Carta a un joven poeta
«La poesía es la realidad sin mí, eso que hincha el corazón de maravilla pero que también incluye la muerte y la contusión»
En el momento en el que inicio esta columna hay un joven que ansía ser un gran poeta. Tan cierto como que alguien se está divorciando o pone a fin a su vida. Este joven hipotético pero que existe a cada instante desde el comienzo del mundo quiere ser poeta y me pide consejo. A lo que le respondo:
Primero, no eres nadie especial. Lo mejor que pues hacer es no darte importancia. Quizá se te ha ocurrido que la literatura lo es todo en esta vida. Que has nacido para decir algo que sin ti los demás nunca sabrán. Que tu obra es la razón de tu existencia y por tanto lo demás es secundario: familia, amistades, un trabajo estable. Pero espera: como tú, en este mismo instante en el que escribo, hay millares de jóvenes que dicen sentirse agraciados y ambicionan ser grandes poetas para salvar al mundo. Y todos llevan razón, pero no porque hayan sido convocados a la poesía sino porque todos somos únicos, escribamos o no. Desde el ministro de hacienda (incluso él), hasta el hombre que recoge la chatarra del barrio. No eres el ombligo del mundo ni tu tarea es crucial para el desarrollo del universo.
Segundo, no te obligues a ser un infeliz. No por ser más triste serás mejor poeta. La celebración y la creencia, al contrario de lo que se estila, son atributos de la poesía mucho más que la aflicción y el nihilismo. Un poema sin fe no es un poema sino un truco de magia con más o menos acierto lingüístico. Puedes creer en Dios, amar la vida, puedes incluso ser una persona equilibrada. No tienes que adoptar una conducta extravagante delante de tus conocidos para visibilizar tu destino: la genialidad no es sinónimo de locura, no hay nada menos poético que comportarse a todas horas como un poeta. Ponte a buenas con tu vida, no descuides tus relaciones, no merece la pena enfadarse con el mundo. Mira los ejemplos de Bukowski, Pizarnik o Woolf. Invirtieron todas sus energías en la literatura, pero fueron trágicos y murieron ensimismados. ¡Incluso los hay que se ha suicidado tras varios rechazos editoriales! Hazme caso: cuanto más normal seas, mucho mejor. Cuanta menos importancia te concedas.
Tercero, no te saltes el fracaso. Quiero decir que un rechazo editorial o no haber ganado un premio es una oportunidad y no lo contrario. Esto, que puede parecer el lema de un azucarillo, ha sido sin duda mi único taller literario. Detrás de muchos escritores a los que imitas hay una loca testarudez. Son personas que tras cada obstáculo han redoblado su empeño, parecido a la obsesión de los neuróticos. Su perseverancia, esa inexplicable continuidad, es la garantía de que la escritura es antes que un antojo una necesidad. Uno escribe porque lo necesita.
Cuarto, trabaja duro para cansarte. Dedícate a plantar tomates, alístate en una obra de tu barrio para poner ladrillos, ten hijos y forma una familia, pasa menos tiempo en los bares soñando que vas a ser una estrella de las letras. Si es posible, que algo desbarate tus planes cada jornada y te saque de tus casillas. Para ello ten cerca de ti, por solitario que seas, prójimos que te desanimen, cuestionen tu pretendida misión, ridiculicen tus ínfulas y te sirvan como espejo. Entonces, si pese a todo escribes, si la escritura no se marcha y sigue a tu lado, sabrás que tienes que hacerlo. Que la escritura es verdaderamente tu tarea y no un capricho adolescente.
Y quinto, olvídate de la vida literaria. La poesía no es un funcionariado ni una reunión de personas excepcionales, un libro publicado o una reseña en un medio de relativa trascendencia. Está fuera de las tertulias, lejos de las lecturas en público, a salvo de los poetas profesionales. Como una ardilla, se escabulle si se la intenta coger, mucho más si se le quiere poner corbata. Llamo poesía a la vida sin mi opinión. Lo que vemos si nos quitamos de en medio. La poesía es la realidad sin mí, eso que hincha el corazón de maravilla pero que también incluye la muerte y la contusión. Lo que uno ve si se rinde, cuando aprende a no ser protagonista sino testigo de su propia existencia.
Lavando los platos, yendo al supermercado, teniendo hijos, dejando que la vida te abofetee.