THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

La pregunta de Ratzinger

«La renuncia de Benedicto XVI habría sido una forma negativa de ejercer su poder espiritual y cuestionar a la Iglesia ‘desde sus raíces’»

Opinión
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La pregunta de Ratzinger

Tributo a Benedicto XVI. | Europa Press

La muerte de Benedicto XVI ha desatado una controversia en torno a su figura que, una vez más, ha evidenciado la pobreza del debate público en todos los órdenes. Para algunos, Bergoglio es el papa de los pobres mientras que Ratzinger lo fue de la élite. Es bastante ridículo hablar de progreso en una institución como el Vaticano, sobre todo si tenemos en cuenta que el Pontífice es el último representante del Imperio Romano que queda en la tierra. Todos los papas que aparecen en la Divina Comedia penan en el infierno, salvo uno que lo hace en el purgatorio. Y San Pedro, en el paraíso, dice sentir el hedor que sube desde el Vaticano. Dante ya participó en la controversia en torno al poder político y escatológico de la Iglesia. De ahí su furibundo rechazo al control papal de Florencia, que él quería ver integrada en el ámbito supracomunal del Imperio. Y su poema es en ese sentido un intento de recuperar la senda perdida de la espiritualidad, de condenar el privilegio del dominio económico y renovar el lenguaje de la escatología. 

A medida que pasan los años, va creciendo la dimensión revolucionaria de il gran rifiuto, la renuncia de Benedicto XVI en febrero de 2013. Giorgio Agamben le dedicó al caso un breve y fascinante ensayo, El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos (Adriana Hidalgo). En él, el filósofo italiano se fija en las señales que Ratzinger, como teólogo y como papa, fue dejando a lo largo de su trayectoria y que podrían ayudar a entender de otro modo su gesto. En abril de 2009, por ejemplo,  Benedicto XVI se trasladó a L’Aquila para orar por las víctimas de un terremoto y aprovechó la ocasión para visitar la basílica de Nuestra Señora de Collemagio donde se custodian las reliquias de Celestino V, uno de los pocos papas que se habían atrevido a renunciar, aquel del gran rifiuto de Dante. Benedicto XVI depositó entonces el palio de su investidura sobre la tumba de su antecesor, señal de que su propia dimisión, que ocurriría cuatro años más tarde, no fue una decisión improvisada.

Por otra parte, Agamben también rescata un artículo del joven Ratzinger, escrito en 1956, sobre Ticonio, un teólogo del siglo IV, autor de un tratado de eclesiología en el que se establece la doctrina del cuerpo bipartito de la Iglesia, que de acuerdo con ella tendría un lado bendito y otro maldito, uno luminoso y otro oscuro, sede tanto del pecado como de la gracia. Por eso la Iglesia de Cristo, dice Ticonio y comenta Ratzinger, es al mismo tiempo la del Anticristo. Luego Agamben se aventura por una de las cuestiones que más le han ocupado en sus últimas obras y que tiene que ver con el problema del tiempo mesiánico. Comentando las cartas de San Pablo –a la dirigida a los romanos, por cierto, le ha dedicado el filósofo un ensayo magnífico, El tiempo que resta (Trotta)–, Agamben concluye que la parusía, la segunda venida de Cristo, hay que entenderla como un fin de los tiempos que está presente en el momento histórico del ahora. Es decir, desde el momento en que el cristianismo irrumpe en la concepción histórica de la humanidad se establece un tiempo mesiánico que, a diferencia de lo que ocurre en el mundo hebreo, donde el mesianismo es una teoría de la catástrofe, transforma la vida de los creyentes, cuya conducta, su conciencia del bien y del mal, está inspirada por ese tiempo del fin que ha echado a correr entre la primera y la segunda venida de Cristo. No hay que aguardar, por tanto, al Juicio Final para separar el bien del mal sino que el Juicio empieza a celebrarse desde el momento en que se activa el tiempo de la espera propio del orden mesiánico. 

«La enfermedad de su cuerpo alegada como razón para su renuncia, como en el caso de Celestino sería en realidad una metáfora de la enfermedad del cuerpo bipartito de la Iglesia»

Giorgio Agamben se dio cuenta de que tras el gesto de Benedicto XVI se escondía la constatación dramática de que la Iglesia se había olvidado de las cosas últimas. La economía, el poder terrenal, había vencido a la escatología, la pregunta por el más allá. Y sin la relación con el final, la conducta del cristiano queda por completo banalizada y a merced de las miserias mundanas. O lo que es lo mismo, en esa situación, la Iglesia ha menoscabado su legitimidad y se ha librado a su simple legalidad. A la luz de todo ello, más que una dimisión, la renuncia de Benedicto XVI habría sido una forma negativa de ejercer su poder espiritual y cuestionar a la Iglesia «desde sus raíces». La enfermedad de su cuerpo alegada como razón para su renuncia, como en el caso de Celestino V –uno y otro hablaron de debilitas corporis y de vigoris corporis– sería en realidad una metáfora de la enfermedad del cuerpo bipartito de la Iglesia, carcomido por el olvido de las razones últimas.

