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Miguel Ángel Quintana Paz

Tres tipos de verano a elegir

«Practica este verano y tómate un reposo; tómate vacaciones un poco de ti mismo, ese pesado que te acompaña por doquier»

Opinión
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Tres tipos de verano a elegir

Alexander Taleev, 'Verano', 1960. | Wikimedia Commons

Decimos «Ha vuelto el verano», y ya nos mentimos un poco: porque ningún verano puede volver ni ninguno volverá. Lo que sí retornan son las viejas polémicas. ¿Playa o montaña? ¿Destinos lejanos o el pueblo de toda la vida? ¿Aventuras veraniegas o sombrilla, tumbona y birra?

Muchas de esas partidas se juegan, empero, con las cartas de remi marcadas. Por un lado, lo activo; por otro, lo pasivo. Por una parte, haz cosas; por otra, deja que las cosas sucedan, ajenas a ti. Tras todo un año en que se nos pide proactividad, trabajo, iniciativa, experiencias, se diría que la decisión ya está tomada: aquellos que disfrutaron tales trajines se inclinarán a proseguir con su ritmo agitado; aquellos que hayamos quedado exhaustos preferiremos, más bien, reposar.

Ahora bien, ¿no se trata, al cabo, de una disyuntiva tramposa? Pues el que descansa lo hace para volver con renovada fuerza al trabajo; mientras el que continúa atareado lo hace por no perder comba y retornar, aún mejor entrenado… a trabajar. Pareciera así que lo laboral permanece como centro en ambos casos. ¿Y si en vez de evaluarlo todo según nuestros once meses de tareas mirásemos al verano por sí mismo? ¿Y si en vez de usar las categorías de pasividad o actividad, ocio o negocio, diversión o quehaceres, escogiésemos otro campo en que jugarnos lo vacacional?

Pensemos, por ejemplo, no en las cosas que hacemos, sino en las relaciones que trabamos. Huye de evaluarlas, claro está, como si fuesen un trabajo más, porque entonces estaríamos en las mismas. No se trata de acumular conocidos, como quien almacena dígitos en su cuenta corriente o fotos monumentales en su memoria microSD. Repara en tus relaciones personales por sí mismas; y comprobarás que no son solo dos, sino tres, las opciones disponibles. Tanto este verano como los que vendrán.

Puedes, por supuesto, tener unas vacaciones lo más sociales posible. Acude a fiestas, visita a aquel pariente de tierras lejanas, machaca las aplicaciones sociales de tu móvil (dale al match, al match y al match). Que tu verano sea una novela de Scott Fitzgerald o una odisea donde toparte con lugareños de un paraje a otro. Esta, la interactiva, digamos que es tu primera posibilidad.

La segunda es la que podría parecer opuesta: la eremítica o, al menos, cenobítica; quedarte solitario o fortalecer tan solo las relaciones que tenías ya de antes. Cabe que te traslades unos días a un monasterio; cabe que viajes a tu urbanización de siempre, o al pueblo de tu familia, o a cualquiera de esos sitios diseñados para que nunca pase nada, ni penetre nunca nadie que suponga novedad alguna. Esta, la apenas interactiva, digamos que es tu segunda posibilidad.

Pero hay una tercera opción y para ello tienes que aprender un término que va más allá de lo mucho o poco interactivo; hay una tercera opción que se opone a lo inter-activo de un modo más contundente que lo no inter-activo, y que se llama inter-pasividad.

En lo interactivo actúas con otros; en lo interpasivo, dejas que las cosas y las personas actúen en ti. Para interactuar tienes que tomar algunas iniciativas; para la interpasividad, basta con que otros te tomen a ti.

«Cuando vuelvas de vacaciones, y la gente te pregunte qué hiciste este verano, respóndele que la mejor pregunta es ahora otra: qué hizo el verano en ti»

Veamos algunos ejemplos de situaciones interpasivas. Imagina que estás viendo televisión y te piden que respondas a una encuesta telefónica que hacen: eso sería interactividad. Ahora bien, imagina que ves también la tele, pero no solo no te piden que tú hagas nada, sino que todo lo realizan en tu lugar: por ejemplo, reírse. ¿No reconforta a veces, mientras sigues una comedia, que ni siquiera tengas que ir y reírte tú mismo, sino que las risas enlatadas tomen esa decisión (¡y la realicen!) por ti? Si alguna vez has sentido la complacencia de que te hagan así todo, entonces ya conoces de qué va la interpasividad.

