¿Hay alguien en España contra el aborto?
«En los medios de comunicación episcopales parecen haber hallado la clave de ser más astutos que el Evangelio y aprender a servir a Dios y al PP a la vez»
En el África central la mayoría de sus habitantes son intolerantes a la lactosa. Si por azar ingiriesen algún lácteo, ello les provocaría indigestión, flatulencias, vómitos, diarrea.
Algo más al norte, en Occidente, hace tiempo que andamos aquejados de intolerancia a la verdad. Si por azar nos la sirvieran a la mesa, también habría indigestión, flatulencias, vómitos. Y hasta diarreas.
Todo son reparos ante quien osa, sin más, servir verdades. Desde el moderadito que se nos quejará de la vajilla, del camarero, de oh-cielos-no-has-acompañado-esto-del-vino- adecuado, hasta el extremista que, en su alergia a lo verdadero, nos soltará su diarrea en medio del comedor. Para regocijo, por cierto, del moderadito, que así podrá pronunciar su frase favorita: «Yo no estoy ni con unos, ni con otros; ni con el cocinero que no me adereza la verdad con las especias adecuadas, ni con este señor que se ha puesto a vomitar en los platos de los demás».
En la competición occidental por huir de la verdad, merece España mención de honor. Que nuestro presidente del Gobierno mienta sin empacho no resulta del todo significativo; que apenas le reste votos, sí. La mentira se ha vuelto tan ubicua como el aire que respiramos. Los peces tienen branquias para respirar en el agua y los españoles las tenemos para nadar en el mar de mentiras que es España ya. Esta semana hemos podido comprobarlo de nuevo.
En mi región, Castilla y León, su vicepresidente, Juan García-Gallardo, ha propuesto, entre otras medidas (ayudas económicas, atención psicosocial, guarderías gratuitas…), ofrecer más información a las embarazadas sobre su embarazo. Ofrecer información, no imponerla: la alergia a la verdad es tanta en España que, de momento, vayamos poco a poco incluso cuando de repartir verdades se trata.
Aquí yo podría recordar que sin verdad no hay libertad pero temo que sonase a frase en exceso filosófica o a lema político (de cuando los lemas políticos se parecían a lo filosófico). De modo que lo explicaré con algo que sabían mis propios padres, sin necesidad de haber superado sus estudios de primaria.
Imaginemos que le ofrezco a usted, amigo lector, una cajita con mi mano izquierda y otra con mi derecha. Las cajitas están cerradas, usted ignora qué contienen (aunque pueda tener presentimientos al respecto). Y entonces le ruego que escoja una u otra. ¿Es usted de veras libre al hacer esa elección? Si antes de ofrecerle las cajas le muestro que en la derecha hay un pequeño diamante y en la izquierda una pelusa de jersey viejo, ¿no será más libre al escoger?
«En Castilla y León se va a ofrecer a las embarazadas conocer bien su embarazo»
La comparación es tosca porque aquí no hablamos de un diamante, sino de algo mucho más valioso: una vida humana, carne de tu carne, ser de tu ser. Y tampoco hablamos de una mera pelusilla, sino del peso pesaroso de acabar con tal vida. Con todo, cualquiera puede entender el principio: saber más nos hace más libres; quien no mira lo real a la cara deja que otros, azar incluido, le conduzcan en deriva de acá para allá.
En Castilla y León se va a ofrecer a las embarazadas conocer bien su embarazo: si late, y cómo late, el otro corazón que llevan dentro; la forma, en 4D, de su hijo, antes de que puedan sacarse con él selfis meses después. Ojo, no se les va a abrir la cajita de mi ejemplo de antes: no se les va a obligar a ver ni el diamante ni la pelusa; solo se les va a sugerir que, si quisieran, podrían verlo. Que podrían conocer mejor la realidad. Antes de una decisión crucial.
Esa mera oferta ha desatado en nuestro país una diarrea de intolerancia, alérgicos como nos hemos vuelto a la verdad. ¡O al mero ofrecimiento de enseñárnosla! Se arguye, en un intento de no parecer tan reacios a lo verdadero: «Bueno, pero la embarazada ya lo sabe todo de su embarazo y de lo que es un aborto, no necesita más informaciones». Pasemos de momento sobre el presupuesto gratuito de que en todo momento (y más en momentos de tensión) conozcamos perfectamente todo, todito, todo lo que acarrean nuestras decisiones; todo, todito, todo lo que está en juego, como para despreciar más saberes.
Bástenos de momento señalar lo que la psicología lleva siglos enseñándonos, y cualquiera puede comprobar hoy en redes sociales: no es lo mismo «saber» que tras las letras en mi pantalla hay un ser humano, que ver y escuchar ante mí su rostro. No hace falta haber leído a Emmanuel Lévinas para colegir que, en el primer caso, es mucho más probable que lo desprecie, lo maltrate e incluso lo insulte, que si lo miro a los ojos, oigo el latido de su corazón y así sé (ahora ya sí) que no es solo unos píxeles de colores. Solo así sé y actúo de veras como si no fuese solo una idea en mi cabeza. Sino un humano. Como yo.
