Brave New Spain
«En nuestra pretensión de ser felices, los españoles no sólo corremos el riesgo de ser desdichados sino de acabar sufriendo una tiranía»
Cumple hoy noventa años el mundo feliz imaginado por Aldous Huxley en la novela profética que mejor satiriza la deriva hedonista de la sociedad occidental. No siempre fue así. Durante siete largas décadas, desde la Revolución Rusa al hundimiento del comunismo, hubo de competir con la pesadilla que construyó Orwell en 1984. Pero, bien entrado el siglo XXI, Huxley le está ganando la partida. Al menos en Occidente, vivimos una distopía en la que el control social se ejerce más a través del placer que mediante el miedo y el dolor.
Recordará el lector que la de El mundo feliz era una sociedad con varias castas de individuos, desde bellos e inteligentes Alfas a Betas, Gammas y Deltas, cada casta más mediocre que la anterior, hasta terminar con unos Épsilon clónicos y algo tontos. Pero todos ellos tenían mucho en común. Cultivados in vitro e indoctrinados mediante un condicionamiento psicológico que aún hoy resulta, por fortuna, increíble, con creencias uniformes y colectivistas; sin familia, privacidad, monogamia ni lazos emocionales. Satisfacían inmediatamente sus deseos, incluido el sexo más promiscuo, y llenaban su vacío existencial con pastillas de «soma», una droga que les mantenía permanentemente felices.
Como el propio Huxley escribe a Orwell en 1949, «el ansia de poder se satisface más si la gente ama su servidumbre, de modo que obedezca sin necesidad de azotarla». Dejando a un lado a quién o a qué mecanismo obedecemos, ya en 1985 Neil Postman creía vencedor a Huxley. El temor orwelliano a que nos ocultaran la verdad y nos esclavizaran ya empezaba entonces a ceder ante el miedo a perdernos en un océano de datos irrelevantes y trivialidades sensoriales. Poco importa que se prohíban los libros cuando ya nadie quiere leerlos. Y no es gran consuelo que China, Irán o Rusia aún sean más Orwell que Huxley. Si se confirmase, quizá pronto seríamos sus esclavos orwellianos.
Lo que sí es seguro es que Occidente se esfuerza en imitar a Huxley. La economía de mercado es eficiente pero sólo sabe obedecer nuestros deseos. No le pidan que los eleve. Y la política, al menos desde 1914, nos entrampa en un “estado de bienestar” que destruye la responsabilidad individual. Con cada nuevo subsidio, resulta más narcotizante; pero algunos de nuestros líderes adolescentes incluso aspiran a instaurar el “estado de felicidad”. Despidámonos del Producto Interior Bruto y demos la bienvenida a la Felicidad Interna Bruta, que mediría la calidad de vida en términos holísticos. Aunque sin atender a la libertad, que ésta pesa demasiado si comporta responsabilidad y no se reduce al mero capricho.
Quizá el área donde ya hemos llevado más lejos este hedonismo es la educación. Tanto en casa, como, sobre todo, en la enseñanza, la pedagogía lúdica imperante pretende que las nuevas generaciones den prioridad al placer. Asegura así su estulticia, pero también facilita su pasividad y su control.
El de la enseñanza sólo es un caso particular del cambio tecnológico, que siempre busca abaratar el placer. Es obvio en el plano físico, desde los anticonceptivos a los edulcorantes. También en el mental, con los antidepresivos; pero el cambio más importante ocurre en el terreno social. En las redes, de forma paradójica, por ser la nuestra una sociedad de masas globales, reina el cotilleo más estéril y peor adaptado. Cotilleamos como si aún fuéramos cazadores recolectores, para quienes el cotilleo sí contenía información relevante, pues les ayudaba a subsistir y reproducirse. Hoy, en cambio, cotilleamos de desconocidos, e incluso de personajes ficticios.
«Nos empeñamos hoy en recrear una sociedad estamental que ya empieza a mostrarse tan coercitiva como la del Antiguo Régimen»
La otra gran novedad de las últimas décadas es que nos hemos divorciado del lento esfuerzo igualitario que había guiado la historia de nuestra civilización, desde sus albores judeocristianos hasta el humanismo universalista de la Escuela de Salamanca, o las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX. Despreciando ese logro cultural, quizá el mayor de nuestra especie, nos empeñamos hoy en recrear una sociedad estamental que ya empieza a mostrarse tan coercitiva como la del Antiguo Régimen.
Me refiero a las castas que definimos implícitamente al otorgar protección especial —económica, política, de expresión, procesal y hasta penal— a determinados grupos, con lo que consagramos la superioridad de sus miembros. Complementariamente, muy a lo Huxley, también disponemos de «Reservas» espirituales pobladas por los nuevos «salvajes»: los disidentes «cancelados» por los chamanes del credo políticamente correcto.
De eso va, por ejemplo, la batalla por el control de Twitter a la que, distraídos con el cotilleo de nuestro patio de vecinos, prestamos aquí tan escasa atención. Bien es cierto que, en la medida de sus posibilidades, hasta España luce ya algunas ínfulas de Huxley. Junto con los portugueses, somos quienes más ansiolíticos, hipnóticos y sedantes consumimos de toda la OCDE, y también superamos el promedio en antidepresivos. En televisión, no sólo los programas de más audiencia son realities chocarreras, sino que el cotilleo domina los debates, las noticias y hasta los editoriales.
Por supuesto que nuestra enseñanza hace ya décadas que abandonó toda pretensión de instruir. Su prioridad es hacer feliz al estudiante, mientras lo prepara para consumir toneladas de felicidad futura. Lógico que, como también nos dice la OCDE, nuestro licenciado universitario esté en promedio menos formado que el bachiller neerlandés. Pero no se alarmen: ya verán cómo les ganamos cuando la OCDE mida felicidades.
El último lujo que querríamos permitirnos es el de librarnos de nuestra biología. Llevamos ya décadas entrenando. Por eso marginamos el dolor y la muerte, y somos récord en esperanza de vida, sin atender a su calidad. Las desgracias graves les ocurren a otros, muy lejos. En las cercanías, predominan los milagros curativos. Todo es Halloween. En esta lógica escapista, es menos extraño que el Gobierno pretendiera regalarnos el derecho a elegir identidad sexual. Si el rostro de Darwin lleva más de un siglo ilustrando las botellas de Anís del Mono, tiene más sentido que el Gobierno quiera librarnos de nuestros cromosomas.
Cierto es que los españoles pagamos toda esta felicidad somática a crédito, por lo que el síndrome de abstinencia será penoso. Puede que hasta sucumbamos en el trance, o que terminemos en un 1984 bolivariano.
Duele pensar que ese trance también constituye la única esperanza de que algún día aspiremos a ser hombres libres. Una Brave New Spain, esta vez sin ironía.