Los mejores libros de 2022
«La ficción se está yendo a… la no ficción, que cada vez admite con mayor libertad y alegría páginas ambiguas, intromisiones privadas del propio autor»
Como sucede en general con la generación de escritores nacida en España entre 1975 y 1985, mucho de lo mejor que hemos leído en este año que acaba ha estado en la no ficción. Es algo sobre lo que he querido escribir muchas veces pero que voy retrasando por falta de tiempo para pensarlo bien. No tengo decidido si los escritores de mi quinta se han pasado a explorar la realidad (pero la «realidad real», sin tramas, sin argumentos, sin personajes inventados…) porque ven que el gusto de los lectores se han ido desplazando hacia allí, o bien que esta caudalosa y sobresaliente cosecha de ensayo (entendido además de las más diversas formas) responde, sin intereses ni estrategias, de forma natural, a los mismos hechos que explican ese creciente apego del mundo por dedicar más tiempo y neuronas a lo documental, la Historia, cierta ciencia divulgativa, las biografías, la politología, el feminismo, el arte, la propia literatura…
Hay buenísimos escritores (y sobre todo escritoras) jóvenes de ficción, pero van poniendo sobre la mesa libros que, en mi opinión, no pueden hacer mucho para competir con lo que andan logrando sus compañeros de la estantería de enfrente. Y, por otro lado, se está produciendo algo así como cierta «venganza de la ficción»: conforme la realidad testimonial va ocupando más sitio en las novelas, que se ven invadidas de crónica, autobiografía sepultada, digresiones ensayísticas, personajes históricos, materiales documentales o, sí, autoficción…, la ficción se está yendo a… la no ficción, que cada vez admite con mayor libertad y alegría páginas ambiguas, intromisiones privadas del propio autor, ciertas concesiones a la imaginación… Son años, realmente, de géneros fluidos.
Por quedarnos sólo en 2022, hemos asistido a la confirmación de Marta D. Riezu (su excelente Agua y jabón. Apuntes sobre la elegancia involuntaria –Anagrama– estaba publicado ya desde hace unos pocos años, pero es ahora cuando, reeditado a lo grande, nos hemos enterado), y se une a libros formidables de David Jiménez Torres (El mal dormir, Libros del Asteroide), Marta Rebón (El complejo de Caín, Destino), Sergio del Molino (Un tal González, Alfaguara), Jordi Amat (Vencer el miedo, Tusquets), Manuel Astur (La aurora cuando surge, Acantilado), Paco Cerdà (14 de abril, Libros del Asteroide), Silvia Ardévol (Eros y otros trazos, Isla de Siltolá) o Javier Rodrigo (Generalísimo, Galaxia Gutenberg)… Si no me equivoco, todos nacieron entre 1975 y 1985, como ocurre con Irene Vallejo, Ignacio Peyró, Daniel Gascón, Nadal Suau, Andreu Navarra, Begoña Méndez, Nicolás Sesma Landrin o muchos otros.
En cuanto a «los contrataques de la ficción», creo que, entre todos los que he podido leer, el libro de narrativa en español más importante de 2022, el que marcará un poco en el futuro esta fecha, al que los filólogos, si no los lectores, volverán más… es Lo demás es aire (Seix Barral), de Juan Gómez Bárcena. Fecundado también por la realidad directa, y donde el autor y su familia hacen algo más que cameos, es, sea como sea, no sólo una novela sino un novelón de enorme mérito, uno de esos proyectos que, como construir Venecia, se te puede ocurrir si le echas mucha imaginación, pero que nadie se atreve a acometer. Igual que nadie se pone a levantar una ciudad sobre el agua y llenarla de oro, palacios y arte sublime para que la sostengan no sé cuántos millones de palos de roble (algo que apunto no por capricho sino para recordar, en el debate literario, que la realidad estricta y material también puede verse condicionada por la ciencia ficción, lo cual hay que tener muy en cuenta a la hora de ponerse a leer novelas), nadie empieza en serio a escribir la historia de su pequeño pueblo, allá en Cantabria, desde el desarrollo de los trilobites hasta la llegada del wifi. Pero Gómez Bárcena sí lo ha hecho, y el resultado es, claro, monumental. No un despropósito sino lo contrario, todo un mausoleo literario que está vivo y lo seguirá estando por mucho tiempo.
