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Velarde Daoiz

El suicidio de la Unión Europea (II)

«Fijarse como meta estratégica la reducción del consumo de energía es un error»

Opinión
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El suicidio de la Unión Europea (II)

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. | Europa Press

Hace ya un cuarto de siglo, la Unión Europea como institución adoptó una estratégica política, con enormes ramificaciones económicas, energéticas y sociales. Dicha estrategia pasa por liderar a nivel mundial la «lucha contra el cambio climático», y particularmente los esfuerzos por disminuir las emisiones de CO2. 

El pistoletazo de salida de esa estrategia fue la firma del Protocolo de Kyoto a finales de 1997. Ese protocolo, firmado inicialmente por 84 países, tenía como objetivo la reducción de las emisiones de seis gases de efecto invernadero, entre ellos el CO2. 37 países industrializados, además de firmar el Acuerdo, se comprometían de manera vinculante a reducir conjuntamente (algunos de esos países se comprometieron a aumentarlas, aunque menos de lo que podrían hacerlo) al menos un 5% las emisiones de dichos gases en el periodo 2008-2012 respecto de sus emisiones de 1990. La UE, principal impulsor político del Protocolo de Kyoto, era aún más ambiciosa y se comprometía a alcanzar un 8% de reducción media (con ciertas diferencias entre los países miembros en función de sus circunstancias particulares). Entre los 37 firmantes del Anexo B que vinculaba a esa reducción estaban, además de la propia UE y sus países miembros, varios estados europeos (que entonces no pertenecían a la UE), Estados Unidos (que bajo la Presidencia de Bill Clinton se comprometió a un 7% de reducción), Canadá, Australia, Japón, Nueva Zelanda, la Federación Rusa, Ucrania, Noruega e Islandia. El compromiso sería de obligatorio cumplimiento cuando lo ratificasen los países industrializados responsables del 55% de las emisiones globales. El Acuerdo solo entró en vigor cuando lo avaló Vladimir Putin, del que dependía completamente el poder alcanzarse la cláusula del 55% de las emisiones tras la negativa del Senado estadounidense a ratificarlo. Solo tras haber recibido ayuda europea para su reconversión industrial y tener garantías de no superar en 2012 las emisiones de 1990 (que cayeron en picado con el desmantelamiento de la URSS y le dejaban enorme margen para incrementarlas hasta alcanzar como mucho el mismo nivel, que era a lo que se comprometía en la firma inicial), decidió Putin ratificar el Protocolo a finales de 2004, entrando este en vigor el 16 de febrero de 2005.

Finalizado el primer periodo del Protocolo en 2012, el Acuerdo se extendió por un segundo periodo, desde 2013 a 2020, en la llamada Enmienda de Doha. De nuevo la Unión Europea no dudó en comprometerse a los objetivos de la prórroga, que consistían para los países industrializados firmantes en una reducción conjunta del 18% de sus emisiones de gases de efecto invernadero respecto de los niveles de 1990. Los países que se comprometieron a objetivos concretos de reducciones en esta prórroga fueron los estados miembros de la UE, Australia, Islandia, Liechtenstein, Noruega, Kazajstán, Bielorrusia y Ucrania (estos tres últimos se comprometieron ‘de aquella manera’, anunciando que podían abandonar el Protocolo cuando quisieran y no cumplir los objetivos de Doha). A la ‘deserción’ de EEUU (que había abandonado oficialmente el Protocolo de Kyoto en 2001), se sumaron la de Rusia, Canadá (que se retiró en 2012 del Acuerdo de Kyoto), Japón y Nueva Zelanda. Vamos, que se quedó Europa sola con Australia (cuyo compromiso, además, era de reducir las emisiones un 0,5% respecto a los niveles de 1990, mientras el de la UE era del 20%).

Posteriormente, a finales de 2015 se firmó el Acuerdo de París, por el cual las casi 200 naciones firmantes se comprometieron a mantener la temperatura global por debajo de dos grados desde la que había en la segunda mitad del siglo XIX, y a hacer todos los esfuerzos posibles por no superar los 1,5 grados, admitiendo que para ello se tiene que llegar al pico de emisiones cuanto antes, y alcanzarse como muy tarde durante la segunda mitad del siglo el conocido net zero, o sea el equilibrio entre las emisiones y los sumideros de dichas emisiones para que la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera no continúe aumentando. Cada país firmante de ese Acuerdo debe enviar periódicamente sus compromisos nacionales, que puede siempre revisar hacia una mayor ambición de reducción de emisiones. Así, la Unión Europea, que inicialmente se había comprometido a una reducción del 40% en 2030, a finales de 2020 subió la apuesta y aumentó su objetivo a una disminución de emisiones del 55% en 2030 respecto de los niveles de 1990. Ese compromiso se ha traducido en el documento Fit for 55.

