THE OBJECTIVE
Jorge Freire

Economía de la reacción

«Esta economía promueve una libertad disruptiva, rompedora como un adolescente y espontánea como un chimpancé, tan impulsiva como compulsiva»

Opinión
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Economía de la reacción

Redes sociales | Unsplash

Nos peinamos y nos maquillamos antes de sacarnos una foto en la playa porque buscamos una reacción de nuestros seguidores en Instagram. La multinacional de compras en red nos manda tropecientos correos para que le demos nuestra opinión acerca del último envío. Tal y como explica William Davies en un artículo recientemente publicado en la London Review of Books, todo esto forma parte de la «economía de la reacción».

De ahí que, según Davies, estudiemos los vídeos de reacciones como si fueran el metraje del asesinato de Kennedy. Vemos mil veces el clip en que Will Smith responde a una chanza con una bofetada a rodabrazo. También el vídeo viral de unos panolis de Kentucky que escuchan a Rocío Jurado por primera vez. Proliferan las sorpresas escenificadas y las reacciones emocionales cuidadosamente preparadas. La realidad imita los viejos programas de Isabel Gemio en que un andoba descubría en directo que su padre estaba vivo y que su abuela era en realidad su madre.

«El profesor imparte docencia pensando en el suspenso que le endosarán los ceporros de la última fila cuando toque la ‘evaluación de la práctica docente’»

Conque ¿economía de la atención? Acierta Davies cuando afirma que la obsesión con la retroalimentación constante obliga a hablar de una economía de la reacción. El cocinero piensa en el denuesto que el yelper tiquismiquis pondrá en redes y prepara el guiso como si el mismísimo Alberto Chicote y un escuadrón de camarógrafos lo aguardaran sentados a la mesa. El profesor imparte docencia pensando en el suspenso que le endosarán los ceporros de la última fila cuando toque la «evaluación de la práctica docente». Como sabe todo influencer, es vital que el público reaccione y regale feedback

La economía de la reacción promueve una libertad disruptiva, rompedora como la de un adolescente y espontánea como la de un chimpancé, tan impulsiva como compulsiva. Que las respuestas se vuelvan predecibles y, por ende, controlables forma parte de la pesadilla skinneriana: el sujeto decisionista reducido a paloma de experimento. En su prólogo de 1976 a Walden Dos, tres décadas después de la publicación de la novela, Skinner reconocía a las claras que un poder que tratara de imponerse por la coacción pincharía en hueso; y que sería más útil, en resumidas cuentas, utilizar la ingeniería de la conducta. 

Dice Patxi López que lo importante no es la corrupción, sino cómo se reacciona a ella. ¿Qué representa la obsesión de la política con los golpes de efecto sino el triunfo de la economía de la reacción? Preguntémonos qué sentido tiene la moción de censura capitaneada por Tamames más allá de obligar al gobierno a que se retrate y a la ciudadanía a que reaccione. Nuestro tiempo es una fábrica de reaccionarios, más no en el sentido de De Maistre sino en el de la rana Pepe. Obligada a reaccionar ante cada ocurrencia de los protagonistas de la obra, la ciudadanía se trueca en coro griego. Claro que en tiempos del infotainment no hay ciudadanos, sino espectadores.

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