Latidos y taquicardia política
«La comedia electoral se consuma, y el invierno demográfico sigue su curso en una sociedad española que aborta a un ser humano por cada cinco que nacen»
Recuerdo vivamente, como si fuera ayer, estar en el salón de la que hace ya bastantes años era mi casa acunando en mis brazos al mayor de mis dos hijos cuando era un bebé. Esa madrugada, como tantas otras, se había despertado llorando a pleno pulmón. No tenía fiebre, no estaba malo. Simplemente lloraba. Por la mañana temprano tenía que coger un avión. Por obligación, no por devoción. Era la madrugada del jueves al viernes. La culminación de otra semana agotadora. De pronto, miré aquella diminuta carita arrugada por el llanto y me pregunté presa del pánico: «¿Esto va a ser siempre así?». Estaba tan agotado, tan falto de horas de sueño, que no acertaba a imaginar cómo iba a ser capaz de sobrellevarlo.
Hay muchos momentos a lo largo del ejercicio de la paternidad (maternidad, en el caso de las madres) en los que no voy a decir que llegas a arrepentirte de ser padre, pero sí en los que dudas de ti mismo, de tu capacidad de resistencia y de tu buen juicio. La suma de cansancio, estrés y falta de sueño afectan a la forma en que contemplas la vida y la proyectas hacia un futuro imaginario. Un futuro que ves negro como la boca de un lobo, mucho más negro de lo que realmente será. Al final, sin saber cómo, vas superando una prueba tras otra. Este milagro no tiene truco. La clave es muy simple, aunque no fácil: tratar de no perder la templanza. Al final siempre escampa.
Cuento esta anécdota menor, que seguramente a muchos lectores padres y madres les resultará bastante familiar, para llamarle la atención cariñosamente a mi compañero de Opinión David Mejía, porque en su artículo sobre este asunto cometía el error habitual de constreñir la decisión de tener hijos exclusivamente a la mujer, cuando, que se sepa, también los hombres forman parte del proceso de la procreación, sea deseada o indeseada, y sufren sus inconvenientes —«Apuesto por un seminario inmersivo, donde las futuras madres puedan experimentar la privación de sueño, el deterioro físico, la falta de libertad y los números rojos»— y también, por supuesto, sus recompensas. Pero, sobre todo, para poner énfasis en algo que me parece relevante: que tener hijos es una gran responsabilidad, además de un esfuerzo económico y personal considerable, pero que estas cargas se han distorsionado enormemente, hasta el punto de que en la sociedad actual la paternidad, o maternidad, es percibida como algo peor que problemático. Una opción que, por si acaso, es preferible desestimar o, en el mejor de los supuestos, posponer todo lo que sea posible y, a menudo, más allá de lo posible.
«Vivimos en el estrés de la decisión, del miedo, casi pavor, a equivocarnos»
La acelerada vida moderna no solo nos obliga a tener que tomar constantemente decisiones sino que además nos empuja a percibirlas como cruciales. Qué estudiamos, dónde, cómo; vivir de alquiler o hipotecarse; adelantar un gasto o posponerlo; aceptar una oferta de trabajo y cambiar de empresa o quedarnos donde estamos; aprovechar una oportunidad de negocio o no asumir ese riesgo; mudarnos en busca de mejores perspectivas o quedarnos donde hemos nacido; compartir nuestra vida con la persona que creemos amar o abstenernos, por si acaso…
Todo son decisiones, a todas horas, todos los días. Y sean grandes o pequeñas, tendemos a percibirlas como determinantes de nuestro futuro. Vivimos en el estrés de la decisión, del miedo, casi pavor, a equivocarnos y a que esa equivocación, como si nuestra vida discurriera por una red ferroviaria, provoque un catastrófico cambio de agujas que nos desvíe al ramal del desastre inevitable. Desde esta estresante perspectiva, tener hijos se antoja como la decisión más conflictiva de todas y, en consecuencia, la que conlleva el mayor riesgo de una potencial catástrofe.