Dicho documento, que sintetiza la estrategia de la Unión en esta materia, que supondrá en el periodo 2021-2027 más de 500.000 millones de euros de gasto e inversión procedentes de su presupuesto -más del 30% del total-, y cuya lectura recomiendo encarecidamente pues va a marcar nuestro futuro de manera decisiva en muchos ámbitos, particularmente el económico, incluye entre otras las siguientes iniciativas:

  • Aumentar el consumo de energía procedente de fuentes renovables.

El objetivo inicial de la UE tras la firma del Acuerdo era que, en 2030, al menos un 32% de la energía consumida en la Unión procedería de fuentes renovables, y ahora se incrementa al 40% (frente al 22% en 2020).

  • Reducir el consumo de energía final.

Si el objetivo inicial era ambicioso (reducir el consumo un 32,5% respecto al de 2007), el actual lo es aún más, pues pretende lograr una disminución del 36%. De hecho, pretende que, cada año, se logre una reducción del 1,5% en el consumo de energía final. La idea, claro, es lograr esto mediante mejoras de eficiencia energética, no mediante reducción de la actividad económica. Sin embargo, el gráfico de Eurostat adjunto deja claro que, ‘casualmente’, las dos grandes caídas en el consumo de energía durante los últimos 30 años en la UE se han producido durante la Gran Recesión 2008-2014 y la pandemia de covid-19. No solo eso, la disminución de consumo final de energía entre 2007 y 2019 ha sido de un triste 4%, pese a la mencionada Gran Recesión.

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  • Eliminar la venta de vehículos de turismos y furgonetas de combustión interna nuevos a partir de 2035.

Supuestamente, esto beneficiará a los ciudadanos de la UE no solo por la reducción de la contaminación atmosférica, sino porque los vehículos sin emisiones serán más asequibles (probablemente, aunque no se especifica, no se refiere a que sean más asequibles que los de combustión interna, sino más asequibles que en la actualidad) y consumirán menos energía.

  • Revisar la fiscalidad de la energía

Naturalmente, como el sagaz lector habrá adivinado, revisar significa incrementarla. No solamente gravando carbón, petróleo y gas con el tipo más elevado, sino incrementando los impuestos a los sectores marítimo y de aviación (lo que sin duda hará que los viajes en avión y los productos transportados por avión y mar sean más caros, todo por nuestro bien).

Se atreve la UE, además, a decir que no habrá diferencias entre los tipos impositivos en los impuestos a la energía aplicados a los sectores comerciales o profesionales y los que sufriremos los particulares. Tengo ganas yo de ver cuántas huelgas de transportistas autónomos o chalecos amarillos resisten estas intenciones. 

Por último, y para que nos quedemos tranquilos, nos avisan de que los tipos impositivos mínimos subirán anualmente con el IPC.

  • Aumentar el comercio de derechos de emisión de CO2.

Estos derechos, que hoy ya cotizan en torno a los 90euros/t de CO2, son en definitiva un mecanismo para penalizar las actividades que emitan gases de efecto invernadero. En teoría, estas penalizaciones sirven para «incluir las externalidades negativas» dentro del coste de las actividades emisoras, encareciéndolas, y haciendo que otras tecnologías más caras pero supuestamente con menores externalidades negativas sean más competitivas, desplazando a las primeras. Hasta la fecha, los sectores cubiertos son la aviación comercial intracomunitaria, los sectores industriales de gran consumo de energía (incluido el refino de petróleo, lo que redunda en algunos céntimos de coste adicional en cada litro de carburante), y la electricidad y la generación de calor (lo que, en 2022, y teniendo en cuenta que es el gas natural el que está determinando el precio del pool eléctrico, se va a traducir en bastantes miles de millones de euros de sobrecoste en la factura eléctrica de todos los ciudadanos solo por el coste de cada tonelada de CO2 emitida al quemarlo, según la cotización de esos derechos, e independientemente de la cotización del gas).

Además de estos sectores, la Unión Europea propone ahora ampliar el Régimen de Derechos de Emisión al transporte marítimo (lo que probablemente se traducirá en un incremento de precios de los productos transportados), y «amenaza» con crear un régimen específico para edificios y transporte por carretera (lo que probablemente se traducirá en un incremento en el coste de calentarnos con gas, viajar y consumir cualquier producto que haya sido transportado por carretera).

Por último, la UE pretende introducir un Mecanismo de ajuste en frontera por carbono a los productos importados. Vamos, lo que toda la vida se ha llamado un arancel, al que inicialmente estarán sujetos, en teoría, el hierro y el acero, los abonos, el aluminio y la electricidad.

