Agua y jabón
«Siempre habrá un artista verdaderamente original, no por las conveniencias de ninguna moda ni por las obligaciones del tiempo sino por imperativos del alma»
Me parece que es muy importante no ser nada indulgente con la falta de curiosidad. La curiosidad es el primer motor de la vida, y una de las principales claves de la alegría, y, si se me apura, diría incluso que renunciar al conocimiento es algo que está directamente relacionado con la maldad. O, para no ser tan extremo, que la maldad es algo que sólo le puede llegar a alguien tras haber perdido la curiosidad activa, cuando se ha conformado o resignado o rendido en ese sentido intelectual pero, sumergido ya en la pobreza de espíritu, no en otros aspectos más viles o en otras ambiciones más bajas. Me doy cuenta de esto, sobre todo, cuando me encuentro con ejemplos de lo contrario, como el libro de apuntes titulado Agua y jabón, de Marta D. Riezu, que es toda una juerga de la inteligencia, la sensibilidad, el buen juicio y la alegría incomparable que produce el contacto con las cosas hechas con cariño, buen gusto y humildad, el placer que provoca lo mejor. No hace ninguna falta compartir todas las filias o fobias que la autora menciona o explica en su ensayo, pero sí parece necesario tener la misma actitud, esa predisposición a disfrutar de todo lo bueno de la forma más alta, más entregada y más consciente.
El libro luce el subtítulo «Apuntes sobre la elegancia involuntaria», algo que contrasta con la constatación inmediata de que se trata de un volumen sin solapas, lo cual es lo menos elegante de la Creación. Pero dejando a un lado esa paradoja, se supone que ajena a la voluntad de la autora, lo que encontramos en Agua y jabón es algo que hubiera encantado a nuestros viejos institucionistas, tan insistentes siempre en que no hay que buscar la grandeza en el lujo, ni la buena educación en los palacios, ni la belleza en Sotheby’s. Lo decía Juan Ramón Jiménez al hablar de «la aristocracia de intemperie»: para quien sabe mirar, todo está lleno de pequeñas creaciones humanas que enaltecen la vida, de detalles improvisados y espontáneos que dan cuenta de una nobleza que no tiene que ver con los apellidos sino con la mirada, y que conectan automáticamente el cerebro con el corazón, encendiendo las intuiciones, haciéndonos saber instintivamente que eso que hemos visto o escuchado o sentido es algo verdadero, genuino, hecho de buena fe y sin mirar a la grada, sin cálculos indignos, sin intereses escondidos, sin un afán de ganancia que no sea el estrictamente legítimo.
Jamás me hubiera atrevido a confesar lo que sigue si no fuera porque lo he leído aquí, provocándome el primer sobresalto de reconocimiento: la rueda de prensa que dio Arsenio Iglesias minutos después de que el Deportivo de La Coruña perdiese una liga de la que le separaba un solo penalti en el último minuto del último partido fue, sin exagerar, uno de los momentos fundamentales de mi educación sentimental, comparable a la primera lectura de Jorge Manrique o a cuando vi en el cine Mediterráneo. Para quien sea afín no hace falta entrar en detalles, y entenderá que en los días siguientes yo mirase ávidamente todos los telediarios a ver si repetían esas palabras o por qué pedía a mi padre que no cambiase de canal mientras Arsenio hablaba, abatido e inmenso, hundido y sabio. Que mi padre no entendiese mi atención (aunque me mirase con tanta atención a mí), o que mis compañeros sintieran indiferencia ante las Coplas o que los demás espectadores mirasen el reloj mientras pasaban la película de Gabriele Salvatores me hizo sentir siempre raro, pero nunca mal. Jamás me he sentido mejor que nadie, pero sí me he sabido diferente, lo cual, por fortuna, no me hizo sufrir sino seguir buscando.
