Los exorcismos de la izquierda
«Para los reverendos neopuritanos, que los tribunales pongan de relieve su incompetencia legislativa es un sacrilegio y los jueces, la encarnación del diablo»
Una de las demostraciones más embarazosas de que predecir el futuro suele acabar en el ridículo es sin duda la profecía que Francis Fukuyama hizo en su célebre El fin de la historia y el último hombre (1992). En este libro, el sociólogo estadounidense pronosticó no el fin de la historia —el título, de entrada, induce a error—, sino el fin de las ideologías que habían dominado el siglo XX. Este vaticinio desencadenó una intensa controversia. Sin embargo, no serían las críticas del momento las que pondrían en la picota a Fukuyama, sino ese juez implacable que es el tiempo. La historia, como todos sabemos, no se acabó con la caída del Muro de Berlín, pero esta, como digo, no era la idea de Fukuyama. El verdadero bochorno fue que el vaticinio de un mundo desideologizado, con un horizonte liberal y democrático, resultó ser tanto o más equivocado.
En este Occidente dominado por la cultura anglosajona es lógico que sean sus expertos los que acaparen los focos, para lo bueno y también para lo malo. De ahí que a Fukuyama se le adjudicara toda la gloria en lo que respecta a pronosticar el fin de las ideologías. Sin embargo, bastante años antes, concretamente en 1964, el escritor español Gonzalo Fernández de la Mora había publicado su ensayo El crepúsculo de las ideologías, donde sostenía que la creciente complejidad de la gestión pública demandaba maneras mucho más racionales y pragmáticas de organización política. La ideología era un concepto obsoleto destinado a desaparecer. En consecuencia, ideólogos y políticos serían progresivamente desplazados por técnicos y expertos. El argumento parecía bastante razonable pero el tiempo se encargó también de quitar la razón a Fernández De la Mora. Lo cierto es que en este siglo XXI la política se guía por criterios cada vez menos racionales: más ideológicos, emocionales… e interesados.
Como cualquiera puede advertir, salvo que esté recluido en una cueva, las ideologías no han desaparecido; al contrario, se han dividido en formas todavía más irracionales y agresivas. Lo que podríamos llamar ideologías clásicas, generalistas y hasta cierto punto argumentativas, han dado paso a creencias particularistas, orientadas hacia un activismo puro y duro e inasequible a la razón. Se trata de doctrinas aún más fanáticas, enemigas mortales de la libertad individual, y que, para nuestra desgracia, han alcanzado una inquietante influencia sobre la política; una suerte de religiones laicas que sistemáticamente impiden el debate, cancelan, gritan, insultan y arrojan a la hoguera a quien no comulga con sus dogmas. En definitiva, nuevas sectas que, a diferencia de las religiones tradicionales, imponen reglas de conducta que no sólo afectan a sus devotos, sino que pretenden ser de general cumplimiento mediante el poder estatal.
«Estas creencias particularistas recurren a la superstición para vincular cualquier desviación de sus dogmas con el mal»
Como sucede con todo fanatismo religioso, estas creencias particularistas tampoco atienden a razones; al contrario, recurren a la superstición para vincular cualquier desviación de sus dogmas con el mal. No ya la crítica formal, sino la broma, el humor, la parodia o cualquier comportamiento lúdico que violente o banalice en cualquier medida sus sagrados mandamientos convierte a quienes lo perpetran en la encarnación de la maldad. Lo estamos comprobando constantemente a cuenta de cualquier transgresión, hasta la más incauta o inocente. Un ejemplo espléndido es lo sucedido en el Colegio Mayor Elías Ahuja, donde un burdo ritual adolescente devino en un fenómeno de histeria colectiva. De pronto, el mal se había hecho carne en un puñado de estudiantes. Y desde casi todas las instancias políticas y mediáticas, fueron sentenciados a ser quemados en la plaza pública —afortunadamente de manera virtual— para, mediante el fuego, ser purificados.
