La reina de Gibraltar
«El orgullo nacional español constituye una herrumbrosa reliquia que ya solo sale del armario de modo ocasional en los campeonatos internacionales de fútbol»
Una anciana de 96 años que jamás a lo largo de su vida había manifestado interés alguno por España, desdén comprensible al haber encarnado en su persona a la jefa de Estado de la potencia colonial cuyo ejército ocupa por la fuerza una parte del territorio de nuestro país, muy humillante violación de la soberanía nacional que en más de una ocasión a lo largo de la historia nos ha llevado a situaciones próximas al enfrentamiento armado con el invasor, acaba de morir.
¿La reacción entre los ocupados? Caudalosos ríos de lágrimas en los medios de comunicación, que semejan incluso más afectados por el deceso que los propios británicos. Presentadoras y presentadores de informativos televisivos rigurosamente vestidos de negro para la ocasión, dando cuenta del acontecimiento con el semblante compungido, casi descompuesto por el dolor impostado.
«El orgullo nacional español constituye una herrumbrosa reliquia que ya solo sale del armario de modo ocasional en los campeonatos internacionales de fútbol»
Autoridades regionales declarando jornadas varias de luto oficial en sus respectivos territorios. Partidos de todo el arco ideológico, tanto a la derecha como a la izquierda, manifestando su enorme respeto por la figura política e institucional de la difunta, rendida admiración por el símbolo de los usurpadores que de forma implícita celebra y aplaude su firme voluntad de sojuzgar sine die a España. Conmocionada unanimidad, en fin, entre la llamada opinión pública a propósito de la grave e irreparable pérdida.
Otra prueba, la enésima, de que el orgullo nacional español constituye una herrumbrosa reliquia que ya solo sale del armario de modo ocasional en los campeonatos internacionales de fútbol. Única y exclusivamente. No ocurre en ningún otro sitio. Por lo demás, la enfermedad es antigua, muy antigua. Al punto de que su origen último se remonta al siglo XVIII.
Porque fue en aquel entonces, coincidiendo con el cambio de dinastía tras el acceso al trono de Felipe V, cuando el afrancesamiento progresivo de las élites llevó a que los españoles comenzarán por primera vez a dudar de sí mismos, a cuestionar la valía real de su país. Duda, aquella inicial de las capas rectoras, que no tardaría demasiado antes de convertirse en arraigado sentimiento autodespectivo, el germen de ese crónico complejo de inferioridad frente a todo lo anglosajón, sobre todo lo anglosajón, que retrata la mentalidad de los estratos dirigentes españoles en la época contemporánea, con independencia de su particular sesgo político.
El discurso ganador del siglo XVIII será el de la leyenda negra hispana, la primera gran campaña de propaganda política masiva de la historia, muy elaborada estrategia de comunicación negativa contra una nación llevada a cabo a escala global y cuyo enorme éxito aún se puede certificar en nuestros días.
«¿Alguien imagina la versión canónica de la historia de Francia, la que se enseña a los jóvenes en colegios, institutos y universidades, siendo elaborada en su mayor parte por autores no franceses?»
Una perdurabilidad en el tiempo, la de esa creación de los pioneros holandeses del marketing político que representa a España en su devenir como una aberración retrógrada siempre enfrentada a la modernidad y al progreso de la civilización, que encuentra su explicación en el ulterior prejuicio antiespañol de la Ilustración francesa, lo que multiplicó su audiencia entre el público europeo. Asunto que, con todo, no hubiera resultado tan grave a la larga si las élites españolas se hubieran mostrado capaces en su momento de generar anticuerpos intelectuales frente a esa visión exterior e interesada del país. Pero no lo fueron. Y de ahí que acabasen interiorizando como propio aquel discurso ajeno y hostil. Una rendición cuyas consecuencias todavía estamos pagando, como se está viendo ahora mismo, los contemporáneos.
Desapego despectivo y apenas larvado por lo propio frente a todo lo que venga del norte de Europa, con especial devoción entusiasta si lo que viene se expresa en idioma inglés, cuyo diagnóstico clínico remite a la anomalía de que la historia de España, tal como subraya Elvira Roca Barea en su imprescindible Fracasología, esté en manos de académicos extranjeros, ese gremio al que aquí llamamos «hispanistas».
Anomalía que tampoco acontece en sitio alguno del primer mundo, por cierto. ¿O alguien imagina la versión canónica de la historia de Francia, la que se enseña a los jóvenes en colegios, institutos y universidades, siendo elaborada en su mayor parte por autores no franceses? Pero voy a ir acabando ya, que andamos de luto e igual me arriesgo a una sanción administrativa por desacato.