Ferias de hoy, banquetes de antaño
«Los verdaderos protagonistas de las ferias del libro no son quienes los venden sino quienes los escriben, con el riesgo que eso conlleva»
Según el diccionario de la Real Academia, una feria es «un mercado público en el que están expuestos los animales, géneros o cosas para su venta». Las ferias del libro son, pues, meros mercados ya que el género para la venta también se expone, aunque de forma poco habitual pues los verdaderos protagonistas no son quienes los venden sino quienes los escriben, con el riesgo que eso conlleva, de forma que éstos llegan a tales grados de acritud y suspicacia que la pregunta (im)pertinente que se hacen los autores entre sí en esas ferias de las vanidades no es cuántos libros han vendido, sino cuántos han firmado. Pura envidia, pensarán algunos. Sea, pero como dijo cierto poeta despechado en frase inmortal: «la lista de libros más vendidos es aquella en la que siempre están los demás».
Esta guerra de firmas es lo que convierte a la Feria del Libro de Ocasión de Recoletos en mi feria favorita: casi todos los autores están muertos y se acabó la murga. Ahí se encuentran cosas extraordinarias e inútiles, la sal de la tierra. Libros de esos a los que se refería José Jiménez Lozano en un pregón de la Feria de Valladolid al afirmar que dentro de dos generaciones la literatura de calidad sería incomprensible e ilegible, frase que los periódicos destacaron como si fuera un insulto.
Volviendo al presente, en esa feria de Recoletos adquirí algo que va camino de cumplir esos requisitos: El Rey se divierte. Recuerdos de hace tres siglos de José Deleito Piñuela. Este volumen forma parte de una serie dedicada al reinado de Felipe IV, «el Rey poeta». La edición es de Espasa Calpe (1935) y comprarlo ha sido puro vicio ya que teníamos en casa la edición de Alianza Editorial, pero pudo el hecho de estar intonso y el placer de abrir sus hojas, una por una. Busqué entre mis papeles algunas notas que tomé de una ya muy lejana lectura y esto es lo que he podido extraer.
Lo primero que llamó mi atención de ese siglo fue el contraste entre la frugalidad de las comidas que hacían los nobles y particulares en sus casas ―y que tanto sorprendía a los visitantes extranjeros― con la magnificencia que ostentaban en las solemnidades, recepciones palaciegas y fiestas privadas. Tal cuenta Cervantes en las bodas de Camacho, tal refieren los cronistas de la época sobre los festejos y comilonas habidas durante la visita de Felipe IV a Andalucía. Quevedo estaba en la comitiva y relató los pormenores de la ruta en jocosa carta dirigida al Marqués de Velada. Duró el viaje sesenta y nueve días y amén de barberos, carpinteros, médicos, y un algebrista para componer huesos, llevaba su Majestad, sólo para hacer boca en el camino, el siguiente cortejo: un panadero, un oblier, cuatro de panatería, dos fruitiers, el comprador, el potagier, el busier, dos cocineros, cuatro ayudantes, cinco mozos, seis galopines, el pastelero y el aguador. El viaje culminó con la llegada al Bosque de Santa Ana, donde fueron agasajados por el Duque de Medina Sidonia. Esta es la relación de las materias primas utilizadas durante los festejos: 700 fanegas de harina de flor (100 para los perros). 80 botas de vino añejo; 10 de vinagre, 200 jamones de Rute, Aracena y Vizcaya; 400 arrobas de aceite; 300 arrobas de uvas, orejones, dátiles y otras frutas; 100 tocinos; 600 barriles de salmón, atún y pescados; 50 arrobas de manteca de Flandes; 1000 arrobas de cajas de conservas; 100.000 huevos. De Huelva se enviaron 500 barriles de escabeches de lenguados, ostiones y besugos, más otros 1900 que habían llegado de Sanlúcar, amén de la infinidad de empanadas y pastelones de lampreas que se iban fabricando en el Bosque. Sin olvidar las cargas diarias de nieve de Ronda para bebidas frías y sorbetes.
Este alarde público destaca con la escasez general de alimentos de la que ni la familia real escapaba. Hay días en que en la casa de la Reina faltaba de todo porque los proveedores impagados se negaban a entregar sus mercancías. La reina María Ana, se queja de que no le sirven pasteles y el propio Rey en ocasiones se ve obligado a sustituir el pescado por «huevos y más huevos». Y del Rey abajo, peor.
En los hogares y los mercados la situación no puede ser más precaria. Las autoridades prohíben el acaparamiento a particulares y a mesoneros. Si un viajero quería comer, o bien compraba los alimentos para que los aderezara el mesonero, o si estaba en la ciudad, tenía que ir a un figón cuyas tarifas establecía la municipalidad. La prisa y la escasez de dinero crean los llamados «bodegones de puntapié», donde se come de pie platos preparados de dudosa procedencia, como esas empanadillas que según el malicioso Buscón de Quevedo estaban hechas de cadáveres de los condenados a muerte, y don Pablos debía saberlo porque era sobrino del verdugo de Segovia.
¿Qué comen en casa los contemporáneos de Quevedo? Carne guisada o en escabeche, muy especiada y condimentada con ajo, pimienta y azafrán. La olla podrida y el manjar blanco, receta transmitida por el cocinero de Felipe III, Francisco Martínez, (picadillo de gallina cocido en leche, azúcar y harina de arroz) son los platos preferidos. Como no se pueden almacenar alimentos se hace una comida a mediodía, por la noche no toman nada caliente. Entre los ricos la comida consta de uno o dos platos de carne, pescados y huevos en Cuaresma. Entre los pobres, verduras cocidas, habas, lechugas, queso y aceitunas. Las bebidas se consumen frías, agua de naranja, de fresa y horchata. gracias a los pozos de nieve, pero la más popular es el chocolate de América, naturalmente espeso.
El hambre sin decoro lo practican en exclusiva dos instituciones muy renombradas: los estudiantes y los mendigos. Del hambre estudiantil, asignatura obligatoria en toda Universidad que se precie, se hace eco la literatura satírica de la época y vemos una vez más a Quevedo denostar a los «bachilleres de pupilos» que además de velar por la moralidad y el estudio de sus pensionistas, tenían la obligación de alimentarlos según unas normas a las que también era norma faltar. Otro recurso era sacarse una patente de mendigo que daba derecho a la sopa boba repartida a diario en los conventos, junto con los mendigos de verdad, cerrándose así el variopinto retablo de una época en la que se escribía muy bien, se comía muy mal y uno tenía el dudoso privilegio de encomendar su empanadilla al diablo.