Contra la política como experimento
«Lo que comenzó siendo una herramienta de la política populista se ha convertido en un mecanismo habitual en estos extraños días de política experimental»
Cuando la excepción es la norma, las reglas importan ya para poco. La velocidad con la que se encienden y apagan las polémicas o los escándalos políticos es tal que puede que hasta nos hayamos perdido alguno de los asuntos fundamentales de estas últimas semanas. Los ciclos temporales de estos hitos mediáticos cada vez son más cortos. Algunos de los que dicen saber de estrategia lo descubrieron hace tiempo: si saturas al consumidor de noticias políticas con un galimatías tras otro, este terminará por perder la cuenta y enfocar la mirada hacia lo accesorio. Por fin han conseguido encontrar el señuelo perfecto para distraer al personal del truco en este espectáculo de magia que es la política cotidiana. Lo que comenzó siendo una herramienta de la política populista se ha convertido en un mecanismo habitual en estos extraños días de política experimental, tal y como señalaba hace unos años el filósofo Peter Sloterdijk.
Sloterdijk es esa extraña figura coetánea del pensador que te molesta y al que lees siempre con una mueca de desconfianza, pero al que vuelves una y otra vez. Hasta cuando falla, y no son pocas veces, entiendes que te gustaría poder pensar el momento como lo hace él. Cuando el Brexit era la principal de nuestras preocupaciones, Sloterdijk publicó un pequeño ensayo sobre Las epidemias de la política en Handelsblatt, el principal diario económico de Alemania (en nuestro idioma lo podemos en leer en una recopilación de cinco ensayos homónima de la editorial argentina Godot). Allí comentaba que la dinámica autodestructiva de las elites políticas del mundo era lo habitual en un tiempo de política experimental. Y la clave estaba en que habían convertido la política en un juego que disuelve lo sólido. No sabía Sloterdijk lo profético que podría llegar a ser cuando afirmaba en aquellas páginas que el intercambio de argumentos y la discusión en la conversación pública habían pasado a ser un mero «enfrentamiento constante entre epidemias estratégicas y vacunas». Tampoco lo atroz que ha sido sufrir el solapamiento entre la metáfora y la acuciante realidad de una pandemia.
La política puede transfigurarse en puro teatro, con los problemas que se derivan de esta interpretación, pero nunca deberíamos dejar que se convirtiera en un mero juego partidista. Y ese es el fundamento último de la política como experimento que llevamos años aguantando. El juego permite al político simplificar cualquier problema y plantear los retos del futuro como si estuviéramos ante un camino de doble dirección, donde la decisión sea entre el bien o el mal absoluto. Pero el diablo está en los matices. Así son los populistas de diverso pelaje. De acuerdo, no es lo mismo hacer uso del estilo populista en ocasiones que ser un populista de libro. Pero si la mayoría de los líderes políticos no populistas cada vez usan más la tecnología política que pone en sus manos el populismo de toda la vida, ¿cómo vamos a poder distinguirlos entre sí?
Cuanto más simplifiquemos los problemas de nuestra vida política más cerca estaremos de enredarnos en un bucle sin fin. Como avisaba Michael Oakeshott en sus reflexiones sobre la educación política: «En la actividad política, por tanto, los hombres navegaban un mar que no tiene límites ni fondo; no hay ni puerto para resguardarse ni suelo para anclar, ni punto de partida ni destino fijo. La tarea consiste en mantenerse a flote y en equilibrio; el mar es a la vez amigo y enemigo; y el arte de navegar consiste en utilizar los recursos de una forma de comportamiento tradicional para convertir en amiga toda situación hostil». En fin, la política nunca debe ser un experimento que, además, siempre terminamos pagando los ciudadanos. Ojalá encontremos líderes que entiendan que su función es mantenernos a flote y en equilibrio. Porque el presente ya es una crisis de la que es imposible escapar.