THE OBJECTIVE
José Luis González Quirós

El desconcierto político

«Si la derecha confía en las inercias perdedoras del adversario y a que las lógicas políticas la lleven en volandas, corre el riesgo de darse un notable batacazo»

Opinión
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El desconcierto político

José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez. | Europa Press

Mucho de lo que sucede en la política contemporánea resulta desconcertante para quienes tratan de entenderla, porque pasan muchas cosas que, según los expertos, no debieran haber ocurrido y menudean otras que nadie se había atrevido a predecir. Lo de Italia, por ejemplo, le ha hecho decir a Fernando Vallespín que «urge un nuevo pensamiento político», incluso sin conocer todavía los resultados electorales.

Tal vez el desconcierto surja de una pretensión excesiva de lo que se conoce como ciencia política, de suponer que una hábil combinación de la experiencia histórica (sea ello lo que fuere) con una correcta teoría política pudiera permitir prever los acontecimientos, incluso gobernarlos. No vendría mal recordar que ese ha sido el objetivo más genérico de las revoluciones, encontrar una forma política que permita pacificar la convivencia y hacer que el futuro se convirtiese en algo gozosamente previsible y gratificante. Aunque se diga que fue malentendido, esa idea también estaba en el pronóstico de Fukuyama, sobre que la historia se había acabado.

Pues no, la historia continúa y lo hace, con frecuencia, de manera desconcertante, al margen de cualquier razón y, sobre todo, de razones previsibles. No cabe negar las relaciones de causa efecto, pues en ese caso no tendríamos nada de qué hablar, pero hay que ser muy cautos con las grandes explicaciones, con cualquier clase de ideologías. Que el Putin amigo de Berlusconi haya decidido invadir Ucrania (claro es que acusando a Occidente de acosarle) es algo que nos está marcando, pero que nadie sabe cómo acabará y que es muy difícil que pueda presentarse como una acción lógica por más que, una vez acometida, se disparen las hipótesis sobre sus causas.

Vivimos en un mundo que es muchísimo más complejo e imprevisible que el de hace medio siglo, pero seguimos pensando con categorías centenarias, tal vez porque sea inevitable hacerlo ya que tratamos de entender lo que ocurre en sociedades que siempre nos han parecido, de alguna manera, espejos de nosotros mismos y todo el mundo tiene una cierta idea de quién es y lo que para sí querría. No podemos ponerle puertas a ese campo, pero sí tendríamos que caer en la cuenta de que, como escribió Martin Amis, «vivimos en la era de la locuacidad de masas», y esa conversación tan profusa es lo que hace que la política sea un guirigay difícil de resumir.

Frente a esa complejidad real, las democracias obligan a elegir entre papá y mamá, entre unos y otros, entre conservadores y progresistas y, claro está, el resultado de esas decisiones suele ser indigesto para cualquiera que pierda de vista que, como dijo Don Quijote, en sus últimas palabras, «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo», que el mundo suele ser muy distinto a lo que solía y, al revés que Quijote, no siempre para ser más sensato. La alternativa persiste, aunque el mundo a que se refiere haya cambiado y en eso está la modesta realidad de nuestras democracias.

«El desencanto social con la izquierda no va acompañado de un desmentido radical de sus dogmas»

En toda Europa, en España con algún retraso, existe un cansancio electoral con las políticas de la izquierda socialdemócrata, y eso trae consigo un cierto alza de las derechas (que, salvo por lo que niegan, suelen ser bastante heteróclitas) que los progresistas son incapaces de entender, porque siempre han pensado que no hay nada más tonto que un obrero de derechas, pero que tampoco se traduce con facilidad en un mayorías electorales consistentes. Por curioso que resulte, esta paradoja parece no merecer demasiados análisis.

Apuntaré algunos rasgos que pueden ayudar a entender el caso, espero que, al menos, en nuestra España. En primer lugar, el desencanto social con la izquierda no va acompañado de un desmentido radical de sus dogmas que han conseguido instalarse en nuestras sociedades como una mezcla peculiar de ciencia y de religión, así sucede con la idea de igualdad, con el feminismo rampante, con la pícara suposición de que los ricos siempre lo son porque roban, con la convicción de que cualquier problema tiene una solución pendiente en el aumento de gasto público, o con las diversas versiones de un ecologismo mucho más intuitivo que dispuesto a razones y cálculos.

