Pascua, la mañana del mundo
«La razón dice que estamos mejor sin religiones y que el hombre se ha emancipado y es dueño de sí mismo. ¿Pero es realmente así?»
Escuchar música sacra durante estos días de fiestas pascuales es ya una costumbre. Las pasiones de Bach, los distintos Stabat mater –el de Josquin Desprez, el de Pergolesi, el de Vivaldi, el de Rossini– o últimamente Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz de Hadyn, en la versión para cuarteto, tan especulativa, se han convertido en una necesidad ritual. Decía Auden que aquellos que hemos sido educados en el cristianismo y hemos perdido la fe tenemos conciencia de pecado pero sin posibilidad de redención. Quizá por eso volvemos a la música religiosa en busca de consuelo, como Ersatz de algo que en el fondo no tiene sustitución posible. La Semana Santa es, como sabemos, el resultado de un sincretismo en el que se funden varias religiones y credos relacionados todos con la primavera, el enigma de la regeneración y el milagro del inicio. Cuando los niños buscan huevos pintados en el jardín o en la cocina se prepara el cordero lechal, se renueva un olvidado culto ancestral que persiste en imponerse a las rutinas comerciales, la tecnificación del ocio y el imperio del nihilismo.
En la Grecia clásica, sujeta todavía al orden cósmico, la primavera –en realidad el principio del verano, ya que aún no había nombre específico para esa estación– se explicó con el mito del rapto de Perséfone y los misterios eleusinos consagrados a Deméter, una de las divinidades más antiguas, residuo del culto a la diosa blanca, si hemos de creer a Robert Graves. En cualquier caso, ahí estamos todavía insertos en el ciclo del eterno retorno, condenados a experimentar la creación y la destrucción, el nacimiento y la muerte, sin poder salir de las fuerzas de la naturaleza. Como escribió Píndaro: «No ansíes, alma mía, la vida inmortal, mas agota el camino de lo posible». El hombre era entonces «el sueño de una sombra» al que le era concedido muy poco tiempo para hacer algo, pero ahí radicaba al mismo tiempo su grandeza, en su condición a la vez efímera y heroica. Eso explica el culto a la violencia y el sacrificio cruento de los griegos arcaicos, inmersos aún en la brutalidad ciega que les rodeaba.
Con la Pascua judía, la Pésaj (literalmente ‘salto’), el pueblo hebreo conmemora la huida de Egipto, aunque el acontecimiento también puede interpretarse como la invención de la historia. En Grecia, la historia se refería exclusivamente a los hechos pasados y recordados, pero con Israel se funda la concepción del hombre como ser histórico que se encamina a la salvación, algo que ha moldeado nuestra cultura, desde el cristianismo al marxismo. Los primeros profetas, con sus visiones apocalípticas, arrancaron a los hijos del Dios único de la naturaleza –relacionada con el culto a los dioses falsos, personificados en Baal– y lo situaron en el universo de la historia, en el tiempo mesiánico, que es una teoría de la catástrofe, una irrupción de la trascendencia que debe terminar algún día con la historia misma. Se trata de una idea que ha generado la noción occidental de «revolución», puesto que en sí misma constituye la invención del mito revolucionario. Una vez secularizado, el concepto ha tenido y sigue teniendo consecuencias funestas.
«Si para los judíos Dios es el infinito, para los cristianos Dios es amor, que es una propiedad finita; pertenece a la finitud»
La religión judía tiene un fuerte componente ético impostergable que se relaciona con lo visible y factible. Por ello sea tal vez la religión más difícil y realista, también la más seria y severa. Como dijo T. S. Eliot, Humankind can not bear very much reality. La humanidad no puede soportar demasiada realidad. El cristianismo reaccionó al judaísmo tratando de encontrar una salida al hombre histórico. Reconociéndose incapaces de adecuarse a lo visible y de alcanzar la salvación en el mundo, los cristianos se replegaron en la interioridad invisible y con el poderoso mito de la encarnación lograron inventar la historia del hombre que, una y otra vez, escapa de la historia. La misa es el teatro en el que cada año se dramatiza el final de la tragedia, el último sacrificio que termina con todos los sacrificios, destituye la violencia e instaura la religión de la caritas. Si para los judíos Dios es el infinito, para los cristianos Dios es amor, que es una propiedad finita; pertenece a la finitud. No puede haber una distancia más grande y fascinante.
Nadie ha resumido mejor la esencia del cristianismo que Simone Weil, una pensadora judía: «La extrema grandeza del cristianismo procede del hecho de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso sobrenatural del sufrimiento». Y Joseph Brodsky recordaba a menudo la lección que de joven había aprendido de la anciana Anna Ajmátova. Como se recordará, la poeta había perdido a su familia –dos maridos y un hijo– a manos del terror estalinista. Brodsky nunca olvidó la total ausencia de rencor de aquella mujer, que atribuía su desgracia a una simple posibilidad humana que podía ser compensada con otra posibilidad mucho más honda. Brodsky comprendió entonces, según decía, el lado luminoso de la cristiandad.
Es esa idea la que vuelve con fuerza cada vez que escuchamos estos días a Bach, a Haydn, a Pergolesi. Como escribió José Jiménez Lozano, la mañana de Pascua, «es realmente la mañana del mundo, en una escena de amor de la que nos han llegado los susurros, palabras de amor al borde del silencio más poderosas aún que las que hicieron el mundo». Más que la creencia, importan los símbolos, unas imágenes, unos textos y una música donde elevar el sufrimiento, celebrar la existencia o pensar la historia. La razón nos dice que estamos mejor sin religiones y que el hombre se ha emancipado y ya es por fin dueño de sí mismo. ¿Pero es realmente así? ¿Somos mejores sin lo sagrado? ¿Y qué ocurrirá cuando ya no tengamos ningún lugar a donde mirar y buscar un poco de esperanza o de consuelo que no venga tan solo de la técnica? El arte que ha generado el relato de la Pasión sigue teniendo algo hipnótico e imprescindible. A principios del siglo pasado, Otto Klemperer, uno de los mejores directores de orquesta que ha habido, se convirtió, bajo el hechizo de Max Scheler, del judaísmo al catolicismo, convencido de que era necesario para interpretar a Bach. Al final de su vida admitió que no hubiera hecho falta y volvió al credo hebraico. Pero cuando esta mañana de Pascua escuchamos su versión canónica de La Pasión según San Mateo no podemos evitar pensar en el problema de cómo, cuándo y por qué la cultura se convirtió en un despojo.