La edad del optimismo
«La muerte de Míjail Gorbachov vacía casi definitivamente el testimonio de aquellos años de despreocupación tras la caída del comunismo»
Llegué a la vida adulta en la edad del optimismo. La década de los 90 del pasado siglo –así llamada– fue un tiempo de despreocupación tras la caída del comunismo y el triunfo – parecía entonces que definitivo– de la democracia. En los 80 confluyeron una serie de figuras políticas singulares –de Thatcher a Reagan, de Wojtyla a Gorbachov– que abrieron la puerta a una década inaudita. Decíamos adiós a la pesadilla de la Guerra Fría, Alemania se reunificaba, Europa miraba hacia la moneda única, China entraba en los mercados y la globalización iniciaba un nuevo episodio en la historia de las relaciones económicas internacionales.
Algunos teóricos hablaban del final de la Historia; otros, del final de las depresiones económicas –al menos de las severas–, que se pensaba serían fácilmente regulables con el control de los tipos de interés. El optimismo inherente a aquellos años, un punto ingenuo, quizás recuerde al que se vivió en la Iglesia Católica durante el último Concilio y su propuesta de aggiornamento. De repente, todo parecía posible y era como si alboreara una nueva primavera.
Así terminó aquel siglo corto que los historiadores han fijado entre 1914 y 1989, y empezó un tiempo de esperanza que duraría hasta el atentado de las Torres Gemelas, con el cual el pesimismo –o, si se prefiere, el miedo– se instaló de nuevo en Occidente, agravado posteriormente por el crac económico de las subprime, el retorno de los populismos, la erosión de los estándares de vida de las clases trabajadoras y la pandemia. Y, entre medias, esa tregua de unos diez o doce años que cerró el siglo XX bajo la luz esplendorosa de una década feliz para la democracia liberal.
«Al igual que sucedió al terminar la I Guerra Mundial con la caída de los imperios centrales, únicamente el tiempo permitirá calibrar lo que supuso la liquidación de la URSS y de su área de influencia»
La muerte de Míjail Gorbachov vacía casi definitivamente el testimonio de aquellos años. Sobrevive aún, silencioso, Joseph Ratzinger; se diría que el último gobernante intelectual, demasiado agustiniano como sostener una mirada optimista de la historia. Pero, de las figuras centrales que definieron aquel tiempo en primera línea –Reagan, Bush, Mitterrand, Kohl, Juan Pablo II, Deng Xiaoping, Gorbachov–, no queda ya prácticamente nadie.
De ellos, quizás fue Gorbachov el más relevante por lo que supuso a largo plazo. Si Reagan y Thatcher capitalizaron un discurso ideológico y Juan Pablo II planteó una relectura conservadora del Concilio –de la que ahora, por cierto, con Francisco, poco queda–, si Kohl y Mitterrand aceleraron la construcción de la Unión Europea, cabe pensar que el mayor logro del presidente soviético fue desmembrar un imperio.
A Gorbachov no le recordaremos tanto por la Glásnot y la Perestroika, que buscaban liberar al comunismo de su aparato dogmático y totalitario, como por las consecuencias de estas políticas. Al igual que sucedió al terminar la I Guerra Mundial con la caída de los imperios centrales, únicamente el tiempo permitirá calibrar lo que supuso la liquidación de la URSS y de su área de influencia. En todo caso, ayuda a entender las tensiones que emergieron posteriormente en el este y la aparición de un nuevo nacionalismo de corte autocrático, no sólo en Rusia, pero también en Rusia. La guerra de Ucrania bebe de aquel desmembramiento nacional.