El eterno mayo del 68
«Decía Aron que el pueblo francés ha conservado el excepcional talento de hacer algo de nada»
Nadie se llame a engaño, este artículo no pretende reivindicar la revolución floral de mayo del 68. A pesar de pertenecer yo misma a esa generación no sólo no siento ninguna nostalgia de aquellos días que, parafraseando el famoso título del libro de John Reed, «estremecieron el mundo», sino que su recuerdo me desagrada profundamente. Esos días de la revolución de octubre que celebra Reed y de los que fue testigo, nada tienen que ver con los que aquí rememoro, pero les hermana la persistencia en el aplauso y apoyo a sus errores aún después de haber supuestamente fracasado. Volver sobre esta revolución importada es siempre enojoso. Es tanto lo que se ha escrito sobre ella que, a no ser que se aporte o descubra algo muevo más allá de esa antología de citas para el bronce y frases ingeniosas que podamos cosechar de aquí y allá, es difícil no caer en la repetición de los mismos argumentos. Pero sigamos.
Raymond Aron, que durante aquellos días del mayo francés tuvo mucho protagonismo (siempre para bien, o sea en contra), recuerda en una entrevista concedida a un par de «nostálgicos de la cosa» (Le spectateur engagé, 1981) que «el pueblo francés ha conservado el excepcional talento de hacer algo de nada y crear acontecimientos dramáticos que se comentan indefinidamente». También destaca otro factor muy a tener en cuenta, y es que en esos días «se volvió a tener la impresión de que los franceses son incapaces de hacer reformas, pero muy capaces de hacer una revolución de vez en cuando».
Sobre esa inesperada y fugaz revolución, Carlos Semprún, otro observador directo del fenómeno, escribió cosas muy acertadas en esos inolvidables artículos que publicó en Libertad Digital desde el 2000 hasta su muerte en 2009. Lean esta definición del fenómeno: «como una tormenta pasajera, una noche de Carnaval, una juerga, una curda, acontecimientos fugaces, resacas, jaquecas, una fiesta salvaje sin sangre y sin sentido paralizó Francia de quince días a dos meses, según los sectores y las regiones». Y así fue, hasta que de Gaulle se impuso con un tajante discurso en el que vino a decir que ya estaba bien, que el recreo se había terminado y había llegado la hora de que los profesores enseñaran, los alumnos aprendieran y los obreros trabajaran. Lo que ni él ni nadie sabía todavía es que esa revolución, aparentemente lúdica, cuyos protagonistas además de divertirse, pretendían derribar a de Gaulle, y también, como dijeron algunos críticos progres a toro pasado, derribar al comunismo totalitario (ja, ja), acabaría consiguiendo sus propósitos.
Sí, esa revolución acabaría triunfando y ni los profesores enseñarían igual, ni los alumnos aprenderían nada; en cuanto a los obreros, pobrecitos. Lo peor estaba por venir y hasta es posible decir que ya ha venido. De hecho, muchos de los que levantaron adoquines delante de las mismas casas en las que viven ahora, entienden que tiraron literalmente piedras contra su propio tejado y se mesan los cabellos al ver a sus hijos convertidos en unos ignorantes que, además, hacen gala de un anti intelectualismo que les convierte en carne de cañón. Y es que, así como antes del 68 el sistema educativo, mediante la emulación, la disciplina y el estudio permitía la superación de las barreras sociales, ahora, después del 68, la permisividad y la eliminación de las dificultades ha terminado con esa democratización y se está produciendo un fenómeno de cambio social «a la baja» de forma que la proliferación de niños de papá no titulados está causando la desesperación de estos últimos que no saben a quién legar su biblioteca o su bufete.
Una labor de destrucción de la sociedad como la que salió de aquellas barricadas, requiere un montaje que alimente ese estado de perpetua alienación y simpleza mental, un montaje hecho de publicidad, difundido por los medios de comunicación ―apoyado ahora por las redes sociales― y de política multicultural y pluripartidista. Todos ellos contribuyen, con tenacidad y considerable éxito, a halagar los más bajos instintos del ser humano: la cursilería inigualable de algunos de los eslóganes parisinos, la «empatía» y la sensiblería exacerbada, que mantienen al rebaño satisfecho. Y si hace falta un enemigo, que siempre es necesario para canalizar una posible e incluso deseable rebeldía, serán los «otros», los reaccionarios que les critican.
Guy Scarpetta califica de «nuevos reaccionarios» a los escritores que como Houellebecq en sus novelas (véase «Las partículas elementales») se atreven a tocar el sagrado mayo. A Scarpetta se han sumado, tanto en Francia como en España, otros analistas más jóvenes que ni siquiera saben por qué son progres ni lo que significó serlo en momentos felizmente ya superados (y para ellos envidiables) en los que la rebeldía y la intransigencia parecían inexcusables.
Decía Simon Leys que una revolución, para triunfar, no necesita tanto cierto grado de inteligencia por parte de los revolucionarios como cierto grado de estupidez por parte de los gobernantes contra la que va dirigida. En esa revolución tan emocionante, protagonizada por la alegre muchachada, espoleada y sustentada ideológicamente por sus maîtres à penser (de Sartre a Deleuze), inteligencia y estupidez estaban bastante equilibradas por ambos lados, y por eso, primero perdió y luego ganó.
Unas palabras más para intentar comprender la obcecada pervivencia de lo «progre», sustentada por unos valores ya tan poco subversivos, tan rutinarios. Es evidente que los «veteranos» del mayo del 68 han creado una complicidad y una mitología muy duradera y muy similar a la que describe el crítico Cyril Connolly respecto a los «escolares» de los colegios elitistas británicos. Él lo llamaba «el síndrome de la adolescencia permanente»: las experiencias vividas por esos escolares fueron tan intensas que dominaron sus vidas impidiéndoles su desarrollo. George Orwell, gran fustigador de la beatería socialista de su época, lo atribuye a la regalada y afortunada vida de esos «rebeldes», que en el fondo añoraban los sobresaltos de la adversidad, lo que explicaría, según él, la incapacidad de la enorme tribu formada por «la gente de derecha de las izquierdas», para comprender lo que significaban las purgas del régimen ruso y los horrores del primer plan quinquenal y les resultara tan fácil perdonarlos. (Dentro de la ballena). Pues es podemos aplicarlo a la también numerosa tribu de nostálgicos del 68 que no pueden olvidar la época en que vivieron peligrosamente y eran jóvenes, y amaban.