Tal vez sea que la idea imperante en política de que el futuro puede ser anticipado y planificado, para así eludir el peligro o cualquier suceso indeseable, ha permeado nuestras vidas. Y esta idea la trasplantamos a nuestro mundo particular, llegando a creer tan equivocadamente como los ingenieros sociales que es posible eliminar de la ecuación el azar, la suerte o los imprevistos. Sea este el motivo o no lo sea, el caso es que tener hijos ha acabado siendo para muchos un elemento más de una planificación imposible con la que elegir el momento perfecto en el que todos los factores sean súper óptimos. Así, si nos dan la buena nueva de manera inesperada, concluimos apresuradamente que ser padres sin tenerlo todo atado y bien atado no puede sino acabar en tragedia. Y que, por lo tanto, lo más sensato es recurrir al aborto.
No quiero decir que toda decisión de abortar esté condicionada por esta idea. Pero sí que en buena medida parece estar presente en las estadísticas, habida cuenta de las características de los datos que arrojan. Pero no seré yo quien juzgue a ninguna mujer por decidir poner fin a su embarazo. Tengo mis convicciones, desde luego, pero no soy quién para juzgar a nadie, mucho menos condenarle. La piedad bien entendida consiste en el perdón sincero, pero también en la aceptación del otro, del distinto y de sus razones o motivos, aunque no los compartas o, precisamente, porque no los compartas.
Por supuesto, defenderé mis convicciones en la medida de lo posible, en buena lid, pero no se las impondré a nadie, aunque pueda. Creo en el libre albedrío y en que cada cual debe responder por sus actos, no por los ajenos. Mi ideal es el convencimiento o siquiera lograr en alguna medida que la sociedad se pare a reflexionar y se replantee su postura frente al aborto, en vez de banalizarlo o asumirlo, a hechos consumados, como un derecho absoluto, tal y como pretenden algunos.
Las mujeres que abortan no constituyen un colectivo o, peor, un conciliábulo, como tampoco lo constituyen los hombres que devienen en agresores de sus exparejas. Cada mujer y cada caso es diferente, único. No hay un perfil tipo ni un mal estructural que las determine. La decisión de cada cual obedece a circunstancias que, aun pudiendo ser similares entre sí, siempre serán particulares. Es más, unas mujeres abortan muy convencidas, otras no tanto, querido Carlos Alsina. No des por supuesto lo que desconoces. Que uno tiene la sensación al escucharte de que también hablas de oídas, con idéntica solemnidad y torpeza que a quien descalificas.
«En Vox usan el antiabortismo como diferenciación frente a su más directo competidor, el PP»
El caso es que, a cuenta de esta polémica, a demasiados se les está viendo el pelo de la dehesa. Unos por pretender defender una causa, a mi parecer, loable, como es salvaguardar la vida de los más indefensos, sin estudiarla ni trabajarla como debieran. Tal vez crean que es suficiente con levantar tan noble bandera para triunfar en el campo de batalla de las ideas y los principios. Desgraciadamente, la política pese a todo es bastante más exigente. No bastan las buenas intenciones. Hace falta mucho trabajo. Así, más allá de marcar el territorio, tal defensa se percibe como una chapuza, salvo, claro está, para los incondicionales. Otros, los que reaccionan a la contra, porque hiperventilan y sobreactúan hasta la náusea. Y otros porque, ante un asunto espinoso, opinan ora así, ora asá en función de las encuestas. Lo cual es poco edificante. Ahí está el recurso del Partido Popular contra la ley del aborto de Rodríguez Zapatero, en el Tribunal Constitucional, durmiendo el sueño de los justos… después de haber gobernado con mayoría absoluta. Y es que lo que en su día les pareció una buena idea para fidelizar votos, después dejó de parecérselo.
Con todo, tengo la incómoda sensación de que, en general, aquí principios, pocos. Que esto va del vótame a mí acostumbrado. La recurrente taquicardia electoral. Así, en Vox, usan el antiabortismo como diferenciación frente a su más directo competidor, el Partido Popular. Los socialistas e izquierdistas radicales aprovechan para distraer sus felonías con una alerta antifascista y rematan su oportunismo prometiendo llevar el «derecho al aborto» hasta sus últimas consecuencias. Mientras que en el PP contraponen su proverbial moderación y esa generosidad tan suya que les empuja a perdonar la vida a unos y otros, pero no a los nonatos, porque esos, más allá del latido de sus diminutos corazones, no tienen voz y no pueden organizarse para influir en el voto.
Entretanto la comedia electoral se consuma, el drama del invierno demográfico sigue su curso, con una sociedad española que aborta a un ser humano por cada cinco que nacen. Una proporción que dice mucho de nosotros, y no precisamente bueno. Y que trae muy malos augurios.