THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Un cuento europeo

«Su concepción del dinero público como propio llamó mi atención, como sus aseveraciones, que tenían cierto aire a revisión revolucionaria»

Opinión
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Un cuento europeo

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Hace años fui invitado a un diálogo sobre literatura en un Instituto Cervantes de los que hay desperdigados por Europa. Me entrevistaría una profesora de literatura española de la universidad. Quedamos citados en un café días antes del acto. Era una mujer nerviosa que se esforzaba por ser amable y la conversación fue formalmente cordial. Los dos pusimos de nuestra parte para que así fuera, pero había algo detrás que nos hacía sentir, si no incómodos, sí desplazados de nuestra misma conversación. Ella llevaba unos cuantos artículos, sacados de internet, sobre algunos de mis libros y al cabo de un rato me confesó que no había leído ninguno. No se refería a los artículos sino a mis libros. No es que uno tenga una gran confianza en la institución universitaria, pero en fin…

Continué ejerciendo la diplomacia y le apunté cuatro trazos generales sobre literatura por donde podíamos encauzar nuestra conversación sin que tuviera que someterse a la lectura de mis libros (además, no había tiempo). Entonces irguió la espalda y disparó: ¿qué narradores españoles jóvenes lee usted? Le contesté con un circunloquio sobre las Cartas a un joven poeta, de Rilke, e insistió con tanto apremio como contundencia: «Nombres… Dígame algunos nombres». Ante su rígida demanda informativa –o era hija única, pensé, o había cierta dificultad con el idioma– le di dos: Menéndez Salmón y Gómez Bárcena, del que entonces había leído un par de cuentos que me habían gustado.

No pareció satisfacerle mi respuesta porque nombró cinco o seis más como quien pregunta por los síntomas de una enfermedad y yo debía de estar, a sus ojos, muy grave, porque no mostré especial interés por ninguno de ellos. ¿La causa? Debo confesar que salvo el de una mujer que está por todas partes, los demás era la primera vez que los escuchaba. Le pregunté por las editoriales que los publicaban y casi que lo mismo y digamos que estas cosas las controlo (o al menos lo hacía entonces). Cuando llegué a la casa donde vivía consulté en internet y, efectivamente, aquellos nombres no es que fueran muy jóvenes e inéditos, no, sino que algunos ya tenían edad de merecer y todos parecían pertenecer a una marginalia escondida en un lejano reino no sé si de la literatura o de lo que ahora llaman activismo político. El tiempo, pensé, pondrá las cosas en su sitio, pero el tiempo ha pasado y no he vuelto a ver esos nombres en mi vida. La curiosidad de aquella profesora debía de ser muy selectiva.

«Su oficio más que la literatura parecía un seminario sobre formas de asaltar el poder»

Al cabo de unos días me llamó por teléfono y me dijo que su departamento había invitado a un escritor español y a ver qué me parecía que participara en nuestro diálogo y lo convertíamos en una mesa redonda. La proposición era rara: ¿de qué escritura íbamos a hablar, de la suya o de la mía? Esta vez fui yo quien le pedí el nombre del escritor y al oírlo deduje que debía ser miembro de aquella marginalia escondida. Le pregunté por su edad y no era ningún imberbe. Tras una consulta a san Google –donde aparecieron los tópicos de entonces cuyo patrón era la deconstrucción, la filosofía postmarxista y otras ajenidades– me decanté por el formato previo: ella y yo solos. El hombre asistió al acto entre el público, intentó una pequeña finta contra un par de escritores amigos, que corté en seco, y en la copa de vino posterior se dedicó a preguntar al director de aquel Instituto Cervantes como si fuera un inspector de Hacienda revisando su declaración de renta: censuraba si una directora quería marcharse a otra parte –«parece mentira, les pagamos la formación y luego se van» (sic)– o el nombramiento de algunos directores, «que no deberían estar donde están» (sic) y no sé cuántas pejigueras más. Su concepción del dinero público como propio llamó mi atención, como sus aseveraciones, que tenían cierto aire a revisión revolucionaria. Su oficio, pensé, más que la literatura parecía un seminario sobre formas de asaltar el poder. Cultural o el que fuera necesario.

Estos días he leído que aquella universidad ha invitado a un terrorista a impartir unas charlas sobre política y acción, qué menos. El articulista que daba la noticia, añadía –y esto era para mí lo importante, no su invitado– que en esa misma universidad «no se puede hablar de Godard, ni mostrar las formas esculturales de Bardot; es arriesgado leer a Chénier o a Ronsard; obsceno, exigir corrección ortográfica; blasfematorio evocar a Darwin para cuestionar la teoría de género; insultante osar escribir, conforme a los usos familiares, con el neutro genérico; e impensable oponerse a la escritura inclusiva en la Administración. Pero se invita a un terrorista» (sic).

Nada nuevo bajo el sol.

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