(Paréntesis mexicano: en 2022 ha aparecido por aquí un número muy alto y muy satisfactorio de novelas mexicanas, como las de Juan Pablo Villalobos (Peluquería y letras, Anagrama), Emiliano Monge (Justo antes del final, Random House) o Ana Negri (Los eufemismos, Firmamento), junto al testimonio tan sobresaliente y literariamente alto de Socorro Venegas (Ceniza roja, Páginas de Espuma), y otras más o menos importantes de Eduardo Ruiz Sosa (El libro de nuestras ausencias, Candaya), Cristina Rivera Garza (Autobiografía del algodón, Random House) o Álvaro Enrigue (Tu sueño Imperios han sido, Anagrama), más algún rescate destacable (Las apariciones, de Margo Glantz, Firmamento) o algún título prácticamente impublicable (Un futuro anterior, de Mauro Libertella, Sexto Piso).
Pero entre todas ellas brilla espectacularmente Ceniza en la boca (Sexto Piso), segunda novela de Brenda Navarro por ser simplemente deslumbrante. Es, creo, la novela de 2022 que más me ha gustado, junto al alucinante y ya inolvidable debut narrativo de la poeta y artista escénica Violeta Gil, que en Llego con tres heridas (Caballo de Troya) se destapa como una escritora fenomenal, capaz de conseguir con palabras poco menos que sortilegios, exorcismos, magia blanca.
Por lo demás, Pilar Adón y Ángela Segovia nos dieron novelas muy hermosas, compartiendo cierto tono de brujería, naturaleza y extrañamiento (en De bestias y aves, Galaxia Gutenberg, y Las vitalidades, La Uña Rota), me gustaron mucho los cuentos de Karmele Jaio (No soy yo, Destino) y Liliana Colanzi (Ustedes brillan en lo oscuro, Páginas de Espuma), y Chus Fernández dio un buen paso adelante en Los hijos (Pre-Textos), la historia de un monologuista errante en busca de nada de un modo casi literal. El nuevo libro de José Ovejero (Mientras estamos muertos, Páginas de Espuma) me gustó mucho más de lo que mis imperdonables prejuicios ante ciertas fórmulas indicaban, Santiago Lorenzo me mantuvo en vilo de un sonriente tirón en Tostonazo (Blackie Books), Jesús Montiel y Daniel Jiménez se desnudaron en libros muy privados sobre asuntos paternos (Canción de cuna, Pre-Textos, y El plagio, Pepitas de Calabaza).
En cuanto a los consagrados, volvió el mejor Enrique Vila-Matas (Montevideo, Seix Barral), el mejor Bernardo Atxaga (Desde el otro lado, Alfaguara) o el mejor Rafael Reig (El río de cenizas, Tusquets), y también narraciones muy notables de otros tres escritores veteranos que merecerían tener tantos lectores como aquéllos: Miguel Herráez (La estratagema, Piel de Zapa), Manuel Arranz (Hoy ha vuelto Baudelaire, Periférica) y dos de Manuel Moya (Lluvia oblicua, en Baile del Sol, y Buitrera, Pre-Textos). Y en cuanto a las nuevas, hay que aplaudir los debuts de Xita Rubert (Mis días con los Kopp, Anagrama), Julia Viejo (En la celda había una luciérnaga, Blackie Books) y Laura Chivite (Gente que ríe, Caballo de Troya).
Me alegra haberme quedado sin espacio para listar las decepciones, pero en fin: aparte de que este año tocaba que el Planeta y el Nadal renunciasen a lo literario para complacer lo más popular, con el agravante, en el segundo caso, de intentar disimular haciendo pasar un pastiche por gran literatura (y lo de «pastiche» no lo digo en plan peyorativo en absoluto sino con el DRAE en la mano: «Imitación que consiste en tomar diversos elementos y combinarlos de manera que el resultado parezca una creación original», o bien: «Mezcla de objetos, colores o ideas diferentes sin ningún orden»), llegaron malos libros de dos maestros como José María Merino (La novela posible, Alfaguara) y Manuel Longares (La escala social, Galaxia Gutenberg), y de otros como Andrés Neuman (Umbilical, Alfaguara).
Rescates: sin pretender ser exhaustivo, me impresionaron las lecturas de La brecha de Mercedes Valdivieso (Firmamento), publicada en Chile en 1961, y de Noche (Amarillo), la novela que Alejandro Sawa sacó en 1888. Se agradeció mucho la reveladora Obra literaria reunida, de Luis Buñuel (Cátedra), el Lola Flores de Francisco Umbral (Zut) o la estupenda edición ecdótica de los Cuentos ciertos de Max Aub (Cátedra).
