THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

Del amor a las máquinas

«A uno le gustan los relojes porque en este mundo virtual resisten aún máquinas como reliquias de una civilización perdida, o de una civilización a secas»

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Del amor a las máquinas

Tripulación del Apolo XII.

El otro día, durante una sobremesa que se fue un poco de madre, descubrí que un exitoso amigo comparte mi afición a los relojes. Me reconoció como Peachy Carnehan reconoce a Kipling por un amuleto masónico -aunque en nuestro caso se trataba de, en palabras de Sabina, «un peluco marca Omega»-. Tampoco es que me permita grandes alegrías relojeras, ni de casi ningún tipo; pero en esto, como en tantos rincones de la vida, importa más desarrollar un gusto personal que disparar el dinero a cañonazos. A uno le gustan los relojes porque en este mundo virtual resisten aún algunas máquinas como reliquias de una civilización perdida, o de una civilización a secas. Al cabo de unos días mi amigo me mandó una cita de Tocqueville sobre relojes y democracia, porque los intelectuales somos así.

Desde Bacon la civilización es la de las máquinas, y por eso Calibán acaba transformado en robot en el Planeta prohibido, la versión de La tempestad de Shakespeare -o de Bacon- que protagonizó Leslie Nielsen. «Robot» viene de robota, es decir, «trabajo forzado» en checo. Los robots son currelas y la esencia de la civilización es que curren ellas (las máquinas); aunque en esta fase decadente se nos ha ocurrido que lo sano es el decrecimiento, o sea, volver a currar nosotros, y ahí tenemos la presente utopía del pedal. Por Manolo Arias Maldonado me entero de que Ross Douthat ha escrito un libro sobre eso, sobre la decadencia de Occidente. Más aún, que el libro contiene esta proposición: «Desde el Apolo, estamos en decadencia». No puedo estar más de acuerdo. La utopía de posguerra era aún mecánica, previrtual, y los extraterrestres descendían con escalerillas metálicas de platillos volantes que dejaban círculos de hierba quemada. El caso era quemar algo, empezando por el queroseno.

«Los astronautas del Mercury eran una hermandad de tíos adictos a la velocidad, el riesgo y las máquinas»

Mi reloj es un reloj de astronauta. Antes de viajar a la Luna, los tripulantes del Apolo XII posaron ufanos con los Corvette dorados que les cedía la General Motors. Ve uno la foto y recuerda de inmediato lo que contaba Tom Wolfe: los astronautas del Mercury eran una hermandad de tíos -obviamente- adictos a la velocidad, el riesgo y las máquinas en la tierra y en el espacio; y cuando no volaban en cohetes, quemaban gasolina en automóviles o galopaban borrachos por el Mojave. Si no, en palabras de Wolfe, a ver por qué se va a subir uno en una bengala gigante a que los disparen.

Estoy revisitando, como se dice ahora, Historias para no dormir -la original, la de Chicho-. Buena parte de los episodios provienen de Bradbury, el autor que anticipó la nostalgia de la era espacial cuando todavía había era espacial. Si en uno de ellos un anciano chatarrero reconstruye un cohete para sus nietos, en otro unas turbas postatómicas celebran autos de fe mensuales contra alguna reliquia de la civilización industrial. En alguna ocasión se trata de destruir un automóvil (por cierto que Auto-da-fé es un relato de Roger Zelazny con mechadors que torean coches de la GM en lugar de astados). La serie la tienen completa, como tantas cosas, en el archivo de RTVE, que induce a otras melancolías, no necesariamente mecánicas.

En fin, que uno tiene relojes como tiene vinilos, por pijerío, por aburrimiento; pero también por mantener un vínculo tangible con un mundo material que parece en retroceso o extinción, como decía Alba Rico que se metía a la cocina a pelar patatas dos veces al día. Yo pelo patatas de Pascuas a Ramos: vamos, cuando toca. Pero, como no soy anticapitalista ni decrecentista, me he agenciado un peluco de astronauta. El caso es religarse y pasar el rato.

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