Feijóo, la paradoja del dirigente discreto
«Una tradición común a los últimos presidentes del PP es que parecen dar por descontado que el PP es la solución de casi cualquier clase de problemas que puedan intrigar o inquietar a una buena mayoría de ciudadanos»
El nuevo presidente del PP está procediendo a asumir su liderazgo del partido con dos características que tal vez resulten un poco desconcertantes. El sosiego y la calma, en primer lugar y no creo que sea necesario dar muchas explicaciones sobre el caso, porque a casi dos meses de su elección, sin mácula de oposición alguna, todavía no ha nombrado a buena parte de los que habrán de ser sus colaboradores en Génova. Se trata de una calma muy estudiada y muy conforme a su carácter y puede que no le venga mal a un partido tan vapuleado como el suyo. La segunda característica de su joven mandato ha sido la discreción, una cualidad que acaso ya no sea tan admirable, porque puede llegar a confundirse con el mutismo, que a duras penas podrá considerarse una virtud de los líderes, o, incluso peor, que podría abonar la curiosa idea de que lo mejor es que nadie sepa lo que piensas para que te pueda votar por lo que cada cual se imagine.
Con la elección de Isabel Ayuso algunos podrían pensar que el PP ha decidido jugar con la ambigüedad a dos barajas, una ideológica y un tanto estrepitosa para frenar la sangría por su flanco derecho, y otra la del buen gestor, la del maestro zen sanador de tanto barullo y esperpento, que correría a cargo del nuevo presidente poco amigo de enzarzarse en querellas sin sentido y partidario de poner orden y concierto en un país demasiado descosido y exánime. Por lo menos tal dice parte de la prensa, que no siempre se equivoca en cuestiones de cierto bulto.
Una tradición común a los últimos presidentes del PP, desde luego que a Casado y a Feijóo, es que parecen dar por descontado que el PP es la solución de casi cualquier clase de problemas que puedan intrigar o inquietar a una buena mayoría de ciudadanos. Lo malo de esta suposición es que, ya en repetidas veces, no ha sido compartida por una parte muy significativa de sus electores de pasados y más brillantes momentos, puesto que han decidido votar otras opciones o quedarse en su casa. Es posible que algunos o muchos de ellos piensen que Feijóo es su hombre y estén ansiosos de depositar el voto en la urna para echar a Sánchez, como de alguna manera ha pasado en Madrid, pero puede que esa esperanza no tenga demasiado fundamento.
Cualquier empresa que se quisiera viable y hubiese experimentado un proceso parecido al del PP estaría, sin duda, pensando muy mucho en cuáles han sido las causas del descalabro y cuáles han de ser las soluciones, algo que no parece que el PP haya hecho poseído de una admirable tozudez. Es verdad que Feijóo, que ha ido de mayoría en mayoría en Galicia, puede pensar que el caso no va con él, pero a nada que otee el panorama verá que España no es Galicia, ni, por descontado, Madrid y que si el PP no es un partido nacional no será nada.
Aunque en el PP siga vigente la idea de que existe una supuesta «mayoría natural» su líder no debiera apoyarse en una conjetura varias veces desmentida por la experiencia, además de que lo de «echar a Sánchez», por deseable que pueda considerarse el propósito, solo será posible si se junta una mayoría parlamentaria suficiente que, ahora mismo, está muy fuera del alcance del PP de Feijóo ya que, para ser más exactos, sigue tan lejos como lo estuvo del PP de Casado, que fue visto y no visto. Asumir que el cambio de liderazgo es lo único que cuenta es una hipótesis de mucho riesgo.
Muchos dirigentes del PP no acaban de comprender que no se les prefiera a algo tan desmayado como lo que hay, pero no acaban de sacar la conclusión apropiada. En este punto el PP padece la misma clase de ceguera que afecta a otros partidos, la idea de sus líderes tiene la solución para todo y, por eso, en lugar de tomar buena nota de que la España de 2022 no es la de 1996 ni la de 2011 y de que sus soluciones no pueden ser las mismas, tratan de convencer a sus electores de lo equivocados que están y se conforman con hablar de las ganas de ganar, el hambre de que ha hablado Feijóo en el Congreso del PP madrileño, como si este deseo tan natural en los políticos profesionales tuviese un significado inequívoco para los millones de electores que nunca van a vivir de la política.
