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Jesús Montiel

Lo que pienso cuando corrijo exámenes

«Puedo afirmar que la nota en un examen es siempre una injusticia»

Opinión
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Lo que pienso cuando corrijo exámenes

Una alumna realiza un examen en Madrid. | Marta Fernández (Europa Press)

Corregir exámenes es la tarea más aburrida del mundo. Hay docentes que aseguran que la nota es un deber moral y que evalúan a sus alumnos como si el destino del mundo dependiera de su bolígrafo rojo. Pero la inmensa mayoría, cuando nadie los ve ni los escucha, confiesa lo que todos pensamos: corregir es un auténtico suplicio. Lo digo porque encima de la mesa de mi despacho, como cada junio, tres torres de exámenes esperan mi veredicto. Cientos de páginas manuscritas con más o menos faltas de ortografía. Es el momento de la ficción. Y digo ficción porque corregir no solo es una tarea aburrida sino además una tarea estéril. O mejor: una función teatral. El número que asignaré a cada uno de mis alumnos no significa nada, es algo puramente protocolario, o por lo menos no traduce lo más importante. 

Conozco los argumentos de los nostálgicos del esfuerzo y los defensores de la meritocracia y entiendo su enfado frente al estado actual del sistema educativo, sin duda funesto. Pero mi convicción -la de que corregir exámenes es una tarea no solo latosa sino además absurda – parte de la propia experiencia. Hablo sobre todo como el mal alumno que he sido. Uno de mis maestros de Primaria me aseguraba que no llegaría ni a barrendero. En el instituto, tiempo después, repetí curso por mala conducta, y allí también muchos profesores me auguraron un futuro lleno de nubarrones, mientras mi padre se quedaba sin uñas tras cada tutoría. Por último, en Filosofía y Letras, fui un alumno del montón: sin mucho interés durante las clases, me comportaba como un oficinista que cumple con su deber y luego vuelve a casa mientras bosteza, aflojándose el nudo de la corbata. Nunca fui para mis profesores una promesa, ni mis notas explicaron nunca este futuro, el presente desde el que escribo. ¿Quién iba a decir, al ojear mi expediente o escuchar la opinión de mis profesores, que acabaría impartiendo clase en la universidad o que publicaría literatura? 

Además, mi descreimiento se ha visto reforzado en los últimos años con mi labor docente: tras una década impartiendo clases a alumnos de Magisterio, puedo afirmar que la nota en un examen es siempre una injusticia. Alumnos que son brillantes en sus estudios son con el tiempo maestros mediocres y otros que no destacan acaban brillando en los colegios e institutos donde trabajan porque tienen sintonía con los niños, y los comprenden, y esos niños le corresponden con la atención. Por eso, por haber sido un mal alumno y también por haber visto a malos alumnos que luego han sido maestros luminosos, sé que esta alumna cuyo examen corrijo es mucho más que este examen. Que este examen es una jaula más que una radiografía, algo que nada tiene que ver con la persona que ha estado en clase. Los docentes que nos marcaron no eran cimas de la excelencia sino una manera determinada de hablar y de escuchar, una zancada distinta a la hora de acercarse a la pizarra. Porque el amor es la mejor pedagogía y al final lo que cuenta no es lo que uno hace, los resultados, sino cómo lo hace. Un alumno es una maravilla, tomado a solas. Pero en cuanto le ponemos nota empalidece y se transforma en un resultado. 

Lo que me entusiasma de mi trabajo es la dimensión cordial: el alumno interior, que llora o tiembla o es feliz enterrado bajo ese cuerpo sentado que mira la pizarra. Cada uno de mis alumnos atesora en su interior deseos de plenitud que, de ser despertados, cambiarían radicalmente sus biografías. Más que evaluar, el docente tendría que airear el corazón de esos jóvenes, parecidos a casones abandonados donde crecen matojos y roedores. El expediente puede servir para acceder a determinados puestos de trabajo, es verdad, pero jamás hará justicia. De la alumna a la que acabo de aprobar con un siete, por ejemplo, nunca recordaré la nota, sino el llanto que dejó en mi despacho el día en que narró su depresión, fruto de un noviazgo destructivo. O la sonrisa que con la que se fue, luego de ser escuchada. Todo aquello que nunca le pedirán en una entrevista de trabajo, eso que únicamente le interesa a la poesía. 

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