Precios, la venganza del campo
«La sociedad urbana limita la producción agraria y a la vez protesta por el consiguiente incremento de precios. No se puede sorber y soplar al tiempo»
Desayuno en el Hotel Cortijo Santa Cruz, en Villanueva de la Serena, adonde acudí para pronunciar una conferencia –La agricultura en tiempos de complejidad– en el seno de las XVI Jornadas Técnicas de ACOPAEX, una gran cooperativa de segundo grado. Mientras tomo el café, las noticias de la televisión hablan de la fuerte subida de los alimentos en toda Europa. Los consumidores protestan, los gobiernos se inquietan. Todos, en parte significativa, al menos, culpabilizan a la cesta de la compra de la inflación que los atormenta. Dominado el potro salvaje del petróleo y el gas, sólo los irredentos alimentos, argumentan, ceban el amenazante ascenso de precios. Los portavoces de algunas organizaciones y partidos, con voz agria y arrogante, exigen, incluso, que se intervengan los mercados y que se pongan límites a los precios de los alimentos básicos, que, a la hora de la verdad, son casi todos ellos. Otros responsabilizan a especuladores y cadenas de distribución, a los que quieren criminalizar. Sin embargo, no escucho ninguna autocrítica, de autoridad alguna, por el cómo hemos podido llegar hasta aquí. La culpa, como es habitual, siempre es de los demás.
Toda la cadena alimentaria, desde el agricultor hasta los supermercados están bajo sospecha para una sociedad urbana acostumbrada a precios ridículos. Por eso protestan y cargan contra todo lo que se mueve en el ámbito alimentario. Gritan airados, con convicción y deseo, dicen, de justicia. Sin embargo, nada dijeron cuando, los precios hundidos durante años, arruinaban a agricultores y convertían su actividad en un mero ejercicio de subsistencia. Por el contrario, murmuraron entonces contra los agricultores, ganaderos y pescadores, por atentar –según su versión– contra el medio ambiente y vivir como parásitos de las subvenciones de la Política Agraria Comunitaria (PAC). Y mientras que la sociedad urbana –la que manda, la que vota, la que impone imaginarios– los despreciaba, las clarividentes autoridades comunitarias animaban al abandono de tierras y a la disminución de cupos pesqueros y ganaderos. Y, por si fuera poco, se dificultaba extraordinariamente la actividad, cuando no se prohibía directamente, de granjas, invernaderos, regadíos, trasvases, silos, mataderos o piscifactorías, por citar tan sólo algunos ejemplos de infraestructuras agrarias.
Para la sociedad urbana, las inversiones en el campo eran rechazables, atentaban contra su idea de naturaleza. Brillantes, los chicos. Y, al final, como no podía ser de otra forma, pasó lo que tenía que pasar, la producción bajó y los precios subieron en consecuencia. Es cierto que la sequía ha restado producción, pero también lo es que la agricultura lleva olvidada y relegada demasiados años ya. La venganza del campo ha llegado para quedarse por un tiempo, al menos hasta que no logremos implantar las medidas necesarias para garantizar la seguridad alimentaria, en cantidad y calidad, que pasa por dar un giro que garantice la producción y que permita una renta digna a los agricultores. Si estos no ganan con sus cultivos, no plantarán ni invertirán. Y, si no se autorizan sus inversiones y si, encima, se premia la baja producción, la venganza no hará sino acentuarse.
Ya lo advertimos hace tiempo. Que el campo, olvidado por una sociedad urbana, soberbia y prepotente, terminaría vengándose, al modo bíblico, con la cruel carestía y encarecimiento de los alimentos. Ya la tenemos aquí, y de nosotros depende, el que se marche o el que se instale para fustigar a esta perpleja sociedad urbana que llegó a creerse que la comida era algo que aparecía, barata, sana y por generación espontánea, en los anaqueles de los supermercados.
«Estamos asistiendo al inicio de una guerra que no hará sino dificultar la libre circulación de mercancías y productos»
La televisión pasa entonces a otros asuntos y me desentiendo de su sonido monocorde. Apuro el café y comienzo a escribir estas líneas, inspiradas en las ideas que expuse en las jornadas técnicas celebradas el día anterior en el palacio de congresos de Villanueva de la Serena, inauguradas por su alcalde Miguel Ángel Gallardo y por el del vecino Don Benito, José Luis Quintana. Ambos municipios están inmersos en una inédita y positiva fusión que dará lugar a Vegas Altas, la nueva ciudad que los integra. Desde estas líneas deseamos que el proyecto concluya con éxito, ya que beneficiará a sus ciudadanos y servirá de ejemplo a todo un país acostumbrado al desgarro y a la separación.
