THE OBJECTIVE
Carlos Granés

El regreso de las masas y las invivibles Repúblicas

«El desembarco del populismo ha erosionado por completo los consensos básicos y ya no sabemos ni siquiera cuándo estamos ante un golpe de Estado»

Opinión
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El regreso de las masas y las invivibles Repúblicas

Una manifestación a favor del Gobierno en Brasil. | Europa Press

Cuando parecía un fenómeno viejo y superado, la gente volvió a echarse a las calles. Llevamos un lustro, quizá un poco más, viendo cómo Madrid, Barcelona, París, Washington, Brasilia, Lima, Santiago, La Paz, Bogotá o Quito eran tomadas por masas tumultuosas que asaltaban o rodeaban parlamentos, casas de la cultura, aeropuertos, estaciones de metro y hasta monumentos como el Arco del Triunfo. El asunto podía empezar con ambiente festivo, incluso con disfraces, chalecos amarillos, camisetas de una selección de fútbol, pero poco a poco la masa se encabritaba y el tono carnavalesco degeneraba en entropía e intimidación. 

La chispa del estallido podía ser inidentificable y concreta, una subida de los combustibles, de los impuestos o del pasaje de metro, por ejemplo, pero ya entrados en gastos no tardaban en sumarse tirios y troyanos hasta convertir las protestas francesas, chilenas o colombianas –por mencionar algunas- en un aquelarre de frustraciones infinitas y aleatorias. También hemos visto casos distintos, similares pero distintos, como el de Estados Unidos, Brasil o España, donde las masas fueron compactas y homogéneas y funcionaron como el músculo callejero de políticos o agrupaciones reconocibles. Flexionando el bíceps en los despachos o en Twitter estaban Trump, Bolsonaro, Puigdemont o la Coordinadora 25S.

En todas estas ocasiones la masa se convirtió en una fuerza destituyente que intentó forzar la marcha de gobernantes elegidos democráticamente, como Macron, Sebastián Piñera o Guillermo Lasso, o en una horda antidemocrática empecinada en frenar la posesión de gobernantes como Rajoy, Biden, Lula o la boliviana Jeanine Añez. Todo, desde luego, en nombre de la democracia. Hoy, como diría Ortega, se demanda el pan quemando panaderías y se exige una radicalización de la democracia deslegitimando, cooptando o invadiendo las instituciones democráticas. 

Basta remitirse a los hechos para comprobarlo. El lema que animó el asedio al Congreso de Madrid en 2016 fue «Ante el golpe de la mafia, democracia». Los independentistas catalanes legitimaron la violencia callejera y la violación de los procedimientos legislativos en nombre del derecho a decidir, justo lo que Íñigo Errejón describía en un artículo para El País como «radicalizar la democracia». A esto habría que añadir a los partidarios de Bolsonaro y de Trump, que invadieron las sedes del poder legislativo creyendo que impedían la instauración de una dictadura comunista o la degenerada autocracia de una secta de pederastas. Mientras transgredían la legalidad, amedrentaban a funcionarios legítimos, intimidaban a los opositores o cometían actos de violencia injustificables, todos juraban estar luchando por la libertad y la democracia. 

El desembarco del populismo ha erosionado por completo los consensos básicos y ya no sabemos ni siquiera cuándo estamos ante un golpe de Estado. Pedro Castillo decidió cerrar arbitrariamente el congreso peruano, y para los presidentes de Colombia, Argentina, México y Bolivia no era él quien intentaba un golpe sino quien lo padecía. Y la verdad es que a veces resulta muy difícil calificar los acontecimientos políticos. Después de violar la legalidad que le impedía reelegirse, de cooptar el poder judicial y electoral y de ejecutar un posible fraude electoral, Evo Morales fue presionado por el ejército a renunciar. ¿Se trataba de un golpe? Con tanto chanchullo en juego quién podía responder con certeza.

«El populista necesita el asalto violento o deslegitimador de hordas enfebrecidas y desquiciadas»

En esta terrible confusión resulta fácil atacar las instituciones liberales bajo la supuesta premisa de regenerarlas. Dejarán de estar al servicio de las élites para estar al servicio de la gente y del pueblo, se dice, pero para eso el pueblo y la masa deben manifestar su descontento. El populista necesita de su ayuda. Necesita el asalto violento o deslegitimador de hordas enfebrecidas y desquiciadas. Necesita el reventón social que amenace con paralizar un país y hacerlo inoperante. Necesita el contagioso descrédito que sobreviene a la queja y a la frustración insalvable. Necesita el hecho consumado y el triunfo vitalista de la voluntad popular sobre la legalidad añeja y anticuada. 

En definitiva, depende de una masa manipulada en busca de alguna forma de redención, o de un masa frustrada y cabreada por mil motivos contingentes y distintos. Esas hordas están tensando las cada vez menos robustas democracias liberales y cumpliendo el designio de un líder conservador colombiano en los cuarenta: hacer invivibles las Repúblicas. 

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