Este episodio recuerda demasiado a lo sucedido en Salem, Nueva Inglaterra, en 1692, cuando seis niñas comenzaron a manifestar extraños comportamientos. Tras probar todo tipo de remedios para sanarlas sin obtener resultado, se determinó que su extraña conducta solo podía tener una explicación: la brujería. Tras los enardecidos sermones del líder religioso advirtiendo de la presencia del diablo, la histeria y el miedo se adueñaron de la comunidad. La psicosis alcanzó tal magnitud que la menor desviación de las normas puritanas acabó acarreando una acusación por brujería. 144 personas, en su mayoría mujeres de clase baja, fueron encarceladas y 19 acabaron subiendo al patíbulo. Este episodio es conocido como los juicios por brujería de Salem.
Para explicar estos fenómenos de histeria colectiva, el sociólogo Stanley Cohen acuñó en 1972 el término Pánico Moral. Cohen, en Folks Devils and Moral Panics, explica su funcionamiento: las personas con poder o capacidad de representación señalan un comportamiento, o un colectivo, como encarnación del mal para después alentar la preocupación y el miedo, sentimientos que son exacerbados hasta desembocar en la aversión, la repulsión y finalmente la hostilidad radical hacia determinadas actitudes o grupos. Se instiga así a la comunidad a lanzarse vehementemente contra el supuesto mal, eludiendo el debate racional, impidiendo la búsqueda de soluciones adecuadas y, sobre todo, distrayendo la atención de la imprescindible crítica al poder.
Pero el Pánico Moral no solo sirve para someter a las personas comunes cuya relevancia o influencia se limita al ámbito de lo privado, también sirve para coaccionar a aquellos otros que forman parte de las instituciones del Estado, como los jueces, que son indispensables para que el sistema de contrapesos del poder esté garantizado.
«Canal Red será un púlpito desde el que este telepredicador podrá seguir rentabilizando su negocio»
Esto es precisamente lo que la izquierda está haciendo con la judicatura desde hace tiempo y, ahora, con especial intensidad a propósito de la ley del solo sí es sí. Una ley cuya razón de ser nada tiene que ver con la necesidad, pues era completamente innecesaria, sino con la aspiración de la izquierda de imponer su religión mediante la coacción del Estado. Por eso, para las Irene Montero y los Pablo Iglesias, y demás reverendos puritanos, que los tribunales pongan de relieve su incompetencia legislativa es un sacrilegio y los jueces que presiden tales tribunales, la encarnación del diablo. Necesitan, pues, ser exorcizados, liberados de la posesión demoniaca del machismo con el agua bendita de la perspectiva de género. O, en su defecto, ser ajusticiados en la plaza de la opinión pública.
A propósito de estos reverendos neopuritanos, el anuncio de la puesta en marcha del nuevo medio de comunicación de Pablo Iglesias no lo veo como una buena noticia. Y no porque considere que la pluralidad y una mayor oferta sea negativo, ni mucho menos, sino porque me temo que, más que un medio de información o siquiera comunicación, Canal Red será un púlpito desde el que este telepredicador podrá seguir rentabilizando su negocio. Un negocio del que personalmente vive bastante bien y que consiste en vender a los incautos y resentidos la promesa del resarcimiento, un ajuste de cuentas que no ve en frente adversarios sino demonios a exorcizar.
Con todo, lo peor es que el uso del Pánico Moral como mecanismo de control no es patrimonio exclusivo de esta izquierda pseudo religiosa, aunque sus integrantes sean con diferencia quienes lo utilicen de forma más obscena. Resulta muy atractivo para todos aquellos que aspiran a imponer su visión del mundo. Unos y otros, sean más radicales o más moderados, estén en la política española o en la europea, están utilizando el machismo, la emergencia climática o la justicia social como armas de un enfrentamiento político que recuerda demasiado a las viejas guerras de religión que asolaron Europa.
Sospecho que si a Gonzalo Fernández de la Mora alguien le hubiera dicho que bien entrado el siglo XXI la política consistiría en una interminable sucesión de pánicos morales y exorcismos, habría pensado que estaba tratando con un loco o un majadero. Sin embargo, así es precisamente como entienden hoy la política demasiados, como un enfrentamiento con el mal… para regocijo, claro está, de los farsantes que solo ven en el poder un botín.