En Castilla y León se ofrece, pues, conocer verdades. Y, entonces, la Moncloa nos amenaza con quitarnos la autonomía, las feministas con algaradas (esas que no convocan mientras el Gobierno libera más y más violadores con su nueva ley) y la izquierda se espanta ante la posibilidad de que una mujer pueda saber más sobre qué ocurre dentro de su cuerpo. Vivimos tiempos raros, pero es lo que ocurre siempre que la verdad se eclipsa: sabido es que licántropos, brujas y vampiros proliferan en medio de la oscuridad.
Con todo, este artículo quedaría incompleto si pareciera que es solo la izquierda o el abortismo estándar el que nos está mostrando estos días su intolerancia a lo verdadero. Aunque los defensores del aborto supusiesen una mayoría, las cien mil muertes que por este motivo se dan cada año en España (uno de cada cinco embarazos) no se explican solo por ellos. Una fortaleza no se rinde sola cuando la atacan, sino también al fallar su defensa. Así que miremos al otro lado, al de los baluartes que deberían defender la vida del aún no nacido.
Hagámoslo, además, con idéntico ánimo que viene inspirando este artículo. Miremos cara a cara la verdad. No nos baste con creer al que diga que está contra el aborto. Fijémonos en sus obras. A ello nos anima la sabiduría popular: «Obras son amores, y no buenas razones». También el evangelio: «Por sus frutos los conoceréis». Y también la filosofía: Wittgenstein nos recordó que la ruedecilla de un mecanismo que se moviera en el vacío, y no conectara con otras para que tal máquina se moviera, es exactamente igual a una no ruedecilla. O peor, pues desperdicia energía sin más.
«Un 40% de las mujeres que escuchan el latido de su hijo se niegan luego a abortarlo»
Reparemos, por supuesto, primero en el Partido Popular, que cuando conviene recabar votos opuestos al aborto alardea de oponerse al mismo. Pero que luego, cuando tiene mayoría absoluta, no deroga las leyes que lo propician. Es más, estos días están resultando reveladores porque hemos constatado que, incluso cuando le da ya hecha la cosa su socio de gobierno, y con una medida tan modesta como la de Castilla y León, se escandaliza por ella, renquea, trata de frenarla. La considera extemporánea (al parecer, ¡nunca es el momento de dar esta batalla, ni con mayoría absoluta ni sin ella! ¡Qué malhadado azar!).
«Es que esto va a favorecer a Sánchez», murmuran. Aceptemos la hipótesis (un tanto simplona) de que oponerse a las políticas de Sánchez favorece a Sánchez. Pero ¿es el único beneficiado? Caminemos todos, ¡y yo el primero!, por la senda de valorar una ley según a quién beneficiará. Los datos apuntan que, de media, un 40% de las mujeres que escuchan el latido de su hijo se niegan luego a abortarlo. ¡Así que no solo Sánchez, sino también algunos niños se beneficiarán de ello! Y afrontemos ahora, sin ambages, el razonamiento pepero: ¿una medida que beneficiará a muchos niños, o aunque fuera a uno solo, pero también beneficie a Sánchez, no merece la pena? ¿Se prefiere perjudicar (¡y menudo perjuicio!) a esos niños con tal de dañar también a Sánchez? ¿Es esa la moral pepera? Oh la la, a qué conclusiones tétricas nos lleva eso de ponernos a juzgar una ley solo según a quién beneficiará.
Recordemos, por otra parte, que hay un recurso del PP ante el Tribunal Constitucional cuestionando la ley del aborto. Desde hace ya más de 12 años. Años en que, nos dicen, la mayoría de ese órgano era conservadora. Y el ponente encargado de tal recurso, el magistrado Andrés Ollero, pertenece al Opus Dei. Dicen que el Opus, que los conservadores, que juristas de semejante prestigio se oponen, contundentes, al aborto. Pero la realidad que se nos revela es que, como mínimo, 12 años de ley abortista contundencia, lo que se dice contundencia, no les logra suscitar. Aunque la verdad sea triste, de nuevo es bueno conocer la verdad.
¿Qué ocurre con el resto de la Iglesia católica? Sabemos lo que dice su jerarquía, pero miremos sus obras; al fin y al cabo, se trata de los católicos, así que insistir, con la epístola de Santiago (2:14-26), en las obras (y no solo en las palabras) resulta crucial. ¿De veras está, rotunda, en contra del aborto la Conferencia Episcopal que ya en 2014, cuando el PP renunció a modificar la actual ley del aborto, impuso a sus medios de comunicación (Cope y Trece TV) la orden de «entre 0 y 10 de contundencia, aplicar solo una crítica, moderada, de 2»?