Diarios: poco. Año casi en blanco, por lo que a mí me ha llegado (y no, no me estoy olvidando de los de Rafael Chirbes, de tan exiguo valor literario y que, más que a la salvación de la literatura, contribuyen ante todo a su «salvamización»), por lo que a mí me ha llegado. Pero Javier Castro Flórez publicó sus preciosos posts de Facebook en Aquellos días (Tres fronteras), el poeta Víctor Angulo publicó notas bonitas en Sauces sin río (Sr. Scott) y, en géneros vecinos, Ignacio F. Garmendia reunió columnas periodísticas en Los días sagrados (Athenaica), mientras que se recuperaba, muy seleccionado, el en todos los sentidos inmenso Calendario sin fechas de Josep Pla (Destino).
Y para terminar con la sangre de la literatura, es decir, la poesía, los dos libros que más me han gustado en 2022 (y a los que se concedió el Premio Legazpi, que es el poco oficial premio que damos en mi casa, nada de lo que se pueda presumir en una solapa…) son La habitación vacía, de Juan Vicente Piqueras (Visor), y Un tiempo de gracia, de Esperanza López Parada (Pre-Textos). También me gustaron mucho Los daños de Lorenzo Oliván (quien también ofreció en Las palabras vivas, Pre-Textos, el mejor libro que va a traer el centenario de José Hierro), Lo inesperado de Antonio Moreno (Renacimiento) o Al borde, de José Corredor-Matheos, que, es, junto a María Victoria Atencia, Antonio Gamoneda y Rosendo Tello, nuestro mayor poeta vivo.
Entre los algo más jóvenes, grandes aplausos para Arqueologías de Ada Salas (Pre-textos), Interior verano (Pre-Textos) de Javier Vicedo Alós, Los años del hambre de Olivia Martínez Giménez de León (Candaya) o La bestia ideal (Pre-Textos) de Erika Martínez (Pre-Textos), y entre los jóvenes del todo, aunque he de decir que lo que ha predominado son las decepciones y las alarmas de muchos tipos…, me han gustado mucho Herederas, de María Sánchez-Saorín (Hiperión), Los bañistas de Helena Mariño (Ril), Los planetas fantasma de Rosa Berbel (Tusquets), Las horas grises de Luis Bravo Velasco (Comares) o la traducción al castellano del único libro de poemas de Irene Solà (Bestia, en La Bella Varsovia).
Y disfruté mucho más con la poesía completa de Marta Sanz (Corpórea, en La Bella Varsovia), de Luis Antonio de Villena (La Belleza impura, en Milenio) o de Enrique García-Máiquez (Verbigracia, en Comares) que con la de Chantal Maillard, reveladora de sus huecos y sus nadas y sus blancos y sus vacíos ya desde el mismo título: Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua (Galaxia Gutenberg). Pero ante lo mucho que gusta Maillard por ahí (¿o será simplemente que dicen que les gusta?…) me pongo muy contento, porque eso demuestra que tengo muchísimo que aprender, y ésa, la de que hay que seguir buscando, es siempre una buena noticia.
De momento, ya tengo por Legazpi los nuevos libros de Juan Cárdenas (uno de mis escritores favoritos), Álvaro Pombo, Elvira Navarro, Ray Loriga y Jon Bilbao, y se anuncian como inminentes poemas de María Alcantarilla (en Pre-Textos), una novela de Unai Elorriaga (en Galaxia Gutenberg) o nuevos diarios de Andrés Trapiello (en Ediciones del Arrabal), así que podemos confiar en hallarnos ante las puertas de un 2023 estupendo. Igual que, como insistía Cervantes, «no hay libro tan malo que no contenga algo bueno», es imposible que venga alguna vez un año que no traiga una enorme cantidad de libros que nos alegren y nos hagan crecer.P.D.: Supongo que se ha ido haciendo evidente que me refería en todo momento a literatura en español, o española, porque cada año leo menos traducciones que no vengan del catalán, el euskera o el gallego. Pero, si hay que decir algo sobre otras literaturas, todo el mundo debería leer los maravillosos y chejovianos cuentos de Maxim Ósipov (Piedra, papel, tijera, Libros del Asteroide), ese monumento a la amistad que Emanuele Trevi nos dio en Dos vidas (Sexto Piso) o Timandra, del maestro Theodor Kallifatides (Galaxia Gutenberg).