Mary Cholmondeley contra todos
«El mensaje que nos manda la autora resulta claro: John es ilegítimo, como su fortuna»
Una escena inolvidable: John, heredero de la fortuna de los Tempest, una de las más abundantes de Inglaterra, curiosea un collar de esclavo que, junto a viejos relojes y platos de porcelona, decora su habitación. Es un grueso collar de plaza que lleva grabado el nombre de un antepasado tuyo, un Tempest de dos siglos atrás. Bajo la mirada de los Velázquez y los Tiziano que cuelgan de la pared, el ingenuo John se prueba el collar y, sorprendido, concluye que debió de resultar muy incómodo a su predecesor.
En Diana Tempest (1893), la gran escritora británica Mary Cholmondeley (1859-1925) satirizaba la feliz ignorancia de quienes dan por sentada la fortuna de que disponen. ¿A santo de qué se van a preguntar de dónde viene? Como se lee al inicio del segundo capítulo, «en estos tiempos está de moda, sobre todo entre las mentalidades vulgares de buena cuna, denunciar que la cuna no tiene valor» (p. 25). La editorial Nocturna trae al público español, con traducción de Ricardo García Pérez, esta espléndida novela.
Al poco de hallar el collar del esclavo, John da con una carta de su madre muerta en que reconoce que su progenitor no es su padre biológico. El mensaje que nos manda la autora resulta claro: John es ilegítimo, como su fortuna. Sobra decir que, de vivir hoy, el bueno de John Tempest montaría un numerito a cuento del collar de su tatarabuelo: pediría perdón públicamente, mandaría descolgar todos los retratos del esclavista, derramaría copiosas lagrimitas y, naturalmente, seguiría disfrutando de su fortuna.
Bien podría Cholmondeley haberse limitado a una crítica sutil pero acerada del privilegio. Sus novelas cuentan, sin embargo, con el raro acierto de ofrecer un ideal propositivo. Sobra decir que, de no haberlo envuelto en los festones de su grand style, el mensaje de Diana Tempest habría resultado explosivo en la Inglaterra de la última década del XIX. Su protagonista evita por todos los medios el matrimonio, que compara con el suicidio. El otro gran personaje femenino de la novela, Madeleine, está casada con un ser abyecto; a su juicio, casarse tiene, a pesar de sus ventajas económicas, «un elemento que suele resultar intolerable: el marido» (p. 285). Para regocijo del lector, solo se muestra dulce con su marido después de que se le pase por la cabeza la idea de ser una viuda joven. Solo al final de la historia el matrimonio parece una idea razonable, cuando Diana encuentra una forma de ahormarlo a su forma de vivir.
Años después, Cholmondeley criticaría más abiertamente los sinsabores que la sociedad de su tiempo ocasionaba a las mujeres que se salían de la norma en Un inconveniente (1902), y tomaría a chacota los convencionalismos de la alta sociedad inglesa en La polilla y la herrumbre (1912). Con todo, ninguna de ellas está a la altura de Diana Tempest. Si esta una de las cotas cimeras del movimiento de la New Woman es, además de por la excelencia de su prosa, muy deudora de George Eliot, y por la inteligencia de su trama, dickensiana hasta las cachas, sin duda por su incomparable capacidad de construir personajes femeninos que encarnasen grandes virtudes.
«Cáfilas de sociólogos y editorialistas se abalanzaron contra esa amenazante «nueva mujer» que salía del ámbito doméstico, accedía a la educación superior y no albergaba interés alguno en el casamiento»
La otra gran novela de Cholmondeley es Un guiso de lentejas, también publicada en nuestro país por la editorial Nocturna. Puede que su título, que no quedaba esclarecido, se refiriese a la dificultades que encontraba una escritora para vivir de su oficio. El personaje de Hester Gresley, de clara índole autobiográfica, describía a la perfección las cuitas de toda mujer que quisiera llevar a la mesa un plato de lentejas hincando la pluma. Su ambición literaria era para los demás algo «absurdo y desproporcionado, como las largas patas de un potrillo», una «brasa de entusiasmo» que se apagaría al madurar y volverse «pasiva, contemplativa». La dura brega de Cholmondeley durante los tres años que le llevó la redacción de su manuscrito, bajo terribles padecimientos físicos, no se trasladó al estilo de la obra, no exento de una cierta acrimonia pero ligero y jovial. Hester Gresley fue uno de los primeros ejemplares de lo que se vino en llamar «nueva mujer»; antes ya lo habían sido Diana Tempest y la propia Cholmondeley, que nunca se casó, siendo objeto de la incomprensión de sus pares. El futuro se demora, pero siempre llega.
Taquígrafas, mecanógrafas, telefonistas… En tiempos de Cholmondeley, la tecnología abría camino a nuevas profesiones definidamente femeninas. Cáfilas de sociólogos y editorialistas se abalanzaron contra esa amenazante «nueva mujer» que salía del ámbito doméstico, accedía a la educación superior y no albergaba interés alguno en el casamiento; una rara avis que lucía ropas cómodas y mostraba una cierta liberalidad de costumbres. Por supuesto, la mujer entraba a trabajar en oficinas u hospitales, pero lo hacía de mecanógrafa o auxiliar, no como directora o cirujana. Y, mientras el segundo sexo ocupara una posición precaria y subalterna, la opción salvadora del matrimonio seguiría asomando el hocico. No es que la mujer volviese a ser pobre, sino que, como matizase Virginia Woolf, nunca había dejado de serlo. De tal suerte que la cuestión se reducía a elegir entre la pobreza y la subyugación; abrirse paso por el hostil mundo urbano o volver cornigacha al redil de la coyunda. Saltar, en resumidas cuentas, de la sartén al cazo.
La espingarda de Cholmondeley, disparada desde la lontananza de un siglo, sigue haciendo diana. Resistirse a la tentación panfletaria mantiene seca la pólvora. No es lo mismo ceder a los cantos de sirena del mensaje mitinero que atarse al mástil de la literatura. El trecho que media entre ambas cosas es el que separa Diana Tempest de, pongamos, La cabaña del tío Tom (por no citar algún ejemplo actual de esa literatura catequética que antepone la exhibición de bondad al mérito literario). Con todo, Diana Tempest deja alguna que otra enseñanza moral: por ejemplo, que no es tan urgente el ajuste de cuentas con el privilegiado, todo y ser el tataranieto de un vil negrero, como la posibilidad de una vida digna para el excluido. No basta con la revancha para hacer justicia.