THE OBJECTIVE
Ricardo Dudda

Algunas reflexiones sobre el fin del mundo

«Hoy uno no alcanza el capital económico a través del cultural. Por eso los comentaristas de la cultura se han vuelto más neuróticos y fatalistas que nunca»

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Algunas reflexiones sobre el fin del mundo

Ilustración. | The Objective.

En el primer capítulo de la segunda temporada de The White Lotus, el drama coral de HBO donde varios ricos sufren en un resort de Sicilia, hay un par de conversaciones que creo que resumen nuestra época (no hay solo dos: es una serie que, con sus errores, encapsula muy bien el zeitgeist, y odio decir zeitgeist). Harper, una treintañera cínica, pesimista e intelectual se sorprende de que los amigos pijos con los que está de vacaciones no tengan problemas de sueño. Ella dice que no puede dormir por culpa de «todo lo que está pasando», por eso toma pastillas. «¿Qué es lo que está pasando?», le preguntan. «No sé, el fin del mundo y eso…», responde. Sus interlocutores no saben a lo que se refiere. Hay una referencia similar más adelante, en el episodio seis. El personaje más joven de la temporada, Portia, una veinteañera neurótica pegada al móvil que hace referencias a TikTok y a hacer doomscrolling (la adicción a las noticias negativas y a consumirlas en un bucle eterno en redes), le dice a su amante británico, Jack, un tipo risueño y ligón, que «el mundo está hecho una mierda». Él se sorprende. «¿Qué le pasa al mundo?» «Está todo literalmente desmoronándose», le responde ella.

En el primer caso, la incomprensión es por elitismo. La pareja pija, él banquero de inversión, ella mujer florero, no ve nada malo en el mundo, más allá de que hay niños negritos pobres que sufren. En el segundo caso, el joven risueño, fiestero, simplemente no le da muchas vueltas a las cosas, y no está extremely online como su amante, que le pregunta «¿Ni siquiera tienes Instagram?». Pero me interesan más las dos protagonistas que tienen tan claro que el mundo se va a la mierda. Su pesimismo, creen, es consecuencia de un análisis riguroso de la sociedad. Los pijos en su burbuja no leen ni las noticias y admiten no haber votado, y el chico británico con su acento cockney tampoco parece que esté muy al tanto de la actualidad. Pero ellas, en cambio, saben cómo va el mundo, y va muy mal. Probablemente porque tienen Twitter. Si estás en Twitter un tiempo, y sigues un poco la conversación pública allí, acabas aprendiendo que todo va mal. Y que todo el mundo hace chistes resignados sobre ello.

«Buscamos señales de declive para confirmar nuestro pesimismo»

Esto me ha recordado a un artículo de David Rieff: «Cuando todo está dicho y hecho, la forma más seria y responsable de entender las patologías culturales de nuestro tiempo es interpretarlas como emblemas del miedo al futuro y de la nostalgia de una arcadia perdida. […] ¡Imagina ser joven y temer que ya te estás quedando sin tiempo!» También me ha recordado a un tuit que hizo recientemente el periodista Daniel Bessner: «[Vivimos] un momento extraño. Pocos creen en el liberalismo, pero no ha surgido ninguna ideología que lo desafíe, y mucho menos que lo sustituya. [Estamos en] una era post-ideológica en la que los ricos mandan, el resto se pelea por las sobras y una clase proletarizada de élites culturales se grita en Twitter». ​​

En esa clase proletarizada de élites culturales me identifico yo (bueno, quitando lo de élite y conservando lo de proletarizada, o más bien precaria), y muchos a mi alrededor. Somos neuróticos. No dejamos de diagnosticar nuestra época, de pensar todo el rato sobre el lugar que ocupamos en la historia. Más allá de si vamos bien o mal, ¿en qué época estamos?, nos preguntamos constantemente. Buscamos señales de declive para confirmar nuestro pesimismo. Y ese sobreanálisis intelectual no nos conduce a nada, no solo no nos ilumina ni nos informa realmente del mundo; tampoco nos eleva de clase, al contrario de lo que nos enseñaron nuestros padres. Las generaciones pasadas veían en la cultura un ascensor social. Dice Aloma Rodríguez sobre Annie Ernaux que «un tema que atraviesa su narrativa (especialmente en El lugar, Una mujer) es una sensación de traición de clase que se da con su ascenso social: hija de trabajadores casi analfabetos, los libros le facilitan el ascenso a la burguesía». Hoy ya no pasa eso. Uno no alcanza el capital económico a través del cultural. Por eso los comentaristas de la cultura se han vuelto más neuróticos, autorerreferenciales y fatalistas que nunca. El mundo se acaba y ni siquiera nos podemos aprovechar de ello.

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