a menudo se resume la filosofía de Thomas Hobbes: homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre. Esa divisa del siglo XVII ha mutado hoy en homo homini virus: el hombre es un virus para el hombre. Tengamos miedo de nuestros semejantes, se nos asegura, no ya porque sean lobos hambrientos (la verdad es que muchos de ellos tienen bien poca pinta); tengámosles miedo más bien por portar virus contagiosos que asimismo me podría liquidar.
No es casualidad que sea justo el Canadá de Justin Trudeau o la Francia del exbanquero Emmanuel Macron (es decir, países donde sus gobernantes ya no disimulan la actual alianza entre poder político y económico) donde se han acometido algunas de las medidas más belicosas contra sus ciudadanos en nombre de la salud. Cualquier compatriota, especialmente aquel que no se haya vacunado tres veces (tres a la fecha de redacción de este artículo; quizá cuando se publique mañana la cifra haya ascendido ya a cuatro o cinco), es un potencial enemigo. Y, por tanto, el mismísimo jefe del Estado galo no dudaría en «joderlo». Que no espere mucho mejor trato de su convecino, pues. Pese a toda la retórica gubernamental en torno a lo muy solidarios que nos haría la pandemia, una verdad bien distinta se ha acabado imponiendo: a su cuenta han crecido la desconfianza, la delación, la ruptura de vínculos con nuestros semejantes.
¿Convenía a nuestras élites expandir desde 2020 juegos de colaboración entre sus subordinados o más bien alimentar nuestros miedos y recelos? Leyendo 1984 habríamos adivinado la respuesta. Y viendo cómo tratan de asustarnos aún los medios de masas (¡que llega la séptima, la vigésima, la octogésima cuarta ola del virus!), adivinaríamos otra cosa: ¿no persigue nuestro peculiar Gran Hermano un mundo en que, ya para siempre, se consolide el homo homini virus? Sin necesidad de palos contundentes, sin necesidad de grandes exhibiciones de poder, al desencajarnos de este modo a los unos de los otros, nuestras élites pueden reposar tranquilas al fresco de sus jardines amurallados: es improbable que asaltemos sus recintos si lo que más nos preocupa en la vida es guardar con nuestros semejantes la distancia de seguridad.
Nuevas zanahorias: ricas, ricas
Más contundentes o más sutiles, los palos de un sistema represivo funcionan mejor al combinarse con suculentas zanahorias. Terminemos este artículo, pues, con algunas de las novedosas variedades de esta hortaliza, ya listas para distribuirse entre nosotros en cuanto seamos buenos chicos y aceptemos este statu quo. Se tratará en todo caso de variedades de zanahoria alucinógena. Pues todas ellas tienen en común un mismo efecto: alejarnos de la realidad que vivimos, en la que el dominio de nuestras élites es cada vez más patente, para trasladarnos a realidades alternativas. Es decir, a ficciones.
Es así como cabe entender la idea de Metaverso adelantada de reciente por Mark Zuckerberg (propietario de la antigua Facebook, hoy renombrada de hecho Meta Platforms, Inc.). Crear realidades virtuales y aumentadas no solo implica una huida de la realidad a secas (es ya significativo de nuestra época que sea preciso adjetivar el término «realidad»), sino que impone en todas esas ficciones el dominio de su creador. No cuesta imaginar un futuro con solo unos pocos afortunados capaces de disfrutar la realidad de toda la vida (para ellos sí cómoda y grata), mientras que el resto nos conformemos, si queremos sobrellevar una existencia de mínimas satisfacciones, con los sucedáneos otorgados por la tecnología. Los únicos que nos podremos permitir.
En esa misma línea cabe integrar los nuevos sustitutos de la actividad sexual convencional que, según indican los datos, y contra una falsa imagen que nuestra época tiende a tener de sí misma, vendrían a compensar el cada vez menor número de relaciones carnales que van teniendo, de media, las jóvenes generaciones. Hablamos de ello ya aquí. Robots sexuales, sexo mediante realidad virtual, vientres artificiales… la tecnología irá poco a poco dejando como cosa un tanto primitiva la mera pornografía. Y la siguiente en verse primitiva será la mera relación sexual (entre cuerpos humanos); esa relación repleta de asechanzas si, como recordamos, el otro es para nosotros cada vez más un potencial contagio (homo homini virus en el sexo también).
El metaverso y las tecnologías sustitutivas del sexo exigen fuertes inversiones dinerarias, bien es cierto; otros recursos para evadirnos, a la antigua usanza, resultan más cómodos. Piénsese en el renovado empeño por legalizar, o incluso distribuir gratis junto a una renta universal, dosis de marihuana. O recordemos el auge de los antidepresivos. Estos asuntos psicotrópicos irán poco a poco copando el debate público que nuestras élites pastorearán. Huxley tuvo, en su día, que inventar para su novela una droga, el soma. Hoy ya se distribuye con ese nombre un relajante muscular: el carisoprodol.
Cierto es que, al final, permanecerán situaciones desgraciadas que ni el nuevo Metaverso, ni los flamantes dispositivos sexuales, ni el viejo hachís, ni los pujantes psicofármacos podrán atemperar. Siempre nos restará en estos casos, empero, el recurso a la eutanasia; de ahí que nuestras élites político-económicas, bajo aparente gracia generosa, cada vez se empeñen en facilitárnosla con menores complejos.
Muerto el perro, se acabó la rabia; eliminados los infelices, podremos seguir viviendo (ya lo avanzó Huxley) en un mundo feliz.