Una vez realizado este pequeño repaso al plan Fit for 55 de la Comisión, la gran pregunta que se me plantea es: ¿puede funcionar esta estrategia de la Unión Europea, tanto en términos de lucha contra el cambio climático como para mejorar el bienestar de los ciudadanos europeos? 

La Unión Europea, hoy, representa menos del 7% del total de gases de efecto invernadero vertidos a la atmósfera. Teniendo en cuenta que China emite aproximadamente el cuádruple y EEUU más del doble no parece que, por exitosa que sea su aportación a disminuir las emisiones globales, pueda tener un gran impacto en el clima de aquí a 2100, a no ser que el resto del mundo adopte similares curvas de reducción de emisiones. 

Por ejemplo, entre 2005 y 2021 la UE ha reducido sus emisiones más de un 20%. En ese mismo periodo, las emisiones globales han crecido un 20%. Es más, si mañana se redujeran a cero todas las emisiones de la UE, al ritmo actual China tardaría en reemplazarlas ‘a efectos climáticos’ alrededor de una década. Aunque también es cierto que las emisiones globales parecen empezar a estabilizarse, probablemente por una mezcla de menor crecimiento económico y de los propios esfuerzos de descarbonización en muchos países.

Seamos optimistas y, por un momento, imaginemos que estamos en 2050 y el mundo ha seguido el ejemplo preconizado por la UE, no solo en términos de descarbonización económica sino en la forma de llevarla a cabo, mediante energías renovables y vehículos eléctricos como palancas fundamentales. Se han reemplazado en 28 años los 1.500 millones de vehículos de combustión interna que circulan las carreteras mundiales por vehículos eléctricos con baterías de litio (u otros materiales), hidrógeno verde o pila de hidrógeno, se han instalado cargadores eléctricos en todas las carreteras del planeta, y se han añadido al parque de generación eléctrica decenas de miles de GW de potencia solar y eólica, tanto terrestre como marina, y al menos un par de semanas de consumo global de almacenamiento eléctrico en forma de baterías fundamentalmente, pues el almacenamiento hidráulico difícilmente puede llegar a esas cantidades (varios cientos de TWh).

«Europa no tiene ninguna de las materias primas necesarias para esta acelerada e inminente transición en cantidades mínimamente relevantes»

Ese modelo de transición energética habrá sido (recordemos que estoy asumiendo que es 2050, ha tenido éxito y poco a poco va dejando de haber incendios, huracanes, sequías y granizadas debidas a las emisiones humanas; nos hemos salvado del apocalipsis) muy intensivo en al menos dos áreas:

Materias primas

La construcción y ensamblaje del número de baterías, vehículos e instalaciones de generación eléctrica renovable necesarias para descarbonizar la economía mundial mediante las tecnologías preconizadas actualmente requeriría la utilización de cantidades ingentes de cobre, zinc, litio, cobalto o tierras raras, entre otros, así como de acero. Cantidades, por cierto, superiores en órdenes de magnitud a las reservas probadas de esas materias primas, y producciones anuales que necesitarían ser cientos o miles de veces superiores a las actuales para cumplir con los plazos fijados (pero eso será objeto de otro artículo bastante escéptico con la capacidad del mundo para descarbonizarse con las tecnologías actuales. Hoy he decidido ser optimista y asumir que va a suceder, y que va a suceder a base de coches eléctricos, aerogeneradores, paneles solares, baterías e hidrógeno verde).

Pues bien, si miramos dónde están ubicadas las reservas de esas materias primas, veremos que Europa es, en la mayoría de los casos, totalmente inexistente. Nada. Cero. Niente. Europa no tiene ninguna de las materias primas necesarias para esta acelerada e inminente transición en cantidades mínimamente relevantes. No solo eso, sino que alguno de sus miembros, como España, pone todo tipo de trabas a la exploración y posible explotación de posibles yacimientos de alguna de esas materias primas, como el litio. Además, y para rematar la faena, gran parte de las reservas mundiales de esos productos se encuentran en países inestables sudamericanos o africanos, así como en Rusia y China. Proveedores poco fiables, en definitiva.

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Energía

La minería de los millones o miles de millones de toneladas (según el metal de turno) que habrá que extraer de la Tierra, y la industria necesaria para construir los correspondientes equipamientos, consumirán enormes cantidades de energía (energía de origen fósil, naturalmente, al menos durante los primeros bastantes años del esfuerzo descarbonizador. No resulta sencillo imaginar decenas de miles de máquinas pesadas de minería impulsadas por electricidad, y mucho menos de origen renovable, particularmente en los países en que, como hemos visto, se encuentran las reservas conocidas). La fabricación del acero requiere también de grandes cantidades de energía.

