THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

El malentendido de la inteligencia artificial

«Nuestra intimidad con la técnica es ya tan absoluta que somos incapaces de distinguir entre el invento y nosotros mismos»

Opinión
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El malentendido de la inteligencia artificial

El malentendido de la inteligencia artificial.

Nuestro siglo ya tiene un nuevo juguete, el chatGTP, que está despertando una gran admiración en todos sus primeros usuarios, rendidos ante la genialidad del nuevo oráculo, capaz, según se ha demostrado, de explicar «cómo despegar un sándwich de mantequilla de una cinta de video» utilizando el estilo de la Biblia del rey Jacobo. Semejante parida, muy celebrada en las redes, solo puede ser fruto de nuestra época, caracterizada a la vez por un impresionante desarrollo técnico y una claudicación sin matices ante el mismo. Nadie pone en duda los beneficios que la mal llamada inteligencia artificial puede proporcionarnos como una prótesis más de nuestra mente a la hora de estudiar, investigar, combinar y almacenar. De la misma manera que Google se ha convertido en parte de nuestra vida diaria, el chat se irá imponiendo como una versión superior de los buscadores. Muchos comentaristas, sin embargo, se han apresurado a anunciar –nada tan característico de nuestro tiempo como el apocalipsis constante en todos los órdenes– la supresión de viejos puestos de trabajo y la redundancia de los escritores y artistas, confundiendo mecánica con conocimiento.

Nuestra intimidad con la técnica es ya tan absoluta que somos incapaces de distinguir entre el invento y nosotros mismos. Creamos un artilugio y luego nos ponemos de rodillas frente a él como ante un ser superior y omnisciente. El silencio religioso se ha trasladado a las tiendas de Apple, donde los compradores se pasean ante los nuevos modelos de teléfonos como si fueran iconos medievales en un templo. Pero lo realmente notable en el caso del chat es esa transferencia de las capacidades cognitivas y creativas, como si hubiéramos perdido definitivamente la confianza en la autonomía de la razón y del espíritu. Los antiguos griegos tenían una palabra para inteligencia, nous, que ya es para nosotros intraducible, es decir, incomprensible. El nous –del verbo noein– concentraba todos los actos de la conciencia y el pensar existentes, vivos. Demócrito veía el nous como un fuego esférico. La capacidad de pensar estaba relacionada con la existencia y la inteligencia era indisociable de la experiencia, aquello que por su propia naturaleza no es posible reproducir artificialmente. 

«El ChatGTP podrá componer tiradas sobre cualquier cosa en pentámetros yámbicos, pero jamás  pronunciará contra la muerte las palabras del espectro paterno: Adieu, adieu, Hamlet, remember me»

No es casual que Husserl volviera a la cuestión del nous para desarrollar los principios de la fenomenología, la corriente filosófica que empezó a zafarse de los dictados absolutos de la ciencia a principios del pasado siglo. Y más recientemente, Herbert Dreyfus, uno de los filósofos que más atención ha prestado a la cuestión que nos ocupa, afirmó que «por muy sofisticadas que lleguen a ser las inteligencias artificiales, nunca serán como las humanas, ya que el desarrollo mental que requiere cualquier inteligencia compleja depende de las interacciones con el entorno y esas interacciones dependen a su vez del cuerpo, sobre todo del sistema cognitivo y motriz». Dreyfus no estaba sino volviendo a la definición del nous que nuestra pobre concepción de la inteligencia está matando.

Pero vayamos al problema de la creatividad. En el año 2021, se estrenó en Bonn la décima sinfonía de Beethoven, nada menos, terminada por un equipo de científicos y musicólogos que inventaron un algoritmo capaz de imitar, según dijeron, la habilidad artística del compositor. Además de desolador, el resultado es muy elocuente. Basta escuchar unos pocos minutos del engendro para darse cuenta del fiasco. La nueva sinfonía parece el producto de un mediocre y alelado imitador de Haydn con algún chimpún que recuerda a la quinta de Beethoven. Hay muchas composiciones inconclusas que luego discípulos directos del autor han intentado acabar sin éxito. ¿Qué nos hace pensar que una máquina puede hacerlo? Cuando Beethoven murió se acabó con él algo que solo podemos llamar enigma. Su música era fruto de una infinita e irreductible transformación interna de conocimientos, experiencias, intuiciones, ideas e impulsos que no dejaron más rastro que la propia música. Cada vez que una partitura suya se interpreta se evidencia de nuevo el enigma que queda resonando en nuestros oídos. «Lo fantasmagórico de lo ocurrido», como lo llamaba Musil.

Brahms estuvo años paralizado ante la potencia de su antecesor y cuando al fin se atrevió a componer su primera sinfonía muchos la consideraron una imitación, «la décima de Beethoven», a lo que él solía contestar: «Eso lo ve cualquier idiota». Pero lo extraordinario es que Brahms, en esa sinfonía portentosa, logró sobreponerse a lo que Nitezsche llamó la «melancolía de la impotencia» y atravesar sus propias limitaciones. Es justo lo contrario de lo que hizo el algoritmo de Bonn, diseñado para tratar de reproducir la dimensión externa y cuantificable de la obra de Beethoven. O lo que es lo mismo: nada. Brahms, en cambio, empieza por dejar clara su obsesión con el maestro mediante ese inicio atronador para luego abrirse camino poco a poco entre las ruinas y alumbrar algo nuevo y desconocido, fruto tanto del fracaso y la impotencia como de la afirmación y la alegría. En el último movimiento, los metales y las maderas parecen anunciar un nuevo inicio libre de ansiedad, reconciliado su autor con su propia vivencia de competición y asombro, de inseguridad y osadía. La mecatrónica será muy útil en muchos campos, pero hay determinados supuestos en que puede llegar a ser contraproducente y perjudicial. ¿De dónde surge esta necesidad de que las máquinas nos sustituyan en todo? Las lavadoras nos han liberado de servidumbres muy pesadas, pero la mejor cocina se sigue haciendo con procedimientos rudimentarios. La «inteligencia» artificial es un simulacro de un fenómeno –el pensamiento–, cuya representación técnica está basada solo en principios racionales y mecánicos pero a la que le está vedada el acceso al abismo de irracionalidad, experiencia y contemplación que rodea a eso que llamamos «razón». Como decía Ortega, «razonar es un puro combinar visiones irrazonables». El ChatGTP podrá componer tiradas sobre cualquier cosa en pentámetros yámbicos, pero jamás  pronunciará contra la muerte las palabras del espectro paterno: «Adieu, adieu, Hamlet, remember me«. Porque es a la expresión de nuestra ínfima pequeñez a lo que nunca llegará la máquina.

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