Misiles rusos sobre Ucrania: una campaña desafortunada
«El descontrol militar puede explicar que la campaña de bombardeo rusa no haya conseguido alcanzar ningún objetivo de verdadero valor estratégico»
Solo un día después de la firma del acuerdo que obliga a Rusia a permitir la exportación de los cereales ucranianos acumulados en la región de Odesa, dos misiles de crucero lanzados desde alguno de los buques de la Flota del Mar Negro hicieron impacto en el puerto de esta ciudad.
Si Putin está interesado —que lo está— en influir en la opinión pública mundial, el ataque, difícil de entender en el contexto del acuerdo firmado el día anterior, fue un gol en propia meta que ha facilitado las cosas a quienes, con bastante razón, presentan a la Rusia de Putin como un régimen sin palabra, con el que no cabe negociar nada.
Aun reconociendo el aparente descontrol de la política informativa del Kremlin —cuyos líderes discrepan con alguna frecuencia y solo coinciden del todo en asegurar que sus ejércitos no han invadido Ucrania— sorprende que, en los primeros momentos después del ataque, la delegación rusa en Turquía se apresurara a dar garantías al gobierno de Erdogan de que «ellos no habían sido». Un día después, la portavoz del ministerio de asuntos exteriores ruso no solo reconocía la autoría del ataque —es obvio que nadie más tiene misiles Kalibr— sino que lo justificaba con la naturaleza militar de la infraestructura dañada.
¿Cómo explicar un ataque tan inoportuno desde el punto de vista de la campaña de información del Kremlin? ¿Cómo explicar además el ridículo en que ha quedado la delegación rusa en Turquía, presidida nada menos que por el Ministro de Defensa, después de negar la autoría del ataque? ¿Cómo explicar la difícil situación en que se ha puesto al presidente Erdogan, cuyo gobierno se apresuró a hacerse eco de la mentira rusa?
¿Se quería, como algunos sostienen, dificultar la exportación del cereal ucraniano? No parece que esta sea una explicación razonable. Los efectos del ataque sobre el acuerdo, con un poco de suerte, serán muy limitados. Es cierto que, si los puertos ucranianos teóricamente desbloqueados no son del todo seguros, será más difícil y más caro encontrar quien quiera encargarse del transporte marítimo y quien asegure buques y cargamentos. Pero siempre habrá quien lo haga por un precio suficientemente elevado. Además, si lo que se pretendía era asustar a quienes pudieran estar interesados en los fletes, hubiera sido mejor usar los viejos misiles Kh-22 de la Fuerza Aérea, mucho menos precisos y, por ello, más peligrosos para los civiles.
¿Y el objetivo militar? Aun suponiendo que el blanco haya sido de verdad un buque de guerra —la niebla de la propaganda, espesa por ambos lados, no permite hoy confirmarlo— lo cierto es que, después de haber hundido ellos mismos en puerto su única fragata, la marina de Ucrania no tiene ninguna unidad que justifique el coste, económico y de oportunidad, de dos de los preciados misiles Kalibr. Cuatro, si fuera verdad el derribo de dos de ellos, tal como asegura el ministerio de defensa ucraniano.
Una vida de estudio sobre la guerra me ha convencido de que, mucho más que la maldad, mucho más que las teorías conspiratorias con las que algunos disfrutan, es la incompetencia la que explica sucesos como este. ¿Alguna hipótesis concreta? Analizando la desafortunada campaña de bombardeo rusa sobre Ucrania, quizá la que encaje mejor con los hechos que conocemos sea la de que haya sido la propia marina rusa la que tomara la decisión de atacar ese posible buque de guerra atracado en Odesa, por razones puramente tácticas y sin tener en cuenta ninguna de las circunstancias extraordinarias que rodeaban el caso.
«El verdadero culpable de este retraso no es Putin, casi un recién llegado, sino la docilidad rayana en la autocomplacencia de la propia sociedad rusa»
En los países occidentales, el mando de una campaña bélica se asigna a un único Cuartel General de carácter conjunto, lo que implica que cuenta con personas de los tres ejércitos y que tiene el mando sobre todas las fuerzas que participan en la campaña. Ese Cuartel General decide, bajo control político y haciendo uso de todas las fuentes de inteligencia disponibles, los blancos sobre los que lanzar misiles, realizar ataques aéreos o emplear fuerzas de operaciones especiales para conseguir objetivos militares del máximo nivel.
Por el momento, y por mucho que sorprenda a los analistas, parece que no ocurre lo mismo en Rusia. No solo la marina y el ejército del aire parecen ir por libre —aun nadie ha explicado lo que hacía el crucero Moskva en la zona donde fue hundido— sino que, al menos al principio de la guerra, cada frente terrestre ha estado al mando de un general diferente.
Quizá sea el descontrol que resulta de una manera tan anticuada de ejercer el mando de las operaciones lo que explique este inoportuno ataque a Odesa o, hace ya algunas semanas, el criminal bombardeo de la estación de Kramatorsk, del que Rusia acusó a Ucrania cuando solo hay que atar unos pocos cabos para llegar a la conclusión de que el misil fue lanzado por sus propios aliados —o, quizá más propiamente, súbditos— los milicianos de la denominada República Popular de Donetsk.
Yendo de lo particular a lo general, quizá sea ese descontrol el que justifique que, después de haber lanzado alrededor de 3.000 misiles sobre todas las regiones de Ucrania, la campaña de bombardeo rusa no haya conseguido alcanzar ningún objetivo de verdadero valor estratégico. No ha conseguido descabezar la estructura de mando y control del ejército ucraniano ni silenciar a los medios de comunicación que emplea Zelenski para dirigirse a su pueblo o al mundo. No ha conseguido barrer del cielo a la aviación ucraniana ni neutralizar su defensa aérea. No ha conseguido inmovilizar los ferrocarriles ni, pese a la propaganda que asegura lo contrario, ralentizar el flujo de armas occidentales. Los únicos éxitos militares rusos se han producido en el campo de batalla —explotando su enorme superioridad artillera— y han tenido un alto coste en vidas humanas por ambos lados.
Cuando lo hecho por Rusia en los últimos cinco meses se compara con la campaña militar de los Estados Unidos en Irak —dejando en este momento a un lado las consideraciones políticas sobre ambas guerras— uno puede pensar que la diferencia viene dada por la mayor precisión de los misiles, la superior inteligencia o la avanzada tecnología de los aviones norteamericanos. Sería un error. Esa diferencia existe y es importante, pero no es suficiente para explicar el fracaso de la desafortunada campaña de bombardeo rusa.
El problema de los ejércitos de Putin en Ucrania no solo es tecnológico, es también doctrinal y organizativo. Sus errores son, probablemente, los que cabe esperar de una institución que lleva décadas aislada en su mundo, encerrada en sus privilegios y sin estar sometida a controles de eficiencia por la propia sociedad. Su pobre rendimiento es, en última instancia, una manifestación más del retraso de un pueblo, el ruso, que ha tenido que superar circunstancias históricas muy difíciles y enfrentarse a retos geopolíticos inmensos sin haber alcanzado nunca la libertad que en otras latitudes se tiene por garantizada.
Y el verdadero culpable de este retraso no es Putin, históricamente un recién llegado, sino la docilidad rayana en la autocomplacencia de la propia sociedad rusa, que parece patológicamente incapaz de exigir responsabilidades a sus líderes o a sus ejércitos.