Mapa de las miserias humanas
«La politización de las desgracias y miserias humanas está cartografiando el mapa de un mundo imposible de transitar y de habitar»
Mi experiencia en esto del columnismo es escasa. Escribí mi primer artículo por encargo en 2018 y la deriva me ha traído hasta aquí. Soy consciente de mis carencias literarias, las cuales intento suplir recurriendo a la honestidad y a la pedagogía. A veces con tino y otras no tanto. No son pocas las ocasiones en las que encuentro en mis escritos una forma de desahogo, pues me ayudan a racionalizar mis inquietudes, enojos o anhelos y los transforman en palabras en las que consigo verme reflejada. El texto que hoy escribo devuelve la imagen de mi desgarro interior, de un desasosiego en absoluto fingido, forjado por los acontecimientos que se producen en mi país, que cada día me duele más.
En mi anterior artículo, el angustioso silencio institucional tras la muerte de la pequeña Olivia a manos, presuntamente, de su madre, me llevó a denunciar la hipocresía de un presidente del Gobierno y una ministra de Igualdad que sólo reaccionan cuando el progenitor asesino es varón. Consideré necesario y relevante evidenciar no sólo la escasa catadura moral de nuestros dirigentes, sino también el fracaso de un ecosistema jurídico y judicial que adjudica la condición de víctimas y verdugos por una mera cuestión de sexo y relega al olvido el interés superior del menor.
La constatación de la podredumbre de los cimientos de la arquitectura de género se ha hecho patente durante las últimas horas. El Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León emitió un infame comunicado que intentaba ser exculpatorio de la labor de los tribunales implicados pero que se deslizó por la tendenciosa pendiente de culpabilizar al padre por la muerte de la niña. Olivia no estaba bajo su custodia porque había sido condenado a nueve meses de prisión por un delito de violencia de género, pretexto al que se aferraron todos los miserables y equidistantes para los que la ideología está por encima de la humanidad. Imposible digerir afirmaciones como «la madre la mató por compasión» o «nada es blanco o negro». Me producen ganas de vomitar, sobre todo después de haber leído las sentencias condenatorias de ambas instancias que, lejos de demostrar que el padre de la cría es un maltratador, ponen de manifiesto los incentivos perversos de la ley de violencia de género para que las mujeres incursas en procesos de divorcio o separación utilicen el maltrato de forma instrumental.
La indigestión de indignidad no acaba aquí. La misma ministra que no tuvo a bien condenar el asesinato -presunto- de Olivia hasta que, dos días después, fue interpelada en el Congreso, exigiendo malhumorada que no se politizase el dolor, publicaba la mañana del sábado su condena por el asesinato machista de una mujer de 69 años en Málaga apenas una hora después del suceso. En su tweet, Irene Montero reclamaba también la unidad de todas las instituciones y de toda la sociedad para hacer frente a la violencia de género. Qué lástima que no tuviera tiempo de mencionar que el presunto autor del crimen es un anciano de ochenta años con Alzheimer, no vaya a ser que la enfermedad le estropee el relato de opresión heteropatriarcal.
Éste es un tema que me duele y me desgarra a nivel personal. Mi abuela materna murió de Alzheimer hace pocos años. Fue una mujer de origen muy humilde con una vida muy difícil que no le impidió ser buena y cariñosa. Convivió muchos años con un marido esquizofrénico en una época en la que el diagnóstico de la enfermedad no era sencillo. Mi yaya lo pasó muy mal hasta que medicaron a mi abuelo. No tuvo respiro tras su muerte: cuando él faltó la que enfermó fue ella. El Alzheimer se fue llevando a mi abuela, lenta y dolorosamente. En los estadios finales de la enfermedad, había días -los buenos- en los que aquella mujer que nos había cuidado y querido con locura nos miraba con recelo. Aseguraba que mi madre quería su cartilla y que yo, la abogada de la familia, pretendía encerrarla en una residencia. Los días malos ni tan siquiera la podíamos visitar por los arrebatos violentos. Las lágrimas de frustración de mi madre son ahora las mías recordando todo aquello.
«¿Qué más da cual sea el sexo de la víctima y del verdugo si nada tiene que ver con los motivos y la causa del crimen? »
La insensibilidad de los manipuladores que moran en la política me resulta insoportable: ¿cómo es posible que lo único que les importe ante un suceso así sea la biología? ¿Qué más da cual sea el sexo de la víctima y del verdugo si nada tiene que ver con los motivos y la causa del crimen? Se me descompone el estómago. La ideología es consustancial a la construcción de la identidad individual, pero queda claro que, cuando anula a la ética y a la moral, crea monstruos egoístas y despiadados, carentes de empatía y de sentido crítico.
La violencia no siempre está influenciada por el género de los implicados. Ésta es la verdad que muchos conocen pero que pocos se atreven a comunicar como consecuencia de la autocensura que los ciudadanos nos hemos autoimpuesto. Hay que evitar incomodar a quienes han pergeñado desde su púlpito de superioridad moral las pautas sociales del bienquedismo. Yo procuro no participar de ellas por higiene mental. Lo que está sucediendo es nauseabundo. Hay que decirlo. Basta. La politización de las desgracias y miserias humanas está cartografiando el mapa de un mundo imposible de transitar y de habitar, donde nuestra dignidad es sacrificada en los altares del dogmatismo por falsos profetas que utilizan su poder para destruir en lugar de para construir. A la mierda todos ellos.