Soledad y autoritarismo
«La desconfianza hacia la clase política se está convirtiendo en desconfianza hacia la democracia liberal, y en una preferencia hacia modelos más autoritarios»
En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt escribe: «Lo que prepara a los hombres para el dominio totalitario en el mundo no totalitario es el hecho de que la soledad, antaño una experiencia liminal habitualmente sufrida en ciertas condiciones sociales marginales como la vejez, se ha convertido en una experiencia cotidiana». Arendt escribió esto en 1951, cincuenta años antes de que Robert Putnam publicara Bowling Alone: The Collapse and Revival of American Community, donde teorizaba sobre el fin del asociacionismo en Estados Unidos y el dominio del individualismo neoliberal. Antes los estadounidenses iban a jugar a los bolos en equipo; luego pasaron a ir solos.
La tesis de Putnam, que publicó en 2000, ya está hoy un poco anticuada; escribió el libro en los gloriosos noventa, cuando creíamos haber alcanzado el fin de la historia. Todavía había cierto optimismo y había expectativas de crecimiento. Quizá estábamos solos pero al menos éramos cada vez más prósperos. Hoy, en la resaca inmediata de la Gran Recesión, los populismos y una pandemia que ha matado a millones y afectado a la salud mental de otros millones; hoy, en una época con redes sociales y un ciclo informativo histérico, son tesis que necesitan actualización. Han cambiado muchas cosas. Por ejemplo, hay teóricos que hablan de que la solución a la falta de asociacionismo, a la falta de lugares donde reunirnos en comunidad (la iglesia, el partido, el sindicato), ya la tenemos, más o menos: está en las redes sociales. La gente que retransmite en directo en Twitch cómo juega a un videojuego, mientras habla con otros jugadores a través de Discord, se siente menos sola que jugando offline. Pero no sé si es un sustituto.
«La epidemia de soledad que se avecina va a ser un caldo de cultivo ideal para el autoritarismo»
Lo que es cierto es que la soledad aumenta, y también nuestra percepción de ella. Hector Barnés dice en El Confidencial, a partir de una encuesta del CIS, que «ahora mismo alrededor de cinco millones de españoles viven sin compañía. Casi la mitad, un 41,9%, tiene más de 65 años, y de ellos, tres cuartas partes son mujeres». Según el INE, dice, esa cifra va a ir aumentando cada año. Y los encuestados lo saben: «El 81% de los encuestados considera que dentro de 10 años habrá más soledad y aislamiento».
La soledad es un problema político. En primer lugar, porque es una cuestión de salud pública. Pero también es, volviendo a Arendt, que conectaba la soledad con el totalitarismo, un problema para la democracia. «El totalitarismo utiliza el aislamiento para privar a la gente de compañía humana», escribe la filósofa Samantha Rose Hill, «imposibilitando la acción en el mundo, y a la vez destruye el espacio para estar solo. La banda de hierro del totalitarismo, como la llamaba Arendt, destruye la capacidad humana de moverse, de actuar y de pensar, mientras enfrenta a cada individuo en este aislamiento contra los demás y contra sí mismo. El mundo se vuelve un páramo, donde no son posibles ni la experiencia ni el pensamiento».
No es que la soledad nos vaya a llevar al totalitarismo. Pero la combinación de soledad y desconfianza hacia la democracia es peligrosa. En países como Reino Unido, Francia o Estados Unidos, la desconfianza hacia la clase política se está convirtiendo rápidamente en desconfianza hacia el modelo de democracia liberal, y en una preferencia hacia modelos más autoritarios. Y es algo que piensan también los más jóvenes. La epidemia de soledad que se avecina va a ser un caldo de cultivo ideal para el autoritarismo y la política ideológica a ultranza. Porque, como dice Rose Hill, «el pensamiento ideológico nos aparta del mundo de la experiencia vivida, mata de hambre la imaginación, niega la pluralidad y destruye el espacio entre los hombres que permite que se relacionen de formas significativas».