THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

El nivel alcanzado

«El actual debate sobre la ‘ley del solo sí es sí’ confirma que la minoría de edad —en sentido kantiano— es el estado natural de nuestra democracia»

Opinión
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El nivel alcanzado

Ilustración de Erich Gordon.

Seguramente no se veía nada igual desde que nuestro país hizo suya la idea de que cambiar el uso horario proporcionaría «una hora más de vida» a todos los ciudadanos: el actual debate sobre la ley del solo sí es sí confirma que la minoría de edad —en sentido kantiano— es el estado natural de nuestra democracia. Es difícil llegar a una conclusión diferente a la vista de la cantidad de afirmaciones estrafalarias que circulan por nuestra esfera pública: ministros, diputados y periodistas siguen repitiendo como papagayos un conjunto de eslóganes cuya evidente falsedad escapa a su entendimiento (lectura compasiva) o daña sus intereses (lectura cínica). Se trata de un proceso de deterioro que arranca con las manifestaciones populistas contra la sentencia de La Manada, que fueron apoyadas por todos los partidos sin excepción.

Todo lo sucedido desde entonces aconsejaría una mayor prudencia. Da igual: se sigue repitiendo estos días que la norma pone «el consentimiento en el centro» pese a que hay pruebas factuales —lo digo así para ver si los estudiosos de la posverdad se animan a incluir este caso en su repertorio— de que el consentimiento ya figuraba en anteriores códigos penales. Es más, el portavoz del PNV en el Congreso ha condicionado su apoyo a la reforma auspiciada por el PSOE a que «se mantenga el consentimiento» y los portavoces del Gobierno aseguran que seguirá en su sitio. Pero si el consentimiento desapareciese, ¿dónde estaría el delito? Hay que suponer que los promotores de la ley —junto con sus apoyos políticos y mediáticos— están tratando de salvaguardar el relato que sirvió para sacar la norma adelante: más que un intercambio de argumentos racionales, se trata de una guerra de posiciones en la trinchera electoral. Poco les importa que los ciudadanos abracen ideas disparatadas acerca de la naturaleza del proceso penal, la presunción de inocencia o la proporcionalidad de las penas: asuntos, todos ellos, de la máxima seriedad.

Poco bueno podía esperarse de una ley inspirada desde el principio por una inconsistencia lógica. Creo que fue Pablo de Lora quien señaló en su momento que la fórmula «solo sí es sí» es la inversión de aquel «no means no» esgrimido por quienes combatían la violencia sexual en las fiestas universitarias norteamericanas durante los años 90. Pero aun aceptando el carácter inequívoco del «no», que tampoco está tan claro, en modo alguno puede decirse lo mismo del «sí» que la ministra Montero quiere convertir en prerrequisito de cualquier intercambio carnal entre adultos. Si llevásemos su lógica hasta el final, de hecho, el resultado sería aberrante. Imaginemos: un chico y una chica se conocen en una discoteca, van a un hotel, mantienen relaciones sexuales y se despiden por la mañana. Nadie ha consentido explícitamente; ambos han consentido tácitamente. ¿Estamos ante un delito de agresión sexual? Cualquier persona en su sano juicio diría que no hay aquí delito alguno. Pero si la chica decidiese presentar una denuncia y aplicásemos el principio según el cual «solo sí es sí», estaríamos ante una agresión sexual.

«Como no se renuncia a que todo sea ‘agresión’, nuestra ley penal contendrá un insólito delito de ‘agresión sin violencia’»

Por suerte, la ley no fue tan lejos: su redacción definitiva aceptó la posibilidad del consentimiento tácito, dejando para los jueces la tarea de determinar si hubo una conducta punible a partir de las pruebas presentadas y los testimonios deducidos durante el proceso. A cambio, se eliminó la distinción entre abuso y agresión, por encontrarse inaceptable que conductas de distinta gravedad objetiva —según si hay violencia o intimidación— pudieran tener distinto nombre. Tampoco esto tiene mucho sentido: preferencias léxicas al margen, es absurdo castigar con la misma severidad acciones de distinta gravedad. Para arreglar las cosas, el PSOE propone ahora volver a la ley anterior. Y como no se renuncia a que todo sea «agresión», nuestra ley penal contendrá un insólito delito de «agresión sin violencia». No se quejarán los comparatistas europeos: tienen trabajo por delante.

En fin: hubo quienes alertaron contra los fallos de diseño de la ley e identificaron las incoherencias lógicas del discurso que la ha venido sosteniendo. Se les llamó enemigos de la mujer y cómplices del patriarcado; cuestionar la ley era ponerse del lado de los agresores. Así es como han funcionado las cosas, hasta que la realidad política más poderosa en una democracia —las encuestas— ha terminado por imponerse. Pero basta echar un vistazo a las explicaciones de los ministros que ayer defendían o atacaban la reforma socialista —todo queda dentro de la coalición— para comprobar que no hemos aprendido nada: seguimos donde estábamos. ¡Y va para largo!

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