Improperios
«Lo que debe escandalizar de los debates parlamentarios no es que los diputados no se pongan de acuerdo, sino que no sean capaces de argumentar inteligiblemente sus desacuerdos»
En cualquier país, no necesariamente España, dos periodistas escuchan ante la puerta del Parlamento. Dentro de la sala se oyen voces: «¡Corrupto! ¡Mentiroso! ¡Traidor! ¡Demagogo! ¡Ignorante!». Uno de ellos le dice al otro: «Caramba, parece que el debate está siendo muy tenso hoy…». Su compañero se ríe: «¡No, hombre, si el debate todavía no ha empezado! Ahora están pasando lista…». Pues sí, vamos a España. Se ha convertido en un tópico, jaleado por los medios y aceptado mansamente por el pueblo llano, que en nuestro país las sesiones parlamentarias son hoy un desaforado guirigay de insultos nunca vistos en ningún otro país de nuestro civilizado entorno. Lo de nuestro entorno es preocupación de gente poco viajada: sin salir de nuestra Europa e incluso de países tan distinguidos como Gran Bretaña o Italia, se recuerdan sesiones mucho más borrascosas y hasta físicamente violentas que las del palacio de nuestras Cortes. Pero además, ¿es tan intolerable que el tono de las escaramuzas en la cámara tengan mas de rifirrafes que de debates académicos? Después de todo, ya se ha dicho -entre voces más autorizadas, yo mismo lo he repetido más de una vez- que un parlamento democrático es la escenificación incruenta de una guerra civil: allí está la inquina, las banderías, y el apego desbocado a los propios intereses: falta la sangre. Pues también está la clausura de un espacio compartido al que hay que resignarse y que impone una cierta forma de incómoda convivencia. Cuando se acaban los gritos no llega la matanza, sino el hartazgo y sobre todo la hora de ir a tomar algo en la cafetería, en cuyo mostrador se da la tan deseada coincidentia oppositorum…
Mi admirada Cayetana Álvarez de Toledo dice que la Constitución es la paz civil. Pues entonces yo añadiría que el Parlamento es la guerra civil pero civilizada, o sea dentro del marco de la paz civil. No tiene por qué ser un espacio de arrullos y reverencias cortesanas aunque tampoco obligatoriamente de mala educación. Lo bronco y desafiante le cuadran, porque son realidades presentes en la convivencia democrática, que no está pensada para ángeles (condenados a vivir en la unanimidad algo fastidiosa del Cielo), sino para humanos a los que se les calienta la sangre cuando hablan de política, es decir que se la toman en serio.
«La principal función de la cámara no es celebrar mansamente la concordia, sino hacer civilmente soportable la discordia»
Yo imagino la actitud de los parlamentarios como si bailaran el haka, esa danza maorí de aire tan amenazador y poco amistoso con la que los neozelandeses rinden juntos honores o celebran triunfos, que asusta pero nunca acaba en violencia. El empeño en pedir a toda costa unas maneras versallescas puede ser bienintencionado (aunque nunca cuando sólo se saca a relucir sólo contra la oposición, como pasa entre nosotros) pero equivoca la principal función de la cámara, que no es celebrar mansamente la concordia, sino hacer civilmente soportable la discordia. Lo que debe escandalizar de los debates parlamentarios no es que los diputados no se pongan de acuerdo (para eso están los diversos grupos y partidos, para enfrentar posturas), sino que no sean capaces de argumentar inteligiblemente sus desacuerdos. Los improperios sólo son negativos cuando sustituyen a los razonamientos, por vehementes que sean. Pero de vez en cuando no viene mal que los acompañen…
El Gobierno y sus abnegadas terminales mediáticas se especializan en identificar el tono bronco del Parlamento con la presencia desacomplejada de Vox, la temible extrema derecha cuya sola existencia amenaza a la propia democracia. ¡Venga ya, cínicos bribones! Un hemiciclo en el que campa desde hace mucho Gabriel Rufián (y lo digo en su honor, porque suele ser divertido) no puede encontrar «intolerable» nada de lo que digan los demás. Una parlamentaria de Vox le dice a Irene Montero que, al contrario de los jueces a los que considera mal preparados aunque tanto estudian y opositan, ella no conoce a fondo más que a Pablo Iglesias. ¡Blasfemia, la presidencia del Parlamento ruge de ira, los polígrafos de la prensa progre o aspirantes a tal compiten en desmedida indignación! Vaya, como si nunca se hubieran oído cosas peores en esa cámara y además falsas. Porque en cambio el dicterio de la diputada de Vox, de mejor o peor gusto (en eso no entro porque es cuestión de estética y no de ética), es rigurosamente cierto, como saben todos los miembros del hemiciclo, los periodistas por tontos o sectarios que sean, y la propia Irene Montero. Pero la presidenta se empeña en que se retiren esas palabras, cosa por cierto imposible porque ya están oídas y repetidas, lo mismo que se empeñó en que Cayetana retirara su constatación de que Pablo Iglesias era hijo de un terrorista, tan inapelablemente cierta como la anterior. Pero es que la presidenta de la cámara, con las luces que Dios le ha dado y en esa ocasión no fue demasiado generoso, ni quita ni pone improperio pero ayuda a su señor, o sea a Pedro Sánchez. Por eso repetir mil veces que la oposición a la indecente izquierda hoy vigente es «fascista» no solivianta a Batet, mientras que llamar «filoetarras» a quienes lo son y no pierden ocasión de demostrarlo es una muestra de lo bajo que hemos caído por culpa de la extrema derecha.
Por cierto, nunca falta alguna politóloga (o politólogo, que de todo hay) para afear al PP el uso de ese calificativo tan rancio y pasado de moda, en lugar de hablar del paro, la inflación o las criptomonedas, o sea de cualquiera de los temas que hoy corren por Europa en lugar de referirse a la vigente cuestión separatista que es un problema específico de nuestro país, y el mayor que tenemos desde que el Gobierno de Sánchez decidió respaldarlo. En fin, que lo que aqueja a nuestros parlamentarios no es ni mucho menos el furor ofensivo sino la anemia de ideas originales: y a los que escuchan sus debates suele pasarles igual.