Otra situación interpasiva reside en esa manía que tienes de seguir acumulando libros que no leerás nunca. ¿No sientes a veces que tu biblioteca, de algún modo, los lee un tanto en tu nombre? Igual que la risa enlatada se tomaba la molestia de reír en tu lugar, también comprar un libro, llevarlo en bolsa a casa, desenvolverlo, colocarlo en su balda, es ya buena parte de lo que llamaríamos «leerlo»: y la otra parte, de algún modo, confías en que lo esté haciendo tu estantería en sustitución tuya. ¡Acaso no has hecho tú ya todo lo demás!

También hay interpasividad en muchas prácticas religiosas. Contempla a esa madre agitada porque su hijo está realizando un importantísimo examen; camina de un lado a otro de su hogar sin tino, apenas puede sostener la mopa si pretende limpiar un rato, ni sujetar su tableta si se pone el capítulo vigésimo sexto de su serie favorita. De pronto, se decide: saca del cajón una vela y la coloca frente a la estatuilla de María Auxiliadora que heredó de la abuela. La vela, de algún modo, se queda ahí, preocupándose por que el chico saque buena nota en su examen; ahora la madre ya puede descansar de esa preocupación algo más.

Con estos tres ejemplos acaso hayas ya notado que las situaciones interpasivas son un tanto absurdas si las abordas desde un punto de vista práctico: ni tus músculos de la risa se activan (ni luego te relajan) al escuchar las risas enlatadas, ni los libros nuevos amontonados en casa los has leído de veras, ni quizá la vela haga mucho para que tu hijo acierte con la ecuación de segundo grado que le propone el profesor. Pero, desde un punto de vista tan racional y pragmático, ¿no son también absurdas las situaciones interactivas? ¿Preguntar «cómo estás» no resulta también ilógico, cuando en realidad no queremos que el otro nos exponga con detalle su actual vida? ¿No son muchos ritos de ligoteo también previsibles? ¿Qué aporta tu simple voto en una encuesta, en una elección nacional?

En efecto, para entender la interactividad (y, por tanto, también la interpasividad) ya habíamos quedado en que no debías aplicar la lógica laboral, de «hago esto, para conseguir esto otro». Estamos en vacaciones y debes jugar en otro campo. Si optas por un verano interactivo, piensa en esas relaciones: el pronombre adecuado es ahí un «nosotros». Si optas por un verano interpasivo, en cambio, repara más bien en lo que se hace en ti, o se te hace a ti, sin que tú intervengas: el pronombre implicado es aquí el «se». La tele «se ríe»; mis libros «se leen»; la vela «se preocupa» y «se ocupa». Todas esas cosas te quitan una obligación que cada vez te agota más: la de ser un sujeto que trabaja o un sujeto que interactúa. El «se» te permite ser un poco objeto. ¿Quién dijo que está mal cuando te objetualizan? Ser objeto, un modo bien digno de vacacionar.

En muchos de los momentos clave de nuestra vida hemos sido como objetos: dentro del seno materno o como bebés no tomábamos decisión alguna; también te has dejado llevar como objeto en el sexo; o si estuviste enfermo e inconsciente; y cuando mueras volverás a ser un objeto nada más. Practica este verano y tómate un reposo de adoptar decisiones, de buscar amistades, de obtener logros; tómate vacaciones un poco de ti mismo, ese pesado que te acompaña por doquier. Vuélvete más interpasivo. Lee a Robert Pfaller, Mario Perniola, Slavoj Žižek, que han escrito de estas cosas. O, mejor, cómprate su libro y déjalo tirado por ahí.

Y cuando vuelvas de vacaciones, y la gente te pregunte qué hiciste este verano, respóndele que la mejor pregunta es ahora otra: qué hizo el verano en ti.

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