THE OBJECTIVE
Carlos Granés

La tiranía de la literalidad y el abaratamiento del lenguaje

«La literalidad achica el mundo, lo convierte en un claustro de gente cognitivamente plana y perezosa, insensible a  la ironía y al humor»

Opinión
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La tiranía de la literalidad y el abaratamiento del lenguaje

El Congreso de los Diputados.

Hace un par de años el futbolista Edinson Cavani, por entonces jugador del Manchester United, fue acusado de racista por escribir en sus redes «gracias, negrito». Cavani le estaba respondiendo de forma cariñosa a un amigo que lo había felicitado por su actuación en un partido. Habría podido decir «gracias, chaval», «gracias, mi pana» o «cheers, pal», pero dijo lo que dijo porque Cavani es uruguayo y no español ni venezolano ni británico. La Asociación Inglesa de Fútbol, sin embargo, no tuvo en cuenta las sutilezas del lenguaje y le impidió jugar tres partidos, le cobró una multa de más de cien mil euros y lo obligó a tomar un curso de sensibilización. De nada valió que todo Uruguay, su academia de la lengua incluida, tratara de aclarar el malentendido. Cavani tuvo que aceptar su castigo para impedir males mayores. Asistíamos al triunfo de la literalidad.

La tiranía de la literalidad es algo que preocupa mucho al escritor Juan Soto Ivars, por una razón importante. Quien no entiende la plasticidad de las palabras y de los actos nunca entenderá las perspicacias de la sátira o del arte, y se verá condenado a repasar el diccionario con un bolígrafo rojo. La literalidad achica el mundo, lo convierte en un claustro de gente cognitivamente plana y perezosa, insensible a  la ironía y al humor. Su crítica a este mundo literal es su nuevo libro, Nadie se va a reír, publicado en Debate, en el que cuenta la extravagante historia de Anónimo García, un artista que acabó enfrentándose a una pena de cárcel por una sátira y una crítica que los medios y la sociedad española se tomaron de forma literal. 

Anónimo y su grupo, Homo Velamine, se propusieron desde hace varios años desafiar las expectativas, las categorías y los dogmatismos sociales mediante performances mediáticos y jocosos. En una ocasión se disfrazaron de curas y monjas y asistieron a un congreso de Podemos exhibiendo carteles que decían «Pablo, amigo, Dios está contigo». Los medios se rindieron ante los «cleroflautas» y los abordaron con sus flashes y cámaras. No era la primera vez que llamaban la atención desafiando las trincheras culturales. Disfrazados de modernos, se unieron en otra ocasión a los festejos frente a la sede del PP con un cartel que decía «Hipsters con Rajoy». Su juego era ese, romper la ortodoxia y desafiar el sectarismo.

Estos juegos, sin embargo, estaban destinados a acabar mal en un mundo regido por el tabú y la literalidad. En una ocasión colgaron una bandera de España al paso de la manifestación feminista del 8M, y unos machos deconstruidos le rompieron la cara a Anónimo. Peor aún le fue al artista cuando quiso parodiar el amarillismo que despertó el caso de La Manada, en Pamplona: su proyecto satírico de hacer un Tour que replicaba el tratamiento mediático del crimen fue tomado de forma literal y juzgado como un delito de trato degradante.

«Esta literalidad que preocupa a Soto Ivars porque supone límites a la libertad de expresión contrasta con el abaratamiento de las palabras que se le permite a los políticos»

Esta literalidad que preocupa a Soto Ivars porque supone límites a la libertad de expresión, sobre todo para quienes viven de ella -humoristas, escritores y artistas-, contrasta con el abaratamiento de las palabras que se le permite a los políticos. Pedro Sánchez es el ejemplo paradigmático de este vicio: en su boca las palabras sirven para cualquier cosa menos para describir lo que está ocurriendo en la realidad. Cuando dice «negociación», sabemos que está haciendo cualquier cosa menos negociar; y lo mismo cuando usa las palabras «homologar», «normalizar» o «modernizar». El lenguaje, en su caso, es siempre un artificio. No describe la realidad, la niega. 

Ese privilegio, el de tergiversar, ocultar, desafiar o modificar caprichosamente la realidad, solía pertenecer a los artistas. Hoy se lo han adjudicado los políticos que abierta y descaradamente se olvidan de la realidad y nos dicen que lo importante es el relato. Hacen lo que solía hacer el artista, parodian la realidad. Encadenan palabras con brillo como «progreso», «democracia», «diálogo» o «convivencia» para justificar cualquier arbitrariedad. Se apropian de las términos para que empiecen a significar lo que a ellos les da la gana que signifiquen, y de paso erosionan el piso común por el que circulamos todos. Sólo los grandes poetas consiguen enriquecer el lenguaje con sus innovaciones. Los políticos que sólo piensan en estrategias discursivas para mantenerse en el poder, lo abaratan y envilecen. Es a ellos a quienes les vendría bien algo de literalidad.

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