THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

La Semana Santa explicada a los modernetes

«La Semana Santa irrumpe en calles y plazas españolas, […] propiciando que sus tradicionales ‘haters’ nos regalen cada año con quejidos aún más lastimosos»

Opinión
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La Semana Santa explicada a los modernetes

Reuters

Entre los cuentos más memorables de Anatole France se halla aquel que tituló El procurador de Judea. Su acción se ubica en Sicilia, durante nuestro siglo I. Dos amigos, entrados en años, se topan por uno de sus caminos. A un lado, Elio Lamia, de joven un travieso libertino, hoy en cambio filósofo epicúreo y respetable. Platicará durante toda la narración con el otro, viejo político de cierto éxito, hoy retirado entre las holganzas de su villa mediterránea. Será este interlocutor suyo quien dará título al relato. Pues su nombre es Poncio Pilato.

Poncio resulta ser un anciano achacoso y al que hoy consideraríamos antisemita: no cejará de arrojar contra sus antiguos gobernados, los judíos, toda suerte de reproches. Sabemos en efecto, según los historiadores, que sus diez años como prefecto (lo de «procurador» es una equivocación posterior) resultaron infortunados. La Historia no nos ha legado muchos más datos acerca de él; pero France idea una anécdota deliciosa al final de su librito.

Aunque ahora sea honorable y filosófico, Elio añora el vino y los amores juveniles. También aquellos que le deleitaron en Jerusalén. Mientras Poncio le agasaja, evoca ante él a cierta bailarina judía de melena pelirroja y voluptuosa cintura, que parecía vivir como «en un sueño a medias». Llegaría a obsesionarse tanto con esa mujer, que la perseguirá por tabernas de mala fama, campamentos romanos y callejas judías sin fin.

Un buen día, empero, aquella danzarina desapareció. Elio se lanzó a buscarla por doquier, desazonado: «costaba más desacostumbrarse de ella que del vino griego». Solo meses después averiguaría su paradero: «Me enteré por casualidad de que se había sumado a una tropa pequeña de hombres y mujeres que seguían a un joven taumaturgo galileo que se hacía llamar Jesús el Nazareo; lo crucificaron por no sé qué delito. Poncio, ¿te acuerdas de ese hombre?».

«Poncio entonces frunce el ceño, se frota la frente, rebusca en su memoria. Y luego, tras unos momentos de silencio, dijo: ‘¿Jesús? ¿Jesús el Nazareo? No lo recuerdo’«.

Hoy no podemos sino sentirnos cercanos a ese Pilatos olvidadizo. Un Pilatos que fue personaje clave en una de las historias más rememoradas por la humanidad; más ni siquiera conserva, al final de sus días, mínima reminiscencia de todo aquello. Un poco como le ocurre a Occidente entero en nuestros días, acaso también sus últimos: protagonista indudable de la marcha de los hombres sobre la tierra, pero desmemoriado de su alto papel en ella.

Ahora, en Semana Santa, cabe comprobarlo una vez más. Al igual que con la Navidad (por no hablar de Pentecostés o la Inmaculada) nos rodean coetáneos que ni siquiera vislumbran el sentido de esas fiestas que sobreviven ahí, en el calendario, un poco por inercia, otro poco porque nos resultan útiles para dividir un trimestre de otro.

Ahora bien, a diferencia de las Navidades, gozo familiar que celebramos con la intimidad de los nuestros o al calor de los bares invernales, la Semana Santa, más primaveral, irrumpe en calles y plazas españolas, entre procesiones, nazarenos, velas, pasos, estandartes, costaleros y público que las inundan. Esto propicia que sus ya también tradicionales haters nos regalen cada año con quejidos aún más lastimosos.

Algunos llaman «muñecos» a esas joyas escultóricas de Gregorio Fernández o Francisco Salzillo que hermosean nuestras calzadas como nunca. Otros se reconcomen porque, en vez de procesionar, no estemos reivindicando en manifas el último derecho humano que ellos hayan inventado. Hay también quien arguye que la religión debe ser una cosa privadita, como muy metida dentro de tu conciencia, algún crucifijo en tu dormitorio y poco más, no le des demasiada visibilidad pública, no vaya a ser. Incluso entre personas religiosas, a veces están mal vistas las masas que pueblan estas festividades: en su opinión, si no has acudido a misa cada domingo y fiesta de guardar (cosa que es evidente que cuenta con mucho menor éxito que las procesiones de estos días), entonces no has comprado la entrada que da acceso a todo cuanto pueda llamarse católico, cómo osas, pecador.

¿Qué podríamos decir a todos estos enemigos de nuestra Semana Santa, a estos señores Scrooge de la primavera, a todos estos Grinch de la Pascua? Hay algo en lo que tienen razón: ellos piensan como los modernos; quienes amamos celebrar estos ritos, en cambio, conservamos un modo de pensar antiguo. Pero es que, justo en estas cosas, es el modernete quien camina en tinieblas, deslumbrado por las luces de su razón; mientras que el antiguo, incluso el salvaje de otros pueblos, nuestros acientíficos antepasados, son quienes sí atraparon el sentido de un ritual. Pues ellos carecen de una traba que atenaza el cerebro de nuestro moderno, pero él exhibe sobre su cabeza como si fuera una tiara.

¿Cuál es esa traba? Nuestro moderno considera que solo hay dos motivos para actuar sobre esta tierra. Se corresponden con la dualidad bajo la que él organiza el mundo: lo objetivo y lo subjetivo.

