Lo que esconde la iconofobia
«¿Por qué se le reclaman a Occidente sus vicios morales amenazando su cultura? Porque es lo que más valora. Deslegitimando sus obras, se deslegitima a sí misma»
En Occidente hemos vivido muchas veces una tensión entre las pulsiones iconofílicas e iconofóbicas. Amamos las grandes creaciones que ha forjado el espíritu, o la creatividad, o el talento humano, y en ocasiones destinamos semanas enteras para leerlas o viajamos miles de kilómetros para verlas. Somos irremediablemente iconofílicos y derramamos lágrimas por las llamas que amenazaron Notre Dame y nos horrorizamos con la barbarie talibán que destruyó los budas de Afganistán.
Pero también llegan momentos de rabia en que esos mismos cuadros, efigies o ficciones se convierten en blanco de rencor y reciben ataques premeditados. Recuerdo un cortometraje de Sean Penn sobre la embestida contra las Torres Gemelas que celebraba de forma implícita la caída del emblema arquitectónico de las finanzas internacionales. Más recientemente los grupos ecologistas han atacados obras de Van Gogh, Monet y Vermeer, y hace un año se convirtió en un deporte viral la defenestración de estatuas de Colón, de los conquistadores o de cualquier personaje que pudiera ser asociado, justa o injustamente, con el colonialismo y el racismo. Hasta un busto de Cervantes fue víctima de actos vandálicos.
«Estos ejemplos son de hoy y de hace dos décadas, pero en realidad la iconofobia o el odio al arte no es un fenómeno nuevo»
Estos ejemplos son de hoy y de hace dos décadas, pero en realidad la iconofobia o el odio al arte no es un fenómeno nuevo. La cosa empezó, como mínimo, a principios del siglo XX. El futurista Marinetti glorificó la guerra y decretó que no había belleza más que en la lucha, y pocos años después los dadaístas emprendieron una guerra frontal contra el arte. Empezamos admirando la belleza de la destrucción, y terminamos avalando la destrucción de la belleza. Tristan Tzara lo dijo en su Manifiesto dadaísta de 1918: «La protesta a puñetazos de todo el ser entregado a una labor destructiva es Dadá». Y lo que había que destruir, claro, era la reverencia por los clásicos literarios y artísticos de la tradición occidental.
El horror que habían presenciado los jóvenes poetas en los años previos, cuando toda Europa estalló en una terrible guerra, la Gran Guerra, los llevó a una conclusión precipitada: si los capitanes que los habían conducido a la muerte leían a Goethe, entonces Goethe olía a cadáver y podía ser desacralizado. La cultura no había detenido la carnicería. Por el contrario, había sido su cómplice, y por eso merecía el sabotaje y la burla; a la Mona Lisa se le podía pintar bigotes y los objetos vulgares podían entrar al museo. Las categorías podían deshacerse y las jerarquías reblandecerse: de ahora en adelante todo daba igual, todo era arte y nada lo era, y así empezaba la gran confusión contemporánea.
La iconofobia surgía de una profunda decepción. La guerra, primero, luego el colonialismo y la emergencia climática, vicios y males achacados a Occidente, se convertían en una coartada moral para la furia de los artistas, performers y activistas (todo ha terminado por ser lo mismo). Sartre fue quien más alimentó la mala conciencia del creador que pensaba que su obra contribuía en algo a la cultura o a la civilización humana. En 1964, en una entrevista para Le Monde, dijo que La náusea, frente a un niño que moría de hambre, no tenía sentido.
«Todo aquel que se dedicaba a una actividad artística se convertía en un cómplice pasivo de la explotación y la miseria»
La moral debía estar por encima de la estética, según el existencialista, y por eso mismo los creadores debían invertir su escala de valores. Primero tenían que luchar contra la pobreza o contra los males sociales, de ser necesario mediante la revolución, y luego, sí, incurrir en ese juego banal y burgués que culminaba con la publicación de una novela o la inauguración de una exhibición de arte. La cultura no importaba, importaban los niños. Y, puesto así, en esos términos tan drásticos, todo aquel que se dedicaba a una actividad artística se convertía en un cómplice pasivo de la explotación y la miseria.
Visto en perspectiva, uno puede encontrar cierta constante: cuando se acusa moralmente a Occidente de algún fallo, el resultado es la iconofobia, la erosión del valor del arte, la destrucción de las estatuas o la sopa de tomate arrojada sobre los lienzos. Esto es lo significativo y lo intrigante. ¿Por qué se le reclaman a Occidente sus vicios morales amenazando su cultura? Dudo mucho que sea porque tenga una responsabilidad real en la guerra o la explotación, sino porque es lo que más valora Occidente. Deslegitimando sus obras, se deslegitima a sí misma, pierde sostén, la fuente de autoestima y el armazón de sus valores. Eso es lo que esconde la iconofobia, mucho más que la defensa de causas morales: la abominación de Occidente, la aversión a la modernidad occidental. Una insatisfacción que se incubó con el romanticismo, y que de tanto en tanto tenemos que soportar.