El PP no debiera continuar pensando que lo sabe todo y que es la triaca magna, la gran pócima, capaz de acabar con las numerosas dolencias y desajustes de la sociedad española. Esa presunción, a lo que algunos iletrados llaman ideología, se comporta en la práctica como una barrera moral que impide a los ciudadanos tomarse en serio la idea de que el PP les pueda beneficiar en algo.
En la sociedad española, cuya economía y cuya posibilidad de mejora cultural y moral lleva casi veinte años al pairo, hay muchos problemas que no encuentran acomodo en los debates de diseño que interesan a los partidos. Esto puede no ser un problema grave, aunque también lo sea, para los partidos de izquierda que ponen su esperanza en la agitación y en la invención de carencias imaginarias, pero es un defecto gravísimo en un partido que aspira a representar a esa mayoría de españoles que quieren libertad, progreso económico y reformas institucionales de calado, que no creen que ser conservadores sea limitarse a repetir eslóganes con decenios a su espalda y que esperan poder contar con un partido que ponga en claro un horizonte nacional que sea ambicioso y comprometido con reformas, proyectos y esperanzas.
Todo esto exige estudio, mucho trabajo y mucha participación, tener las puertas abiertas en un partido que se esfuerce en ser de verdad popular y que se atreva a suscitar proyectos concretos de mejora allí donde otros ponen miedos o predican la extensión de derechos nominales, haciendo lisonjas a quienes no pueden ofrecer mejor cosa. Cuando se actúa de este modo, cuando un partido no se limita a tener una hinchada nómina de afiliados sino que los escucha y a su través entiende cómo le aprieta el zapato a la gente común, se empezará a estar en condiciones de construir una mayoría sólida y ganarse el derecho a gobernar.
Un partido con ambición tiene que aprender lo que no sabe y llegar a saber con claridad lo que va a poder hacer para proclamarlo con sinceridad y modestia, lejos de las baladronadas que se repiten una y otra vez y que producen hastío y animadversión en los electores más capaces de mover la opinión. Cuando se sabe qué se va a hacer y existe un firme compromiso con un programa serio y bien pensado, que no cabe reducir a afirmar que se hará lo contrario de lo que se ha hecho, porque ni siempre es posible ni siempre conviene, deja de existir el riesgo de que, en apenas dos semanas, haya que desmentir lo que se dijo en la campaña, y sería muy poco prudente ignorar que han sido ese tipo de desengaños los que han lastrado al PP desde 2012.
Es poco prudente suponer que el sosiego y la discreción puedan ser suficientes para llenar las alforjas políticas del PP. Feijóo, sin duda, necesita tiempo y sería insensato regatearle oportunidades, pero más pronto que tarde tendrá que demostrar que en su programa habrá algo más que guiños bien intencionados a los empresarios catalanes o amables promesas de no interferir en los planes de sus barones y nada se arregla suponiendo que con tener un partido en orden y discreto van a volver al nido las golondrinas de antaño.
Un PP dispuesto a recuperar una España con pulso y con autoestima tiene que despejar por completo la imagen que se hacen de los políticos muchísimos ciudadanos: que solo van a lo suyo, de forma circunspecta o desaforada, pero a lo suyo. Y esto solo se logrará suscitando interés, debate realista y participación ciudadana, muy lejos de esas convenciones de cartón piedra que solo sirven para que el candidato se haga todavía más fotos. Si no lo hace así este nuevo PP, pronto se verá que no llega a la meta, algo demasiado desdichado como para no tratar de evitarlo a todo trance. Por lo demás, la incomparecencia de un partido moderado pero atrevido y atractivo solo servirá para que se avive un clima de enfrentamiento sin perspectiva de acuerdo y que acabará por hacer impensable un destino común y sugestivo para todos.