En el mundo de los objetos, si actuamos es para conseguir aquello que deseamos, manipulando las cosas con miras a ese fin; es donde hemos de ser pragmáticos, vaya. En esa realidad la pregunta básica es siempre: ¿para qué haces eso, qué logras con ello? Los más listos se manejan bien en el mundo y obtienen cosas; a los menos listos, les va mal, deberían espabilar.

La otra parte en que divide el mundo un moderno es su interioridad, el teatro interno de sus emociones, lo que siente y piensa. Ese mundo también puede redundar en actos exteriores: a eso se le llama «expresarse», «opinar». Si doy un grito o sonrío o hablo de lo que me gusta, traslado hacia lo externo mis sentimientos interiores; si se me inquiere sobre por qué lo hago, bien puedo aducir que es solo para manifestarme. La pregunta adecuada en esta realidad no es ya, pues, «¿para qué sirve?», sino «¿estoy siendo auténtico, estás siendo sincero cuando así te expresas, te quedaste a gusto después?».

Este esquema, demasiado sencillo, de actuación constituye la traba que impide a un moderno comprender los ritos. Porque un rito rompe esa dualidad tan simplona. Y por eso lo malinterpretan quienes permanecen presos de ella.

Así, nuestros pragmáticos, cuando observan un rito se preguntan: ¿para qué sirve? ¿Qué vas a conseguir con eso? ¿Sacas una virgen en andas, o recorres con un cristo media ciudad, para caer bien a Dios? ¿Para que no llueva? ¿Para borrar tus pecados? ¿Para qué diantres? ¿No es un poco absurdo que hagas justo eso para lograr justo esas cosas?

Los ritos de Semana Santa tampoco se prestan bien a la segunda opción que nos da un modernete de por qué hacer cosas: la expresiva. Un rito suele estar muy marcado en cada uno de sus momentos: al inicio se hace esto y aquello, luego lo otro, más tarde todos acabaremos así. Esas reglas del rito chocan con el empeño moderno en expresarnos cada uno a nuestro aire, para ser así más «auténticos», más «genuinos». Al sumir mis acciones en las acciones de todos, el rito parece caminar en contra de esa cosa tan sacrosanta hoy llamada «mi individualidad». Y por eso el modernete también lo denuesta. «Qué estupidez, caminar todos a una, sumirte en la masa, estar constreñido para no poder expresar tus sentimientos más personalitos, con lo importantitos que son». 

El modernete, pues, se ríe del rito porque, en efecto, un rito es risible si lo analizas bajo el esquema de o bien «hacer cosas prácticas», o bien «expresar tu personalidad más particular». Mas el error, lo risible, es limitarse a esas dos etiquetas, como si fueran capaces de explicárnoslo todo. Cuando solo explican la vida limitada que arrastra quien se las cree.

Pues he aquí un tercer motivo para hacer las cosas, ignorado por la mente moderna: consiste en, mediante ellas, salir de nuestra vida cotidiana; de la inquietud que inunda nuestros días y nuestras noches tanto por resultar útiles, como por expresar nuestro yo. De hecho, justo porque nos saca de nuestra vida cotidiana, gustamos de colocar el rito en días de fiesta. Ya no hay que estar obsesionados por alcanzar logros o por «ser nosotros mismos»; descansemos de nuestras metas y de nuestra personalidad; sumámonos en algo más grande que esas menudencias: en lo festivo, en lo que nos acomuna con los otros, en lo que se hace porque sí, como también estamos vivos solo porque sí.

De hecho, el rito se parece así a la vida misma: no nacemos, ni crecemos, ni nos reproducimos, ni morimos «para algo»; hacemos todas esas cosas porque en eso consiste vivir, y vivir está bien. No es casualidad por tanto que los ritos nos acompañen sobre todo en los momentos especiales; o conmemoren, como en Semana Santa, momentos especiales en la vida de un hombre especial.

Al sacarnos de las preocupaciones del mundo o de nuestras preocupaciones personales, y dado que las primeras son a menudo enojosas, y las segundas psicóticas, el rito resulta pues liberador. Tiene algo de divino. De salvador. Nos permite vivir una vida diferente a la que llamamos vida; aunque no lo hace como una droga ni como una ficción: no nos transporta a una realidad por completo ajena, de colorines, que se evapora en cuanto pasen los efectos del opio o se acabe la película. Ya lo hemos apuntado: por el contrario, el rito nos agarra con más fuerza que nunca a los acontecimientos más reales de nuestra vida real. Cenas compartidas en amistad, miedo ante el futuro, soledad ante la masa, traición de un amigo, dolor intenso, muerte, reencuentro con un amado: todos esos lugares, los más reales de nuestra vida, son aquellos por los que pasamos durante los ritos de la Semana Santa. Lo hacemos sin necesidad de esforzarnos por revivir, internamente, tales momentos: están ahí afuera, en los pasos y las celebraciones, materializados, revividos ya.

Hemos sacado nuestras vivencias de nuestras cabecitas agitadas y las paseamos por las calles de nuestras ciudades. Externalizamos lo más íntimo de nuestra vida. Lo hacemos de todos. Suenan los tambores y las trompetas: todo lo que nos ocurre por dentro, sucede ya por fuera también. No soy yo, no somos ni siquiera nosotros los que nos expresamos (¡sería tan difícil ponernos a todos de acuerdo!): lo hace el rito en nuestro lugar, la materia misma; lo cual nos descansa y nos agarra a la vida a su vez.

Pipa. Para pipa. Pan, para pan. Porrón, porrón, porrón.

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