Melancolía, la mínima
«Bien está que todos asuman que soy rarito, pero una llorera stendhaliana ya hubiese sido demasiado»
Mi mujer prefiere que baje con ella a la playa. O sea, que bajo. Aunque luego no le importa nada que me ponga en mi sombrilla a leer y que no diga ni mu en toda la mañana. Algún lector que sea esposo joven pensará, por experiencia propia, que ella quiere que yo baje para que cargue con los bártulos y los vuelva a subir, pero eso era, en efecto, antes, con los niños pequeños. Ahora no tengo que aportar más que mi silla, mi sombrilla y mi bolsa de libros, que a veces cargan mis hijos, galantes. Mi bajada a la playa es el arte por el arte de la bajada a la playa. Quiere que baje para que baje, y ya.
El sábado, leyendo bajo mi sombrilla uno de los relatos de El equilibrio de las cosas de Carlos Marín-Blázquez, casi pierdo el equilibrio. Iba de un chico que en un autobús ve pasar fugazmente la belleza de una muchacha que se baja, precisamente, y se pierde para siempre en la gran ciudad, y entonces él palpa lo transitorio que es todo. El mundo, como el tiempo, se nos escapa de las manos. Es uno de los tópicos más sólidos de la poesía contemporánea, desde Baudelaire. Algo propio de la gran ciudad: la belleza de una muchacha que pasa y se pierde para siempre. También lo trataron Cernuda, Eloy Sánchez Rosillo, Miguel d’Ors, Felipe Benítez Reyes…
El relato de Marín-Blázquez no desmerece de tan ilustre compañía. Está muy bien construido porque el telón de fondo es una visita a un hospital de una tía soltera que muere, de modo que el narrador nos coloca magistralmente en un modo jorgemanriqueño. Pero también es cierto que leyéndolo en la playa donde transcurrieron, tan velozmente, mi adolescencia y mi juventud, y ahora paseaban las chicas por la orilla…, el efecto era devastador.
Se me querían saltar unas lágrimas y eso ya no podía ser, allí a la vera de la pandilla de mi mujer y de los maridos de sus amigas, mucho más dicharacheros y dichosos. Bien está que todos asuman que soy rarito, pero una llorera stendhaliana ya hubiese sido demasiado. Me salvó un nudo marinero en mi garganta y el recuerdo de mi abuelo.
«Con un poco de ayuda, se logra salir de la sombrilla con una sonrisa de oreja a oreja, habiendo reciclado las lágrimas de la emoción lírica en un poderoso propósito épico»
Mi abuelo materno era de pueblo o, mejor dicho, de puebla, y no lo digo por usar el lenguaje inclusivo, sino por respeto a los hechos. Era de La Puebla de don Fradrique, en la escarpada Sierra del Segura, provincia de Granada. Alguna vez bajaba de los riscos a la playa de Alicante. Una de ésas, paseando, quizá aburrido, sin amigos, vio que en una tienda de fotos, tenían expuestas en una vitrina unas fotos de unas señoritas que habían ido a una fiesta. Le llamó mucho la atención la belleza de una de ellas. Mi abuelo, entonces, pudo haberse marcado un Baudelaire, y pensar en la fugacidad de la vida moderna, y haber pasado de la foto melancólicamente, como el tiempo y la vida, etc.
No. Volvió por la noche, y con la ayuda de una piedra, delicadamente cascó el cristal de una pedrada certera, y robó la foto de la desconocida. El amor cubre multitud de pecados. La puso en su cuarto de La Puebla. Luego, por estas fechas de julio del 36, estalló la Guerra Civil, y él y sus hermanos tuvieron que poner pies en polvorosa de su pueblo, por razones que no son del caso ni la memoria histórica me permitiría recordar. Fueron a parar a Alicante. Un día, mi tía Lola fue al cine y cayó al lado de la señorita de la fotografía. Salió pitando —perdiéndose la película— para contarle a su hermano que había encontrado a su amada platónica (en la medida en que lo de la pedrada encaje en lo platónico). Mi abuelo maniobró rápido, hubo cortejo, noviazgo y boda, y aquí estoy yo contándolo, tres generaciones después.
La historia, pedrada aparte, es edificante. Bien está que la vida sea fugaz y las bellezas que pasan se vayan y nunca más las volvamos a ver, etc.; pero es mucho más emocionante y hasta puede salir bien, si intentamos represar un poco esos ríos manriqueños que van a dar la mar, que es el morir. Hacer de vez en cuando un pantano. Con un poco de ayuda por nuestra parte y un poco de suerte o providencia, a veces se logra. Siempre no, pero a veces. Y, como poco, se logra salir de la sombrilla con una sonrisa de oreja a oreja, habiendo reciclado las lágrimas de la emoción lírica en un poderoso propósito épico. Que este verano no se nos escape como si nada.