Saben que estamos ansiosos
«La prensa y la radio también dedican cada vez más espacio a los trastornos de ansiedad y a su reverso, el wellness o, dicho en castellano, el bienestar mental»
Saben que estamos ansiosos. Lo saben todos: desde nuestra farmacéutica de confianza, a la que le pedimos «algo para dormir» intentando que nos venda orfidales sin receta para acabar aceptándole las valerianas y melatoninas que nos da, hasta Siri y todos los demás personajes y entidades secretas que habitan en nuestro móvil y nos mandan indirectas en forma de anuncios donde nos hacen ver que, o empezamos a relajarnos y a intentar mejorar la calidad de nuestro sueño o la vida diaria se nos hará más cuesta arriba que una calle de Lisboa. La prensa y la radio también dedican cada vez más espacio a los trastornos de ansiedad y a su reverso, el wellness o, dicho en castellano, el bienestar mental. Esta columna es prueba de ello.
Así que el mundo entero sabe que somos un saco de dendritas agitadas y que más nos valdría seguir las indicaciones de las apps que nos recomiendan, que hoy sustituyen a las terapias que muchos no pueden pagar. Yo me he instalado más de una: la primera que deseché venía con mails personalizados de su directora y fundadora, que compartía conmigo sus «herramientas de autocuidado» como si fuesen los juguetes de una niña adinerada que decide ser caritativa con otra cuyo único tesoro es una muñeca despeinada de trapo.
En otra que no incluía mails cautivadores, lo más placentero que recuerdo era el efecto sonoro de un fuego que crepitaba sin cesar para acompañarte en tu larga vigilia o en tu intento de dejar la mente un poco en blanco, aunque fuese en blanco roto. Otra opción sonora supuestamente relajante era escuchar un chaparrón en bucle, como una lluvia tropical vivida con gozo dentro de un bungalow con encanto en la Polinesia. Lo tristemente cierto es que, en una mente ansiosa y proclive a la obsesión como la mía, ese goteo imparable me llevaba más bien a pensar en riesgos de goteras y filtraciones y, por tanto, a recordar el número de veces que mojé al vecino de abajo de mi antiguo piso con terraza tras una tormenta y tuve que llamar al seguro de la casa.
Dos libros recientes muestran el insomnio y la ansiedad con tales dosis de lucidez que por un lado no podemos dejar de leerlos y por el otro nos causan temor, como si los autores nos conocieran demasiado y hubiesen descubierto nuestras flaquezas físico mentales. Hablo de Los brotes negros de Eloy Fernández Porta, recién publicado en Anagrama, y de El mal dormir de David Jiménez Torres, ganador del premio Asteroide de No Ficción en 2021. El primero ahonda en los picos de ansiedad de su autor, que decide acogerse al género de la llamada «literatura del síntoma». El segundo es un ensayo escueto y a la vez variadísimo sobre el insomnio, ese viejo camarada que ha desempolvado su amistad con muchos de nosotros en estos dos últimos años. En él, Jiménez Torres incluye un inventario de «industrias del mal dormir», como él llama a las compañías que comercializan productos para ayudar a conciliar el sueño o para mantener despiertos y funcionales a los que, tras una noche toledana, se ven obligados a seguir con sus tareas diarias.
La principal es, cómo no, el café, el estimulante psicoactivo más utilizado del mundo y, según aprendemos en el libro, el producto más comercializado después del petróleo. En ambos hay momentos tanto líricos como epifánicos, por ejemplo cuando Fernández Porta nos hace ver que la fragilidad física y mental de los individuos tiene consecuencias políticas directas: «Me muevo con sigilo y voy descubriendo una vocación de súbdito, tibio, manso en su esquina: el sujeto idóneo de cualquier sistema de poder».
En mi caso, no particularmente grave, y tras abandonar por fin los bocaditos de Orfidal que me servían de amuleto, he encontrado un recurso semimágico para combatir esas vueltas improductivas en la cama en plena madrugada, ese repertorio de posturas del maldurmiente que Jiménez Torres compara con mucha gracia en su ensayo con la lectura de los especiales del día en un restaurante: «hoy tenemos bocarriba con cabeza inclinada hacia la izquierda y brazo doblado a noventa grados; también tenemos bocabajo con brazos recogidos y almohada bajo el esternón (muy rico) (…)».
El recurso del que hablo es la voz humana, pero claro, no cualquier voz humana hablando de cualquier asunto. Al principio opté por las clásicas meditaciones dirigidas, pero desistí: no quería ni podía seguir esas instrucciones arropadas por gongs tibetanos. Al final, y, se lo ruego, no me acusen de pedante sin remedio, mi nana más eficaz son las clases sobre Shakespeare de la profesora Emma Smith en la Universidad de Oxford. Las escucho a un volumen tan bajo que realmente no las entiendo ni hago por entenderlas.
Lo que busco en ellas es su inglés britaniquísimo y, juraría, también el confort que produce saber que todavía hoy en este planeta alguien sigue transmitiendo a un grupo de alumnos del siglo XXI –la clase está grabada en directo, con el aula llena– todo lo que sabe sobre Lady Macbeth, Shylock, Crésida y otro montón de personajes nacidos de la mente de un señor del siglo XVI. Las clases de Emma Smith son el más eficaz arrullo: bajo su influencia, nada malo puede pasarme. Llámenlo esnobismo o, mejor aún, traten de encontrar en la selva de podcasts a su propia Emma Smith de cabecera. No se arrepentirán.