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Daniel Capó

Andalucía sigue el modelo irlandés

«Para un país tan poco industrializado como España y tan poco competitivo en el tablero global, nada resulta más urgente que atraer talento y capital exterior»

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Andalucía sigue el modelo irlandés

Los expresidentes de Gobierno, Mariano Rajoy, José Luis Rodríguez Zapatero, José María Aznar y Felipe González. | Europa Press

En cierto modo, Andalucía parece mirarse en el ejemplo irlandés. A principios de los años noventa, España e Irlanda gozaban de un nivel de desarrollo similar. Eran países pujantes –se hablaba entonces del toro español (o de los nuevos conquistadores) y del tigre celta–, aunque todavía alejados de la renta per cápita de la Unión. Mientras que Madrid optó por un crecimiento muy escorado hacia las obras públicas –gracias, en gran medida, a los Fondos de Cohesión– y hacia el sector financiero e inmobiliario, Dublín decidió lanzarse a una carrera fiscal, con impuestos extraordiariamente bajos para la época, que atrajera inversiones de los Estados Unidos. A ello le ayudaba el idioma común y una importante colonia de emigrantes que ejercía de puente diplomático. El resultado fue un éxito colosal. El saldo positivo con la Unión y unas políticas restrictivas le permitieron captar fiscalmente grandes capitales y, sobre todo, situar en Irlanda las distintas sedes de los gigantes tecnológicos americanos. Para la izquierda constituía un modelo criticable –no se desarrollaba lo suficiente el Estado del bienestar, no se reducía la fractura social–, pero la riqueza media se disparó, así como la calidad de vida de los irlandeses. Su modelo de crecimiento no sólo había funcionado, sino que muchas naciones del Este –Polonia, Hungría…–, aprovechándose de la cercanía geográfica con el polo industrial alemán, decidieron experimentar vías similares, también con aparente éxito.

España siguió el camino opuesto: optó por unas políticas del bienestar costosas, mal diseñadas y poco efectivas, mientras año tras año se incrementaba la presión fiscal y se añadían capas de burocracia a una economía ya muy intervenida. Nuestro país disfrutó de una gran ventana de oportunidades durante la última legislatura de Aznar y la primera de Rodríguez Zapatero, cuando una decidida reforma del mercado laboral, la liberalización de los mercados y una fiscalidad atractiva hubieran dejado a España en una posición privilegiada. Pudo ser –lo teníamos todo a favor, empezando por el superávit público y el bajo endeudamiento– y no fue. Y, a partir de 2008, con el estallido de las cajas de ahorro y la pirámide inmobiliaria, sólo cupo empezar a remar a contracorriente. En ese contexto, Madrid fue la excepción.

Madrid gozaba de muchas ventajas –entre ellas, las asociadas a la capitalidad– y supo aprovecharlas para dar un salto hacia la modernidad. Otras comunidades, no. O no del mismo modo. Cataluña es un claro ejemplo, al igual que Baleares. Ambas comunidades cuentan con una posición geográfica excepcional, con sendas ciudades de éxito a nivel internacional (Barcelona y Palma) y con una industria especializada de cierta relevancia. Nada les hubiera beneficiado más que una fiscalidad a la madrileña para continuar su trayectoria de crecimiento: eran –son– lugares ideales para capitalizar la inversión extranjera. Escogieron otro camino, con resultados poco favorables hasta ahora.

«Nada entorpece más la expansión de la riqueza que las redes clientelares»

También Andalucía disfrutaba de una posición de privilegio que no había sabido aprovechar: buenas infraestructuras, sol, ciudades atractivas y capital humano. Sin embargo, las décadas de Gobierno socialista habían desperdiciado gran parte de este potencial. Nada entorpece más la expansión de la riqueza que las redes clientelares: un vicio que no es exclusivo de la izquierda, ni mucho menos, pero que sí se agrava en aquellas regiones sujetas a monopolios políticos. El cambio de Gobierno supuso, en este sentido, una especie de explosión de oportunidades que pasaba por la moderación en las formas, el centrismo de las políticas y un único mensaje hacia el exterior: Andalucía quiere convertirse en un polo de inversión nacional e internacional, atraer capitales gracias a un modelo fiscal amable, simplificar la burocracia, rentabilizar el clima y las infraestructuras. No es algo muy distinto a lo planteado por Irlanda en su momento, aunque deberíamos cambiar el clima por el factor idiomático, en el caso de los británicos.

Que el éxito de Andalucía moleste en la Moncloa es lógico y no debe sorprendernos, porque representa el modelo opuesto al que ha pregonado el partido socialista en estos últimos años; pero es el crecimiento económico el que genera oportunidades y permite, en última instancia, mejorarlas políticas públicas de bienestar. Y ese no es un privilegio de la derecha, ni de la izquierda, sino de políticas bien diseñadas que aspiren a capitalizar las ventajas competitivas de cada región o de cada país. Y para un país tan poco industrializado como España y, por ende, tan poco competitivo en el tablero global, nada resulta más urgente que atraer talento y capital exterior. La geografía juega a nuestro favor, así como unas infraestructuras relativamente modernas y unos precios asequibles; pero es lo único. El modelo irlandés de bajos impuestos y seguridad jurídica nos ayudaría a aprovechar al máximo nuestros puntos fuertes. Y Andalucía parece haber entendido de qué va el juego mucho mejor que otras regiones españolas.

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