«En los medios episcopales parecen haber hallado la clave de aprender a servir a Dios y al PP a la vez»
Se me dirá: «Te vas a tiempos un pasados, han transcurrido casi nueve años desde aquello». Muy bien, miro la reacción estos días a la tímida medida propuesta en Castilla y León: ¿se han felicitado, entusiastas, en Cope, en Trece, por las vidas, por pocas que sean, que así se puedan salvar? ¡Quia! Todo han sido reproches, coincidentes, por cierto, con el argumentario del Partido Popular: que si habrá que estudiar estas medidas, que si en realidad favorecen al Gobierno, que no hay que precipitarse con asuntos tan serios (este último principio de no precipitarse supongo que también sirve para los 12 años sin sentencia en el Constitucional). Dice el Nuevo Testamento que no se puede servir a dos señores, a Dios y a otro distinto; pero en los medios episcopales parecen haber hallado la clave de ser más astutos que el Evangelio y aprender a servir a Dios y al PP a la vez.
Permítame el lector, por lo demás, traer aquí una anécdota personal y televisiva. Desde hace año y pico soy tertuliano de Trece TV, en su programa nocturno El Cascabel. Al inicio, me llamaban cada semana; ahora, cada mes. Sé que la culpa de este distanciamiento es mía. Y una de mis mayores culpas tiene que ver con el aborto.
En abril pasado, se me ocurrió criticar en antena que el PP no cambiase la ley de Zapatero, contra lo que había prometido, cuando llegó con mayoría absoluta al poder. Ipso facto, el presentador me interrumpió y dedicó varios minutos a defender al Gobierno pepero, con el argumento estrella de que se trataba de un gobierno «para todos» y por eso no modificó tal ley. Asombrado, yo intentaba recuperar la palabra que el moderador me había arrebatado, para apuntar tan solo si en ese «gobierno para todos» cabían unos ciertos señores, no sé si les suenan en Cope y Trece TV, unos que se llaman católicos, y que están en contra de eso de abortar. Por no hablar, claro, de que eso de «gobernar para todos»… olvidándose de los niños no nacidos se diría una forma poco católica de entender esos «todos», la verdad.
Fui castigado, ¡y lo entiendo!, a no volver más que cada mes a pisar el plató. Y en realidad lo agradezco: me produjo muchas dudas espirituales sufrir tantas trabas para oponerme al aborto en una cadena episcopal.
Este artículo podría seguir analizando el modo en que otros medios eclesiales han acogido las modestas medidas antiabortistas castellanoleonesas. El Debate, por ejemplo, flamante periódico de la Asociación Católica de Propagandistas, recibía la medida criticando que detrás «solo hubiera intereses ideológicos» (supongo que los intereses que esperaban serían cinegéticos o sobre el sánscrito antiguo más bien).
«A la Iglesia española entera lo del aborto, en el fondo, le da un poco igual»
Pero lo dejaré aquí. Lejos de mi voluntad sostener que, estos días, hayamos descubierto (o constatado) la verdad de que a la Iglesia española entera lo del aborto, en el fondo, le dé un poco igual. Sí, digamos que veo poca convicción en algunas de sus secciones; pero son justo las que tienen más poder (medios de comunicación, por ejemplo) y ni siquiera ellas son unánimes: un par de obispos (Luis Argüello e Ignacio Munilla) sí han salido estos días a recordar la posición antiabortista de la Iglesia. Y estoy seguro de que hay miembros del Opus o de la Asociación Católica de Propagandistas, también citadas en este artículo, que (a diferencia de Ollero o El Debate) no han vacilado en señalarse a favor de todo lo que contribuya a frenar los 100.000 muertos anuales por esta causa.
Es más, sé de Ike, de Queque, de tantos otros, que este último 28 de diciembre acompañaron de nuevo a Jesús Poveda en algo que hoy está prohibido, orar ante los abortorios. Sé de José Manuel, que aunque apenas se hable de esta ley que prohíbe rezar en la calle (no, tampoco se habla mucho de ella en Cope o Trece TV), consigue en redes sociales que se vea su sinrazón. Sé de María, que fue multada por usar un rosario. Y sé de muchos más como ellos, que actúan tal y como piensan, y por ello me creo que lo piensen de verdad.
Y conozco también su alegría cuando logran que una mujer reflexione y decida, al final, no abortar, apenas unos minutos antes de cuando pensaba hacerlo. Ninguno de ellos resulta importante en la jerarquía católica, solo dos o tres obispos se han atrevido a acompañarlos alguna vez que otra. En Cope apenas los entrevistan, en Trece TV no los recuerdan cuando sus presentadores defienden «un gobierno para todos» que no cambia las leyes abortistas. Pero a ellos no les desanima esa falta de atención.
Y yo se lo agradezco, también, porque son estas buenas gentes las que me permiten responder al título de este artículo, ¿Hay alguien en España contra el aborto?, con un sí. Me permiten hacerlo, además, sin renunciar a mi adicción más asentada; a la perversión que me saca a veces de las aguas estancadas de esta España; a ese vicio que tengo de esa sustancia cada vez más escasa, y que los antiguos llamaban con un nombre sencillo. La verdad.