Por lo tanto, parece lógico pensar que los grandes beneficiados económicamente de esta transición energética impulsada por la UE sean los países que dispongan de dichas materias primas (no hay más que ver el boom económico de Chile o Australia durante las últimas décadas, apoyado fundamentalmente en el desarrollo de las infraestructuras chinas y su apetito por cobre y carbón), y aquellos en que la energía sea barata.

Pues bien, teniendo en cuenta que Europa, por voluntad propia, ha decidido tener el coste energético más caro del mundo y reducir su consumo de energía, y que además no dispone de ninguna materia prima de las necesarias, me cuesta ver cómo Europa habrá salido triunfadora de este éxito de la Humanidad en 2050, más allá de ponerse medallas de ‘Salvadores del planeta’ y de haber administrado billones de euros (billones ‘de los nuestros’: millones de millones) en inversiones, préstamos, subvenciones e impuestos.

El documento Fit for 55 apunta a un área donde, supuestamente, la UE va a salir beneficiada: la producción de automóviles. Producción de automóviles que actualmente representa el 7% del PIB de la UE y que, según el documento, será un sector donde Europa creará empleo y tendrá una mayor competitividad. Es posible, pero de momento la sensación que se percibe es, por un lado, que la iniciativa tecnológica y comercial en vehículos de bajas emisiones la llevan fabricantes americanos, japoneses y chinos, y por otro, que es difícil que el número de vehículos producidos y vendidos en el futuro se aproxime siquiera cercanamente al de los mejores momentos de la industria europea (estamos actualmente un 33% por debajo de los niveles de hace apenas un lustro, hablando de turismos).

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Comentaba hace un par de semanas que el proyecto surgido en Europa a la finalización de la Segunda Guerra Mundial, que comenzó con la creación del Consejo de Europa y la CECA y que culminaría con la fundación de la Unión Europea, se había establecido y crecido en torno a los principios de respeto a las libertades individuales y a la libertad de mercado. Analizaba también cómo la propia Unión, con ocasión de la pandemia y de la crisis energética, había traicionado gravemente esos principios fundacionales que, siempre en mi opinión, son los que hacen del proyecto europeo algo reconocible, admirable y deseable.

Pues bien, temo que la puntilla al proyecto europeo, salvo una en estos momentos poco probable rectificación radical por parte de sus líderes, pueda venir de la mano de los resultados de esta estrategia. De momento, el crecimiento del PIB per cápita de los ciudadanos de la UE desde 2005 es un magro 15%, muy inferior al de cualquier otro periodo de similar duración durante la existencia de la Europa moderna del siglo XX (en algunos países, como España, el crecimiento ha sido prácticamente nulo). Y los individuos, cuando sus vidas no mejoran (es decir, cuando su poder adquisitivo no mejora, especialmente cuanto más debe de hacerlo que es en sus primeros 15 años de carrera laboral), se cabrean. Es cuestión de tiempo en esas condiciones que una fuerza más o menos populista, pero contraria a los desmanes de la propia Unión, acabe gobernando un país europeo de importancia. Podría ser Francia, y no a la vuelta de muchos años. Si eso sucede, si esa fuerza decidiera ‘pasar’ de los mandatos de la Unión, y si esta reaccionara con sanciones, el proyecto europeo, como si fuera un oligarca ruso cualquiera, habría saltado por la ventana. Muchos condicionales, sí (prever el futuro no es fácil), pero no apostaría grandes cantidades en contra de esta hipótesis.

La otra opción, naturalmente, pasará porque la UE rectifique y tome la delantera de lo que dicta el sentido común, lo que inevitablemente hará la Humanidad y lo que ya empiezan a proponer países como Corea del Sur o Japón. Electrificar la economía y eliminar los combustibles fósiles, sí. Pero hacerlo apostando al menos parcialmente por una energía no particularmente barata pero fiable como la nuclear, utilizando los combustibles fósiles que sean necesarios hasta que se pueda prescindir de ellos sin fijarse límites temporales absurdos sino realizando la transición de la energía fósil a las nuevas energías en el plazo necesario (como me comentaba hace unos días un gran ingeniero, probablemente más un siglo que dos décadas), e invirtiendo grandes cantidades económicas en el desarrollo de nuevas tecnologías que nos permitan disponer de más energía, más limpia y más barata, y realizar nuestras actividades de transporte, climatización y fabricación con menor impacto en nuestro entorno. Fijarse como meta estratégica la reducción del consumo de energía es un error. La eficiencia por la que deben velar los poderes públicos es la relativa a los activos que poseen o administran, no la de los actores económicos privados (que ya perseguirán ellos la suya por sí mismos, por la cuenta que les trae).

Europa, además, es (¿aún?) muy potente en dos de los elementos fundamentales para esta transición alternativa basada en la I+D+i: capital económico y humano. Apoyémonos en nuestras fortalezas, en vez de ponernos en manos de terceros poco fiables.    

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