«Este libro demuestra que se puede ser hedonista y sobria a la vez»
Y está bien encontrarse con afines. Lo de Arsenio es sólo el caso más perturbador de todas las cosas ante las que, leídas en Agua y jabón, asiento, y son muchas. ¿Pija? No sé, no la conozco, por lo que escribe no me lo ha parecido. ¿Elitista? En absoluto: no se siente más atraída por el escaparate de Tiffany que por un cuenco rudimentario y bonito encontrado en el Rastro. Este libro demuestra que se puede ser hedonista y sobria a la vez. Claro que ella ha tenido tal vez oportunidades que no todos tuvimos, pero pensar en eso es no entender nada del fondo: igual que de las favelas han salido hombres y mujeres que han luchado y han desarrollado una sofisticación exquisita, que han conseguido sobreponerse a todo para imponer su propia vida y desplegar sus talentos, las urbanizaciones de la upper class son un evidente e imbatible criadero de paletos, cazurras y salvajes, de modo que, más bien al contrario, hay que sorprenderse de la personalidad y la fortaleza de las que hace gala Riezu, de la cual me creo totalmente su falta de ambición mundana, su deseo de pasar inadvertida para poder seguir disfrutando en paz de lo que le gusta, su relativa indiferencia ante los errores del mundo, que no nos afectan mientras no nos salpiquen.
¿Que la gente quiere tatuarse masivamente? Ellos sabrán. ¿Que conceden el Premio Reina Sofía de poesía a Olvido García Valdés? No importa en absoluto: ¿acaso nos impide eso leer poesía que no sea ridícula? Etcétera. «Es todo tan grave que no importa», decía Ramón Gaya (a quien se alude con admiración, por cierto, en el libro: otra muestra de buena puntería), y siempre habrá un pequeño jardín que descubrir donde menos nos lo esperábamos, siempre habrá un detalle de amor a la vida en una ventana de un barrio deprimido, siempre habrá un artista verdaderamente original, no por las conveniencias de ninguna moda ni por las obligaciones del tiempo sino por imperativos del alma.
Y el libro está, además, recorrido por el humor, un humor muy particular pero que llega, y que se hace patente incluso en las imágenes que, totalmente independientes de lo que vamos leyendo, saltan a las páginas, iluminando el libro de otro modo y haciéndolo todavía más gozoso y más extraño, más divertido y más enigmático (pero qué frustrante es que estén reproducidas en un blanco y negro tan limitador).
Agua y jabón es una colección de aciertos y de hallazgos, de cosas que se aplauden y de cosas dignas de aplauso que se van escribiendo o entendiendo ante nuestros ojos. Y es, ante todo, un libro agradecido, un homenaje a quienes han hecho cosas bonitas con cuidado y formación, con dedicación y tiempo, con conciencia o con una buena suerte que seguramente también era un premio justo a la buena disponibilidad. Se le escapa algún anglicismo muy poco elegante (esa «exhibición» de la página 39 sólo puede ser una «exposición»). Agua y jabón es lo contrario del «ajo y agua», tan español: es una impugnación de la indolencia y del encogerse de hombros, es una celebración de la sorpresa y la agudeza, del vivir atentos a todas las liebres que saltan ante nosotros, en momentos propicios para ello o, como en el refrán, donde menos podía esperárselas. Si se tiene una vida, se tiene una novela; pero si se tiene carácter y personalidad, se tiene dentro un libro como éste, un ensayo misceláneo, caprichoso y contento que es el testimonio sonriente de un modo muy privado y muy concreto de habitar el mundo. No podemos hacer mucho contra las cosas malas. Se lo explicaba a mis hijos el otro día, cuando me preguntaban por Ucrania, por aquel niño de diez años que murió por un misil ruso contra una parada de autobús. No podemos evitar eso, son realidades eternas, de un modo u otro van a ocurrir siempre, hay que protestar enérgicamente ante ellas pero no ser ingenuos sobre su posible final. Lo que sí podemos hacer contra eso es compensarlo de algún modo, abrazarnos más, querernos, cuidarnos, portarnos bien ser buenos. Dando un salto no demasiado abusivo, ante la literatura de nuestro tiempo, basada principalmente en el victimismo y en la amargura (y, por añadidura, en la codicia, en la egolatría), qué bien nos vienen libros tan listos y tan felices como Agua y jabón, que no es que contribuyan a equilibrar la balanza editorial, sino que dejan en evidencia a los llorones y a las farsantes. La fórmula de la buena literatura, pues, era tan sencilla como, según Cecil Beaton, la de la elegancia. La tienen en el título, y en cualquiera de sus páginas.