La primera razón del aparente riesgo de desabastecimiento tiene raíz geopolítica. Desde que EE UU decidió poner fin a la globalización tal y como se conoció desde los 90, tras la caída del mundo de Berlín, las trabas burocráticas, los aranceles y los recelos recíprocos han provocado desajustes de diversas naturaleza e intensidad. La globalización consiguió un mecanismo muy eficiente de intercambio de mercancías global, que favoreció la producción especializada y las economías de escala. En consecuencia, los precios permanecieron asombrosamente bajos durante más de dos décadas. China, la gran ganadora con ese modelo de globalización, amenazaba la primacía americana y occidental, lo que generó la reacción conocida. La globalización, tal y como la conocimos, ha dejado de existir y los desajustes impedirán el eficiente mecanismo comercial que disfrutamos años atrás. Estamos asistiendo al inicio de una guerra que no hará sino dificultar la libre circulación de mercancías y productos. Si a eso se le suma las restricciones sanitarias, la consecuencia es obvia. Fallan las cadenas de suministro. Por eso, un día faltan contenedores, otro los microchips y el de más allá los alimentos. Dado que es probable que la tensión se incremente durante los próximos años, la tensión en los abastecimientos perdurará, con el consiguiente encarecimiento de los precios. Precios de los productos agrarios y de los insumos necesarios para producirlos, todo un reto. Los alimentos subirán al consumidor sin que, necesariamente, los agricultores incrementen proporcionalmente su renta neta.
La segunda razón de la previsible y sostenida subida de precios agrarios deriva de la ausencia de una política agraria orientada a la producción de los alimentos que precisamos. Durante décadas, la PAC ha incentivado el abandono de tierras y el tránsito de una agricultura productivista a una ecológica. Sin entrar en debate, dado que nos parece bien el avance de lo ecológico, la consecuencia de estas políticas es inevitable, menos alimentos y más caros. Hasta ahora, las masivas importaciones mantuvieron los precios a raya, pero los desajustes de la desglobalización antes comentados, han reducido los efectos equilibradores de los alimentos baratos de terceros países.
«Los principios antiproductivistas se encuentran firmemente enraizados en nuestra sociedad urbana»
La sociedad urbana, como decíamos, desprecia a la agricultura, a la ganadería y a la pesca, al menos en sus vertientes productivistas. Como no le daba importancia a los alimentos, quería una naturaleza prístina para pasear los fines de semana, por lo que le molestaban la labranza, los invernaderos, las granjas o los regadíos. El factor sostenibilidad –que todos compartimos, por supuesto-, se contraponía abiertamente y erróneamente con el de la producción. Consecuencia, menos alimentos y, por tanto, más caros. La sociedad urbana, pues, que tanto protesta ante la subida de los precios agrarios es una de sus principales causantes, al haber creado un imaginario contrario a la producción primaria.
Los principios antiproductivistas se encuentran firmemente enraizados en nuestra sociedad urbana y sus instituciones. Así, la nueva PAC, a pesar del riesgo de desabastecimiento, vuelve a cargar contra la producción agraria, limitando abonos y fitosanitarios, por ejemplo. Además, complica extraordinariamente procedimientos y burocracias. Consecuencia, habrá menos alimentos y serán más caros.
Todo confabula para que el coste de la cesta de la compra continúe su ascenso. Visto lo visto, la situación no tiene fácil arreglo. La sociedad urbana y sus leyes limitan la producción agraria, pero, al tiempo, protesta por el consiguiente incremento de precios. Ya sabemos que no se puede sorber y soplar al tiempo y tendremos que decidirnos si queremos garantizar nuestros alimentos o si preferimos seguir ignorando la realidad agrícola, embelesados por nuestros idearios urbanos.
Agricultores, técnicos, empresas suministradoras, cooperativas han demostrado su alta capacidad de adaptación a los tiempos, a las nuevas técnicas y enfoques. Comparten las deseables prácticas que mejoren la salubridad y sostenibilidad, pero desean producir alimentos, con todas las condiciones de calidad que sean menester. Por eso, la sociedad tendrá que volver sus ojos hacia ellos, comprender sus inquietudes y ayudarles en su trascendente tarea de producir la comida que precisamos para vivir. No lo olvidemos: los agricultores no trabajan sólo para garantizar el pan de sus hijos, sino que trabajan, también, para conseguir el pan de los hijos de todos los demás.