Agamben abunda en una cuestión que a lo largo de su obra le ha llevado a  establecer una genealogía teológica de la economía y del gobierno, por ejemplo en El reino y la gloria (Pre-textos). No es posible entender nuestra actual organización política y jurídica sin tener en cuenta los presupuestos teológicos de los que se deriva. Por ello, el filósofo considera que el problema de la escisión entre legitimidad y legalidad que afecta a la Iglesia puede servir para entender la crisis de las democracias representativas en el siglo XXI. De un tiempo a esta parte, hemos venido sufriendo en Occidente distintas manifestaciones de esa ruptura, ya sea en forma del Brexit en el Reino Unido, el proceso secesionista en Cataluña, el asalto al Capitolio en Estados Unidos o ahora la revuelta de Bolsonaro contra Lula en Brasil. Todos esos episodios son síntomas de que el orbe democrático ha olvidado sus fundamentos o de que ya no cree en ellos. 

«Si la democracia consiste solo en intentar ganar las próximas elecciones para hacerse con el poder económico es que ya no queda nada de esa democracia»

La modernidad intentó hacer coincidir la legitimidad con la legalidad, fusionando en una sola dimensión positiva y racional el poder espiritual y el terrenal, la auctoritas y la potestas. Tanto los reyes de las monarquías parlamentarias como los presidentes de las repúblicas democráticas –tengan o no poder ejecutivo– constituyen el símbolo de esa secularización, ya que retienen un espectro de autoridad sagrada que solo pueden ejercer en una dimensión metafórica que a su vez sirve para legitimar la legalidad que amparan. A través de la Constitución, los ciudadanos pasan a ejercer la soberanía del soberano. Ocurre, sin embargo, que esa soberanía se ha venido reduciendo cada vez más a un único acto electoral en el que se concentran todos los esfuerzos propagandísticos del sistema, con la consiguiente degradación de las instituciones y de la esfera pública. Si la democracia consiste solo en intentar ganar las próximas elecciones para hacerse con el poder económico es que ya no queda nada de esa democracia. Por eso el adversario es ahora un enemigo. No hay nada entre ellos salvo el fragor de la batalla.

En el año 2011, Benedicto XVI, durante un viaje apostólico a su tierra natal, fue invitado a hablar en el Bundestag. Para los que somos laicistas, duele admitir que no hay ningún político en Occidente capaz de urdir un discurso de esa altura. Aunque habló como Sumo Pontífice, Joseph Ratzinger también sabía que se dirigía a la cámara de representantes de la República Federal de Alemania, un país que había sufrido una de las violaciones más atroces de los derechos humanos de nuestra historia, así como una degradación sin precedentes de la esfera pública en todas sus dimensiones. Por ello el papa quiso repasar el viejo debate entre el derecho natural y el derecho positivo, el origen de la justicia y la justificación de la norma, siguiendo un razonamiento que empezaba en el primer Libro de los Reyes, seguía con San Agustín y San Pablo y terminaba con Hans Kelsen, el gran teórico del positivismo jurídico, padre del moderno constitucionalismo. «Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista», apuntó el papa, «las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella».

Con respecto a Kelsen, Ratzinger sostuvo, a partir de una cita del historiador del derecho Wolfgang Waldstein, que el jurista austríaco había abandonado al final de su vida el dualismo entre ser y deber ser (sein und sollen), puesto que si la norma siempre presupone una voluntad, la naturaleza solo podría contener normas si se aceptara la existencia de un Creator Spiritus. «Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano», habría dicho Kelsen. En conversación con una amiga jurista, no hemos podido encontrar evidencias textuales de que Kelsen hubiera abandonado en efecto ese dualismo entre sein und sollen. Sea como fuere, lo interesante es la pregunta que el papa se hizo en voz alta, frente a la cámara de representantes de Alemania: «¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?» En otras palabras, ¿no deberíamos preguntarnos de dónde viene nuestra concepción de los derechos humanos, la distinción entre el bien y el mal y en última instancia nuestra idea de justicia? Kelsen afirma que hay normas básicas que se dan simplemente en la conciencia. Si eso es así, ¿no supone ello un regreso al iusnaturalismo? ¿Y ha sido la conciencia humana siempre la misma? Es evidente que no. Ya dijo Hitler que la conciencia era un invento de los judíos. En cualquier caso, es muy elocuente que la máxima autoridad de la Iglesia formulara una pregunta que desvelaba un punto ciego en el edificio lógico-positivista y lo hiciera justamente en la sede de la soberanía emancipada del mundo teocéntrico. Por un momento, la vieja fe y la razón ilustrada se fundieron en un mismo lógos ampliado. 

Si la Iglesia ha abandonado las cuestiones últimas, la democracia ha extraviado el sentido de su finalidad, más allá de la producción, el empleo y la riqueza. Destruida o menoscabada la educación que hacía posible la confianza –el equivalente a la fe religiosa– y borrado o impugnado el recuerdo del pacto –el concierto, otro concepto emancipado de la teología–, la democracia representativa se convierte en un espacio inanimado en el que solo operan la hipertrofia del derecho y el dominio técnico-económico, variaciones de un nihilismo sin retorno. El orden de lo profano y el orden de lo mesiánico, que se necesitaban como antinomias para que ardiera la felicidad, han quedado desvirtuados. Por eso tanto la renuncia al poder terrenal de Benedicto XVI como la pregunta de Ratzinger en el Bundestag cuestionan de raíz nuestro actual estado político.

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