Heteroficciones, género neutro
«Es importante no bajar la guardia ante la presión de los nuevos puritanos. Si por ellos fuera, la literatura del siglo XX llegaría a sernos indescifrable»
Ha estallado un nuevo escándalo en el tedioso frente de las guerras culturales: una editorial británica ha editado los textos infantiles de Roald Dahl, cambiando los adjetivos que la sensibilidad contemporánea consideraría ofensivos y reemplazándolos por otros. Ya no hay gordos, sino grandotes; algún personaje pasa incluso a ingresar en la categoría «gender neutral». Por fortuna, que se haya protestado contra semejante customización literaria muestra que la sensibilidad contemporánea no es homogénea. Somos aún muchos los que creemos —sobre todo fuera del mundo anglosajón— que los escritores no tienen por qué rendir pleitesía a la denominada corrección política: mucho menos si ya están muertos y no pueden decidir al respecto.
Se diría que con esta maniobra pasamos de la autoficción —que ya empezaba a cansarnos un poco— a la heteroficción: reescribimos la literatura del pasado para poder digerirla mejor. Es como el coloreado aquel de las películas en blanco y negro que se inventó Ted Turner, solo que aquí el presunto embellecimiento tiene carácter moralizante. Se presume que si el niño nunca entra en contacto con la palabra «gordo», jamás llamará «gordo» a un compañero; la gordura misma, andando el tiempo, dejará de ser entendida como una desviación de la norma para convertirse en una manifestación más de la libertad tutelada de los individuos. ¡Género neutro! Se empieza por cambiar un adjetivo y se termina pensando que eso ha cambiado el mundo.
Esta manipulación léxica no es censura, ya que parece razonable seguir reservando ese término para referirnos a la acción estatal. Pero convengamos que el Zeitgeist necesita cómplices: se demuestra una vez más que el problema no está en las exigencias y denuncias de los activistas woke, sino en la débil resistencia que ejercen contra las mismas instituciones y empresas. Algo de eso decía Tár, la película de Todd Field, si bien el mensaje que quería transmitir —cine de tesis— resultaba confuso por el hecho de que la protagonista realmente abusa de su poder y con ello se gana el despido.
«Las sociedades liberales siguen siendo pluralistas; no exageremos»
Pero Dahl está muerto: ¿qué hay de quienes se deforman a sí mismos con objeto de lograr el éxito literario? Tampoco aquí podemos hablar de autocensura, sino de adaptación al mercado: se escribe aquello que el público, debidamente influido por discursos políticos y suplementos culturales, quiere leer. Es algo que el ideólogo hace por convicción y el oportunista por ambición; a menudo resultan indistinguibles. Es ahí justamente donde cobra valor quien se niega a escribir ficciones conforme al patrón moral dominante: quien ejerce su libertad a la hora de sentarse escribir. Bien es verdad que los heterodoxos necesitan editores, reseñistas, lectores. Y sigue habiéndolos: Houellebecq publica sin mayores dificultades y todavía reeditamos a Céline o Jünger. Las sociedades liberales siguen siendo pluralistas; no exageremos.
Ahora bien: se han dado episodios en los últimos años —recordemos el Maus de Art Spiegelman— que recuerdan la importancia de no bajar la guardia ante la presión ejercida por los nuevos puritanos. Si por ellos fuera, la literatura del siglo XX llegaría a sernos tan indescifrable como lo son hoy para la mayoría esas estampas mitológicas o bíblicas que encontramos en las viejas pinacotecas. Algún día se alcanzará ese punto de extrañeza; el tiempo no deja nada en pie. Pero no tengamos prisa ni hagamos trampas: así solo quedamos en ridículo.