De Felipe a Sánchez
«El felipismo es lo más parecido a una religión laica que ha tenido la democracia española»
Para quienes nacimos cuando la dictadura estaba a punto de terminar y tuvimos una socialización política ordinaria, Felipe González carecía de un aura providencial: solo era el señor que gobernaba un país algo caótico donde había asesinatos de guardias civiles, casos de corrupción e incluso una huelga general que nos dejó sin clase. No sabíamos de dónde veníamos y la inevitable contenciosidad del tardofelipismo complicaba la adhesión incondicionada a aquel partido que daba la impresión —al menos en el sur— de mandar en todas partes. Dicho de otra manera, aquel PSOE inauguralista del 82 no podía ser para nosotros lo que era para las generaciones inmediatamente anteriores: los depositarios de una ilusión colectiva que generaba de manera espontánea fuertes lazos emocionales.
El felipismo es lo más parecido a una religión laica que ha tenido la democracia española. Su fervor se ha manifestado en el voto fiel de quienes creían debérselo todo a González, pero también en el rabioso desengaño de quienes vieron traicionados sus ideales juveniles y se hicieron apóstatas de izquierda o derecha. Aquel PSOE de González y Guerra no solo impulsó la modernización del país, sino que consiguió dotar a su partido de una mitología electoral —el concepto es de Giovanni Sartori— vinculada a ese proceso: la idea de que la democracia española solo progresa cuando los socialistas ostentan el poder. El cartel diseñado para festejar los 40 años de la arrolladora victoria electoral de González ha dejado al descubierto de manera elocuente esa maniobra de apropiación: la versión actualizada del original de José Ramón para la campaña del 82 sugiere que la democracia española tiene como únicos protagonistas a los presidentes del gobierno que ha dado el partido socialista, cuyas efigies ocupan el primer plano mientras por detrás sale de entre las nubes un sol de dibujos animados.
«Felipe González supo ser una figura auroral y Pedro Sánchez solo puede ser una figura crepuscular»
Este inteligente ejercicio de propaganda partidista señala sin querer los límites de la comparación entre el felipismo y eso que se ha venido a llamar «sanchismo». Para empezar, hay una diferencia dramática: González obtuvo 202 escaños y Sánchez nunca ha pasado de 123. Todo indica que no es un líder querido por las mayorías, ni parece aspirar a serlo; sabiendo que no está en su mano lograr esa aceptación transversal, ha optado por la polarización agresiva con la derecha y forjado una alianza con los nacionalismos que le permitirá continuar formando gobiernos sin pasar del 30% de los votos. Si el PSOE hegemónico de los 80 podía permitirse el lujo de tener corrientes críticas era porque no había quien le hiciera sombra en el parlamento; Sánchez ha impreso un giro a su partido de tal calado a la orientación de su partido que se ve obligado a laminar la disidencia interna.
Sucede que 40 años no pasan en balde y Sánchez carece de la ventaja proyectiva de la que disfrutó González: si este decidió ser un modernizador de la sociedad industrial, aquel ha optado por desempeñarse como gestor de ira en la sociedad posindustrial. Por mucho que aumente el gasto público como si fuéramos ricos, Sánchez no gobierna ya una sociedad en construcción cuya juventud ve el futuro con optimismo, sino un país envejecido que ha dejado de creer en la abundancia y dedica la mayor parte del gasto público a pagar pensiones. Esta desventaja psicológica se acentúa si pensamos en el sistema autonómico: en lugar del proyecto incierto que era en 1982, se trata de una realidad cuyos defectos de diseño se han hecho visibles sin que nadie proponga de verdad sentarse a arreglarlos. Eso no quiere decir que lo que ha hecho Sánchez sea lo único que puede hacerse; aunque quizá sea lo único que sabe hacer él y por eso lo hace.
Sea como fuere, el horizonte de expectativas es determinante: Felipe González supo ser una figura auroral y Pedro Sánchez —salga de escena mañana o gobierne todavía durante muchos años— solo puede ser una figura crepuscular. Y es que ya no somos jóvenes: ni siquiera los jóvenes.