De Aena y la estanflación
«¿Para qué sirve una empresa pública?, ¿qué justifica su existencia en una economía de mercado?»
Las romerías de san Timoteo y san Bartolo, hoy llamadas fiestas de prado no vayan a ser cancelados sus asistentes, solían echar el cierre al verano en el occidente astur. Quedaba la Virgen de los Remedios en la Alameda de Porcía, el 8 de septiembre, pero el calendario escolar la ha limitado prácticamente a los residentes en el Principado y sus vecinos lucenses, los eo-naviegos. Este año, el ejemplar presidente Sánchez parece haber querido laicizar esta tradición ancestral y ha convocado pleno del Congreso la última semana de agosto para convalidar tres decretos ómnibus y aprobar dos leyes enmendadas en su paso por el Senado. Todas de máxima urgencia como la libertad sexual, dicen, tras haber legalizado el matrimonio homosexual en 2005. Comienza así un nuevo curso político caracterizado por la hiperactividad presidencial, dispuesto a salvar el mundo tras haberla liado parda en España rompiendo los consensos constitucionales de la Transición, por el uso partidista y sectario de los Consejos de ministros, de sus posteriores ruedas de prensa y de las exposiciones de motivos de las leyes, dedicadas ahora monográficamente al insulto al candidato Feijoo y la condena de los reaccionarios del PP, y por una economía en estanflación, con la actividad productiva estancada y los precios desmadrados.
Languidece el verano y nos encontramos con el euríbor al 1,4%, una subida de casi 2 puntos porcentuales en lo que va de año y que aún no ha terminado, y con el diferencial de la deuda española en 120 puntos básicos, subiendo fuertemente el coste de las hipotecas y del crédito al consumo, ahora que una de cada cuatro familias lo utiliza para llegar a fin de mes. El euro vale ya menos de un dólar, encareciendo no solo las vacaciones foráneas sino las importaciones de hidrocarburos entre otras muchas cosas, y añadiendo más presión inflacionista. Las tensiones geopolíticas y los errores de política energética sitúan el precio del gas en máximos desde que entró en vigor el decreto que pretendía ponerle tope, lo que unido a la sequía ha aumentado la dependencia de la generación eléctrica del gas, ya más del 65% del mix, y llevado el precio de la luz ayer a €436,25 el MWh. En definitiva, tras la explosión de alegría veraniega, nos la merecíamos tras la pandemia, los españoles nos encontramos ante un riesgo cierto de recesión, la AIReF en su primera estimación da ya una caída del PIB del 0,2% este tercer trimestre, y una inflación que ha mermado significativamente nuestra capacidad adquisitiva y forzado a cambiar pautas de comportamiento y consumo. Y esto no ha hecho más que empezar.
Frente a esta situación objetiva, en parte importada en parte cosecha propia, reconocida ya por todos los organismos económicos independientes, se abre un horizonte electoral que anticipa populismo a raudales. Llegan tiempos de subvenciones y descuentos electoralistas, políticas justificadas grandiosamente para que nadie se quede atrás, pero que en realidad solo buscan llevar mansamente esos grupos favorecidos al autobús electoral del partido gobernante. Políticas populistas, frente a la recomendación unánime de los expertos de políticas selectivas y muy enfocadas a solucionar problemas de pobreza, no de desigualdad ni de pérdidas de nivel, porque el daño es real e inevitable y ya se ha producido una caída de la renta y una transferencia al exterior de riqueza nacional. Políticas que solo nos empobrecerán más y alargarán la estanflación.
En este contexto, permítanme un cierto desvarío, que espero encontrarán justificado si me aguantan hasta el final. He leído con interés algunas noticias que apuntan a un desmesurado activismo de las empresas públicas como receta anticrisis. Pareciera que este gobierno, los extremos se tocan y la memoria histórica nos ofrece estas paradojas, haya redescubierto el INI y el papel estabilizador del Estado productor. Agotada ya la capacidad de endeudamiento del Estado ante los vientos frugales que nos vienen de Europa, siempre se puede recurrir a los viejos monopolios para que se endeuden y mantengan la actividad y el empleo. Es una táctica que ya utilizó Franco en tiempos cercanos al plan de estabilización. Además la prensa adicta suele agradecer estas muestras de nacionalismo económico, que encuentran cariñoso eco en titulares como Aena conquista Brasil, Correos inicia su expansión internacional, o el Plan estratégico de Renfe incorpora ambiciosos proyectos en Asia, Europa, América y África, sic.
Siempre me ha producido profundo estupor la ingenua confianza en que una empresa que da sistemáticamente pérdidas en su país de origen pueda ganar dinero fuera. Si pierde dinero suele ser por razones poderosas: no tiene tecnología propia o capacidad de gestión relevante, adolece de falta de profesionalización y politización en su gestión, los trabajadores se apropian del excedente empresarial al evitar sus gestores conflictos laborales sistemáticamente politizados y carecer de incentivos empresariales adecuados, o finalmente, la empresa opera en sectores fuertemente regulados donde las tarifas, sus precios de venta, son administrados con criterios políticos y ruina empresarial. Pensar que en el extranjero será diferente es pura ingenuidad, imperialismo latente o desmemoria. El gran éxito, empresarial y político, de Iberia en Argentina es aún demasiado reciente. Como quiera que alguien en los ministerios de Economía y Comercio tendrá criterio, solo me queda pensar que estamos ante otra huida hacia adelante, ante la utilización de todos los mecanismos del Estado para ganar tiempo y llegar a las elecciones sin que esto estalle. Ante una muestra más de políticas que solo agravarán el estancamiento y la inflación.
Pero hay además, como economista, hay una pregunta fundamental que no puedo obviar, ¿para qué sirve una empresa pública?, ¿qué justifica su existencia en una economía de mercado? Resulta evidente que no deberían ser instrumentos para ganar elecciones, sino para solucionar los fallos de mercado. Tampoco son en una economía próspera y desarrollada como la española, instrumentos de creación de valor al importar tecnologías, prácticas empresariales o metodologías de trabajo modernas y desconocidas en el país. Quizás en algunos casos muy especiales relacionados con las nuevas tecnologías digitales, la inteligencia artificial, las energías renovables o la biogenéticas, podría aplicarse generosamente el argumento de la industria naciente. Pero obviamente, no es este el caso de las empresas citadas, que son más bien viejos dinosaurios, vestigios de otra época que se resiste a morir, sin más lógica que el interés político de sus gestores y su gobierno. Mejor haríamos en privatizarlas que en expandirlas por el mundo, y multiplicar así sus pérdidas y las obligaciones mercantiles del Estado.
«¿Qué sentido tiene que varias multinacionales españolas vean mermado su potencial de crecimiento por una empresa pública nacional?»
Este nuevo mercantilismo no es indoloro, no es gratuito. Tiene además de una más que cierta contingencia fiscal, un doble efecto perverso. Estas empresas compiten deslealmente por la atracción de capital para su expansión internacional, pues cuentan con la garantía estatal, implícita o explícita, lo que les permite financiarse a mejores precios y resulta significativo en un mundo de tipos de interés positivos y crecientes. Compiten además por mercados, contratos y proyectos con empresas privadas, europeas e incluso también españolas. ¿Qué sentido tiene que varias multinacionales españolas vean mermado su potencial de crecimiento por una empresa pública nacional? ¿Que les ganen contratos y concesiones, gracias a la garantía estatal y que terminarán en más deuda pública? Paradojas de la política que solo agravan la sensación de crisis y desgobierno.