La corrupción de la empresa
«Mucho español culpa al empresario de una corrupción que él mismo alimenta con su idealismo estatista»
Sin empresarios, desaparece la principal fuente de riqueza, empleo e innovación de la economía de mercado. Pero los españoles mostramos una actitud ambivalente hacia ellos. Por un lado, les exigimos que creen empleo. Por otro, los vemos con sumo recelo y desconfianza. Son muchos quienes creen que explotan a sus empleados, y no pocos quienes los culpan de corromper a los políticos.
Estas actitudes negativas tienen raíces profundas, empezando por una cultura católica que nunca ha sido muy propicia a la libertad y la innovación. Durante siglos, nuestras élites también han despreciado el trabajo productivo y el comercio.
Para el Ortega más célebre, la «ética industrial» era moralmente inferior, por estar gobernada por meros contratos y no «por el honor y la fidelidad». Una pena que no hubiera podido acceder a la literatura científica sobre los efectos moralizantes de la economía de mercado, los cuales desmienten de lleno sus prejuicios primitivistas.
Con semejantes guías espirituales e intelectuales, casi es lógico que hayamos seguido una larga tradición estatista, en la que el poder político ha controlado la actividad económica, una tradición que se exacerba durante el franquismo; pero que, paradójicamente, renuevan hoy con fuerza sus supuestos detractores desde el Gobierno.
Igual que ayer, siguen sin apreciar que ese intervencionismo político es fuente de corrupción mutua: cuanto más interviene el estado en la economía, más aumentan el número y amplitud de las decisiones políticas, así como su importancia y su discrecionalidad.
Da igual que esas decisiones consistan en repartir subvenciones, otorgar licencias o regular contratos. Configuran un contexto viciado, al que todo empresario debe adaptarse. En vez de competir sólo en sus méritos y en su capacidad para innovar, también ha de cultivar sus conexiones políticas; y ya no para prosperar, sino tan sólo para sobrevivir.
Aunque el origen del fenómeno reside en la extralimitación de la política y aun cuando la corrupción sea un mal menor (piense en la ambivalencia social del contrabando o de la edificación sin licencia), se desprestigia todo el sistema de libre empresa y el orden jurídico en que se asienta.
«El intervencionista prefiere culpar a los demás antes que reconocer su error»
Pero no confíen en la enmienda. El intervencionista prefiere culpar a los demás antes que reconocer su error. A estas alturas, ¿conoce Ud. alguno que haya admitido como tal error el bien previsible fiasco del Plan de Recuperación? ¡Quia! Es más fácil inventar excusas ad hoc, como que esos dineros no se han administrado bien, sin entrar nunca a valorar por qué siempre se administran mal. En el fondo, muchos de ellos quizá crean que son ellos mismos quienes manejan el timón del estado.
Esos condicionantes de tipo cultural son difíciles de cambiar, al menos a corto plazo. Basta observar que, aún décadas después de haber abandonado la práctica religiosa, casi todas las tribus de españoles siguen siendo ultracatólicas en lo económico.
Lo demostramos con nuestra ansia por controlar a priori todo tipo de conductas. En vez de tolerar la libertad, observar sus resultados y obrar en consecuencia, establecemos un régimen generalizado de autorización ex ante que es antitético a la libertad de empresa.
Desde ese idealismo entre ingenuo e hipócrita, es comprensible que algunos medios vean incluso a los empresarios como responsables de haber corrompido a un diputado del PSOE a quien habrían pagado ciertos vicios inconfesables. Quizá por eso hablaba un estupendo editorial de El País de que «la cutre trama de empresarios intentando sobornar con prostitutas y cocaína a un diputado socialista a través de un delincuente convicto como mediador sigue castigando el hígado del sector social más sintonizado con el Gobierno, que tiene que encajar el regreso a las portadas de la explotación de las mujeres, sea cual sea el alcance final de una trama que, por lo conocido hasta ahora, no ha comprometido dinero público».
Tal parece que sea esa moralina la que inspira la nueva ley 2/2023 de protección del informante, la cual aprovecha la trasposición de la directiva de whistleblowing sobre infracciones del derecho europeo para extender su régimen a todas aquellas que impliquen quebranto económico para el Erario.
También establece esta ley de delatores un régimen legal que permitirá a la Administración imponer sanciones desproporcionadas a las empresas, amén de obligar a las de más de 50 empleados a mantener un canal interno de denuncia; y de crear, cómo no, 18 nuevos organismos públicos (uno nacional y 17 autonómicos).
Todo ello bajo el pretexto de proteger a los denunciantes; pero con el resultado de reducir la confianza dentro de las empresas, y de disminuir aún más los incentivos a contratar trabajadores. Ni los robots mecánicos ni los programas de inteligencia artificial chantajean a sus empleadores.
Mientras tanto, el paradigma ‘Tito Berni’ de corrupción seguirá floreciendo en la sombra, más boyante que nunca en un océano de regulaciones tan abundantes como absurdas.