THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Carta de año nuevo

«El próximo mes de septiembre, por ejemplo, se cumplirán cincuenta años de la muerte de W. H. Auden, la inteligencia más asombrosa del siglo XX, al decir de Joseph Brodsky»

Opinión
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Carta de año nuevo

Carta de año nuevo, W. H. Auden.

Aunque no será tan rico en efemérides como su predecesor, el año nuevo nos traerá algunos aniversarios que nos servirán para hacer memoria y rendir homenaje. El próximo mes de septiembre, por ejemplo, se cumplirán cincuenta años de la muerte de W. H. Auden, la inteligencia más asombrosa del siglo XX, al decir de Joseph Brodsky. Auden murió, tal y como había profetizado, en un hotel: «I shall probably die in a hotel to a great consternation of the personnel«, le había confiado a un amigo, «probablemente moriré en un hotel para gran consternación del personal». Y así fue. Tras ofrecer una última lectura de poemas en Viena, Auden se retiró a la habitación de su hotel, se tomó su dosis habitual de somníferos y vodka, se durmió y ya no se volvió a despertar. Tenía 66 años y nos había dado la meditación poética más rica, versátil y lúcida del convulso siglo.

Auden fue el último gran all-around poet, un poeta capaz de hacer cualquier cosa en verso, desde el limerick, la canción ligera, hasta el poema narrativo, dramático o filosófico. Dotado tanto para cantar como para pensar –y para pensar cantando–, su sentido de la prosodia y su dominio de la lengua eran sobrenaturales. Volver a su poesía supone siempre adentrarse en un bosque de infinitas disquisiciones políticas, morales, amorosas, históricas, estéticas y religiosas. Si algún día, en otro milenio post humano, alguien se decide a desenterrar la civilización del lógos, Auden aparecerá como un Lucrecio o un Dante de la era de la muerte, que es como Canetti definió la modernidad. No hay ningún aspecto de nuestra condición de criaturas metropolitanas que no se atreviera a explorar. Leída en su conjunto, su obra es para el siglo XXI la épica imposible del hombre consciente de su caída sin redención, un ser que canta en un mundo sordo, que busca a Dios sabiendo que ha muerto, que jura amor eterno seguro de que no será correspondido («if equal affection can not be, / let the more loving one be me«), que a las imposiciones absolutistas del Estado no deja de oponer los manantiales de la felicidad, (“dance till the stars come down from the rafters, / dance, dance, till you drop«), un ser, en fin, que acepta vivir en una sociedad industrial sin dejar de soñar con elfos y trasgos.

En 1939, Auden, en un gesto que fue muy polémico para sus contemporáneos, decidió abandonar Inglaterra, instalarse en Nueva York y convertirse en ciudadano estadounidense. Para entonces ya se había desengañado del comunismo en el que había militado en su juventud, como todos los de su generación, movilizados por la guerra civil española, en la que el poeta quiso participar, conduciendo ambulancias. La experiencia le resultó un tanto embarazosa y liquidó para siempre sus veleidades heroicas. El problema de la inutilidad del lenguaje frente a la acción sería desde entonces una de las preocupaciones constantes de su poesía. Auden prefirió cultivar el verso porque la prosa, decía, entraña el peligro de identificarse naturalmente con el mundo, mientras que el artificio de la poesía pone de manifiesto una y otra vez las limitaciones del conocimiento humano. En 1940, al poco de haberse domiciliado en Nueva York, Auden se convirtió al cristianismo anglicano, la fe de sus padres, tras una reflexión sobre el sufrimiento que había empezado diez años atrás. Desengañado también de las teorías freudianas en las que había creído en su juventud marxista, la experiencia de aniquilación que se había vivido en Europa en la primera mitad del siglo le convenció de que el credo cristiano era la única salida existencial plausible tras el odio totalitario.

«En 1940, al poco de haberse domiciliado en Nueva York, Auden se convirtió al cristianismo anglicano, la fe de sus padres, tras una reflexión sobre el sufrimiento que había empezado diez años atrás»

Su conversión, sin embargo, fue estrictamente privada. (Solo se la confió a T. S. Eliot). Auden empezó a frecuentar la iglesia y a cumplir con los ritos anglicanos pero sin hacer ostentación de ello. Su cristianismo, por otra parte, no fue –a diferencia del de Eliot– en absoluto dogmático y se basó tan sólo en una restauración de la fe en la solidaridad, en la necesidad de amar al prójimo como a uno mismo, descartando cualquier promesa de salvación ultraterrena. Esa metamorfosis interior fue lo que le inspiró Carta de año nuevo, el poema que publicó en 1940 y que de alguna manera certifica el tránsito entre las dos grandes épocas de su poesía, la británica y la americana. Dedicado a su amiga Elizabeth Mayer, una refugiada alemana que también vivía en Nueva York, el poema es una larga meditación de más de 1700 versos pareados, un tour de force muy del gusto de Dryden en el que Auden revisó su educación intelectual, política y moral, preparándose para la conversión.

Lleno de referencias filosóficas y de alusiones crípticas que el poeta se vio obligado a anotar, el poema es en el fondo una reflexión sobre el mal y su poder para acercarnos a la gracia. El arte no puede hacer nada para detener la máquina de tortura de la historia, pero al menos constituye un espacio de encuentro tanto para la conciencia íntima como para la pública. Auden certifica el fracaso de los grandes ideales de su generación. La guerra civil española había terminado en dictadura. La revolución rusa había degenerado en el totalitarismo estalinista, la barbarie que los “intelectos blandos” no eran capaces de reconocer. Por otra parte, el orbe democrático estaba también sumido en el desencanto de sus mitos liberales. Ningún paraíso se había conseguido ni se conseguiría en la tierra. Auden propuso entonces asumir la falibilidad de nuestra condición y de nuestras sociedades, sin caer en el cinismo ni en la desesperanza, abiertos a una «doble perspectiva» que nos ayude a entender que la perfección es inalcanzable y que al mismo tiempo tenemos la obligación de intentar hacer las cosas lo mejor posible. Ahí el poeta se sitúa muy cerca de los postulados de Alexandre Kojève sobre el fin de la historia, que no significa que ya no vaya a pasar nada sino que por fin se han terminado los milenarismos de las utopías.