Frente a esas esquizofrenias ideológicas, la derecha política, incluso si es capaz de detectarlas, suele mirar para otra parte, porque se conforma con reducir su misión a la consecución del éxito electoral y piensa que para eso siempre es mejor el oportunismo retórico que cualquier pedagogía. Con frecuencia esa idea se traduce en que la derecha se presenta con un mensaje que descalifica a los políticos de izquierda no tanto por lo que hacen, sino por lo perversos o lo inútiles que son. Esto se traduce en una afirmación agresiva: «Sin dejar de hacer lo mismo, nosotros lo haremos mejor», momento en el que, de forma inevitable, arrojan piedras a su tejado, porque la razón de esa supuesta ventaja siempre está en una suposición que irrita de manera profunda a muchos electores y que asoma con facilidad en las campañas, a saber, que «porque somos mejores nos merecemos el poder». Es la vieja derecha de «El Estado soy yo» y que supone que hay que desalojar con urgencia a los desaprensivos.

«La izquierda ha buscado alianzas con los nacionalistas deseosos de imponer un monopolio político absoluto»

En España, desde Rodríguez Zapatero a Sánchez, con estación en Podemos, la izquierda ha sido bastante consciente de que su programa, digamos, económico, había perdido vigor, pero que, además, ni siquiera corría demasiado peligro en manos de la derecha. Al verse incapaz de renovar ese proyecto en forma análoga a otras izquierdas de Europa, ha necesitado encontrar un programa nuevo y ha cultivado dos terrenos que podrían significar un enorme peligro para su futuro, pero que le permitirían recuperar una mayoría que se le había vuelto esquiva en 1996 y en 2000. Para ello ha buscado alianzas con los nacionalistas deseosos de imponer un monopolio político absoluto y, si pudieran, de obtener la secesión, al tiempo que ha decidido socavar la legitimidad de la derecha y de la transición para poner en cuestión los equilibrios constitucionales.

Este giro del socialismo no es tan reciente como cabría suponer. Se asienta en una mala digestión de las derrotas frente a Aznar. A su entender, algo funcionaba mal en la democracia si las derechas podían triunfar (un argumento que si mi memoria no falla se remonta a Peces Barba), de forma que había que corregir el sistema que permitía una anomalía tan insoportable. De ahí nació la apuesta por la tensión y la polarización y la renuncia a pactar con el centro (eso que le dijeron a Sánchez en Ferraz, «con Ribera, no») y el argumento que trata de marginar a una derecha que se considera, por naturaleza, extrema, regresiva y antipopular.

Con un panorama electoral bastante cercano y con independencia de lo que ocurra fuera (en Italia o en Ucrania) que, de todos modos, nos afectará de forma profunda, cabe preguntarse qué es lo predecible, cuál es la lógica del caso, que, como es obvio, podrá ser alterada por multitud de imprevistos. Sánchez va a intentar algo bastante difícil, seguir con ese mensaje ideológico de fondo, al tiempo que se protege con las vestes europeas y con la idea de que nada de lo que nos ha pasado es de su responsabilidad. En condiciones normales, debiera ser una apuesta perdedora, pero no hay que olvidar que nadie pierde una partida si no se la gana otro.

La derecha parece esperar que ese sea el caso, que ella acabe por ganar con la fórmula que sea, y está por ver si va a ser capaz de hacer todo lo que podría para merecer el triunfo convenciendo al electorado de que propone algo distinto y mejor. Si se confía a las inercias perdedoras del adversario y a que las lógicas políticas la lleven en volandas, puede correr un riesgo muy serio de darse un notable batacazo. Por absurdo o indeseable que sea el que así pudiera suceder, no me parece que la derecha esté preguntándose en serio por las razones que permitan entender por qué no consigue llevar ya una ventaja más que suficiente en las encuestas. Confieso que la razón de la resistencia a preguntarse por este tipo de cosas se me escapa por completo, tal vez suceda que, como afirma Fernando Vallespín, se necesita un pensamiento político del que yo, al menos, carezco.

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