La nula costumbre de ganar
«Su manera de abrir el champán, con la botella en el suelo y la cara justo en la trayectoria del corcho, parecía una autoejecución»
La humanidad se divide en dos: quienes descorchan con soltura las botellas de champán, porque no ven el peligro que entrañan, y quienes nos ponemos muy nerviosos cuando una va a ser descorchada cerca, incluso por nosotros, porque solo vemos el peligro. Los primeros siguen charlando como si nada mientras tiran del tapón, ignorantes de que es un proyectil. Los segundos nos parapetamos detrás de muebles, sofás y familiares; vivimos la escena como si estuviéramos ante un mono con pistola. A veces el mono somos nosotros y lo que queremos es que todo acabe rápido, aunque sea con muertos.
En realidad, los primeros suelen controlar. Charlan mientras tienen la precaución espontánea de apuntar al techo o en una diagonal por encima de las cabezas. Están sueltos porque están seguros. Somos los nerviosos los que a veces nos llevamos a alguien por delante, porque nuestros espasmos woodyallenescos suelen hacernos desembocar en lo que tememos. La neurosis es quizá ese dispositivo por el que terminamos haciendo justo lo que no queríamos hacer.
Me acordé de esta clasificación con el accidente de champán que tuvo la semana pasada en el Giro el ciclista eritreo Biniam Girmay, que se disparó al ojo cuando celebraba su victoria en la décima etapa (la que pasaba por Recanati además, el pueblo de Leopardi). Es el primer ciclista negro que gana en una de las tres grandes vueltas y lo celebré también por estética: en la serpiente multicolor ha sido infrecuente el ébano, cuya belleza por los llanos y los montes ya se había visto en el Tour con el también eritreo Natnael Berhane, el sol de julio en su piel como un destello tropical. Pero la felicidad dura poco en la casa del pobre. Girmay salió de su burbuja de triunfo con el taponazo de la botella que él mismo descorchaba.
No era de champán, para ser precisos, sino de ‘prosecco’ –de ‘prosecco’ rosa como la ‘maglia’, que seguía llevando el español Juanpe–, pero su simbolismo era el del champán, como lo es el de nuestro menesteroso cava. No puedo dejar de recordar, al paso, la vieja anécdota de Isabel Pantoja. Le preguntaron si se iba a sumar al boicot a los productos catalanes que algunos propusieron a finales creo que de 2005. «De ninguna manera», respondió conciliadora la tonadillera. «Como todas las Navidades, yo me tomaré mi copita de cava. Y después, eso sí, champán del bueno».
El caso es que Girmay, que al ganar una clásica esta primavera (también fue el primer africano en lograrlo) dijo «lo hago en nombre de África», subió al pódium del Giro en representación de su continente. Estaba abriendo camino y lo sabía: el triunfo tiene algo de mimético, es contagioso. ¿Cuántos chavales de Eritrea, de África, se pondrán a correr en bicicleta por él, con la idea de que es posible?
Pero al profesional que ya es a sus 22 años le queda pulir detalles. Su manera de abrir el champán, con la botella en el suelo y la cara justo en la trayectoria del corcho, parecía una autoejecución. Tal vez porque daba por hecho que el mundo que se le había ablandado con su victoria iba a seguir blandito. Pero no, el mundo es duro y hay que tomar precauciones. Sobre todo cuando no se tiene costumbre de ganar.
No pasó del susto, pero tuvo que abandonar la carrera para que se le curara el ojo. A la alegría se juntó la pena, y así su orgulloso «lo hago en nombre de África» quedó con el percance, que completaba el símbolo, más profundo, más trágico, más bello.