La voz de Auden, una de las mejores compañías para el ciudadano lúcido y vigilante, nos sirve para desarrollar nuestra propia recapitulación en este principio de año, ya bastante avanzando el nuevo siglo. El diagnóstico del poeta sobre todas las utopías sigue siendo válido, sobre todo si tenemos en cuenta la pobreza argumental con la que aun hoy se intentan mantener con vida. El viejo marxismo, reciclado en sus distintas variantes escleróticas, condena sin remedio al hombre a la misma condición material de la que intenta redimirlo. Del otro lado, el cándido neoliberalismo no tiene nada más que ofrecernos que nuestra existencia convertida en negocio, el nacimiento como pura inversión. En Occidente, los partidos políticos agonizan entre los rescoldos de sus fundamentos mientras a su alrededor el mundo se transforma a una velocidad vertiginosa, sin que las democracias hayan inventado los instrumentos apropiados para registrar y asimilar esos cambios. Al mismo tiempo, como ya advirtió Auden, no podemos dar la democracia por sentada y despreciarla con suficiencia. Él fue testigo de cómo esa actitud permitió la llegada de Hitler y Stalin. Ese sería también el constante caveat de su amiga Hannah Arendt.

Mientras amanece este nuevo año, los ciudadanos occidentales nos encontramos en la extraña tesitura de ver cómo nuestro andamiaje político se está desmontando poco a poco sin que nadie se pregunte dónde vamos a vivir. Rusia y China, culturas orientales que han sido moldeadas por ideas de cuño europeo, funcionan ahora como espejo deformante de nuestro estado. Las antiguas potencias comunistas se unen para ofrecer al mundo un persuasivo ejemplo de capitalismo salvaje sin libertades, mientras Estados Unidos y la Unión Europea se enfrentan de nuevo a tensiones fratricidas, el resurgir siempre bárbaro de los nacionalismos, el odio hacia el legado humanístico de Occidente, la apología de las nuevas identidades. Pronto se cumplirá un año del inicio de una guerra frente a la que ya nos hemos acostumbrado a bostezar, banalizado el sufrimiento y enaltecida la muerte en aras de una propaganda estúpida a uno y otro lado del cansado fervor belicista. Da igual retirarse de Afganistán que enviar armamento a Ucrania. The show must go on. Como dice Auden en su poema, en la traducción de Gabriel Insausti:  «Es uno de sus juegos predilectos / la falsa asociación entre dos términos: / inducir a los hombres a asociar / mentira con verdad, luego probar / la mentira y muy pronto, de improviso, / decir que niño y agua son lo mismo». Lo terrible es que en todo ello sí hay algo en juego, algo de suma importancia y que a todos nos incumbe.

Discutir de política se ha vuelto ya imposible, sobre todo en España, un país de una incultura oceánica en ese aspecto. Nuestra escasa y siempre frágil experiencia democrática nos ha acostumbrado al absolutismo mental. El caudillismo y la pasión futbolística son nuestra única guía. Hablar de la actualidad se parece cada vez más a participar de una infinita neurosis colectiva. Neocomunistas que intentan redimirse del pasado falangista de sus padres, ultraconservadores que odian su juventud revolucionaria, republicanos que no tienen ni idea de qué quieren decir cuando hablan de proclamar la República. Ser ciudadano se ha convertido en afirmar una pequeña idea atrofiada y sentimental. La política es siempre presente pero todo el mundo habla desde una memoria estanca. «¿Cómo ser patriotas del Ahora?«, se pregunta Auden. Esa es la gran cuestión.

Quizá, en el fondo, todo se deba a lo que el poeta sugiere en Carta de año nuevo, ofreciendo como ejemplo su propio caso. El mundo moderno se ha librado al progreso, la ciencia y el bienestar, descuidando la dimensión espiritual del hombre. Como ya advirtió también Tocqueville, esa apuesta funcionaría mientras el nuevo orden democrático fuera solvente. Pero si llegara a entrar en crisis, nos dejaría frente a un vacío que ahora es ya el nuestro. Auden cierra su poema con una alusión simbólica a Cristo, el unicornio entre la hiedra, la paloma de ciencia y de fulgor sobre las ramas de la noche oscura. Es una invocación para que el misterio vuelva de algún modo secreto, en absoluto ortodoxo, a la pólis, para que la plegaria, entendida como forma extrema de atención, pueda sanarnos. De ahí que Auden acabe con un regreso al tú de la amistad, el espacio siempre seguro y sagrado frente a los embates de la historia: «Querida Elizabeth, querida amiga / que han traído a América estos días: / que en esta biografía, el colofón / sea más digno de tu comprensión / que el comienzo; y que la verdad tan ardua / que nadie escucha guíe mis andanzas / a donde tú estás ya, y que me bendiga / con tu paz y con tu sabiduría. / Tú que infundes, en torno a ti, a las almas / una solificatio sosegada / y un calor a través del universo / que, para bien o para mal, al menos / a uno le acompaña hasta estar muerto / como un paisaje, un juez, un amor cierto. / Caemos en la danza, cometemos / el viejo error, ridículo y obsceno, / pero siempre hay algunos, como tú, / que perdonan, ayudan, nos dan luz». Feliz año.

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